El Papa y el Rey de España

Todo empezó con la conquista de Granada en 1492. El acontecimiento era el punto final de la Reconquista: durante ocho siglos los cristianos habían luchado con los moros para recuperar la Península Ibérica, ocupada por los musulmanes a principios del siglo VIII. En enero de 1492, Isabel de Castilla y Fernando de Aragón culminaron esa gesta que, por sí sola, les valdría un lugar de honor en la Historia, aunque sería superada por la del descubrimiento de América en octubre del mismo año. Entremedias, en agosto, fue elegido Papa en Roma un súbdito de Fernando, el cardenal valenciano Rodrigo de Borja, que adoptaría el nombre de Alejandro VI.

El nuevo Papa quiso honrar por estos logros al que había sido su señor natural y en 1496 promulgó la Bula Si convenit, por la que nombraba a Isabel y Fernando Reyes Católicos, «pues ¿a quién cuadra mejor el título de Rey Católico, que a vosotros, defensores de la fe católica, y de la Iglesia Católica…?», según dice la Bula.

Sin embargo, había una razón aún más determinante para la concesión de este honor, y es que Isabel y Fernando habían enviado un ejército español de 6.000 hombres, con el Gran Capitán al frente, para sostener los derechos de la Casa de Aragón en el Reino de Nápoles, convirtiéndose en un poder fáctico en la Península Italiana. Ese fue el inicio del poderío español sobre Italia, y, por tanto, sobre Roma, que duraría dos siglos.

El Papa necesitaba llevarse bien con los monarcas españoles, y convertirlos en Reyes Católicos, «defensores de la Iglesia Católica», como proclamaba la Bula Si convenit, era un buen principio. Poco después, Alejandro VI pidió socorro, porque un corsario francés se había apoderado de Ostia, el puerto de mar de Roma, bloqueando la llegada de suministros a la capital papal. El Gran Capitán acudió a la llamada y en una semana recuperó el puerto para el Papa.

El 9 de marzo de 1497 Roma vivió una especie de vuelta al pasado, celebró un «Triunfo», el desfile que en los tiempos antiguos hacían los generales romanos victoriosos. Gonzalo Fernández de Córdoba entró en Roma al frente de sus tropas por la Puerta Ostiense, aclamado por una multitud que había padecido mucha hambre mientras duró el control francés sobre el puerto. Y para reproducir la ceremonia de los triunfos antiguos, donde los cautivos desfilaban tras el general victorioso, el Gran Capitán llevaba cargado de cadenas al corsario, al que postró ante el Papa.

Esta entrada de un ejército español en la capital de los Papas no sería la última, pero desde luego fue la más gozosa. Los sucesores de Alejandro VI procuraron llevarse bien con los reyes de España. Julio II legitimó mediante la Bula Exigit Contumacium la conquista de Navarra por Fernando el Católico, que culminó así la unidad de España. Y cuando Rafael pintó las Estancias que llevan su nombre, un conjunto de frescos comparables los de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina, el Papa León X le ordenó incluir el retrato de Fernando el Católico entre los «pilares de la Cristiandad», junto a Carlomagno o Godofredo de Bouillon, caudillo de la I Cruzada. Sobre su cabeza una cartela dice en latín «Fernando Rey Católico Propagador del Imperio Cristiano».

El enfrentamiento

La Bula de Alejandro VI no establecía que el título de Reyes Católicos fuese hereditario para los monarcas españoles, pero cuando en 1516 murió Fernando el Católico, se proclamó la sucesión a los gritos de «¡Vivan los Católicos Reyes doña Juana y don Carlos su hijo!». A ver quién era el valiente que les negaba el derecho a usar ese título honorífico, porque además Carlos I de España se convertiría enseguida en V de Alemania, al ser elegido Sacro Emperador Romano Germánico.

Fue esa acumulación de poder la que llevaría a la violenta interrupción de la luna de miel entre el Papa y el rey de España. Había subido al trono papal un florentino de la familia Medici, Clemente VII, que era un político intrigante y de carácter errático. Tras la victoria española en la batalla de Pavía (1525) se sintió amenazado por la supremacía española en Italia, y urdió una alianza militar con Francia, la Liga Clementina, para combatir a los españoles.

Carlos I envió entonces a su ejército directamente contra Roma. Era una fuerza multinacional, como correspondía a la Monarquía Hispánica, con 8.000 españoles, 5.000 italianos y 10.000 alemanes, muchos de los cuales eran protestantes luteranos. El 6 de mayo de 1627 el ejército imperial asaltó las murallas de Roma, rompió las defensas y se apoderó de la Ciudad Eterna. Lo que siguió es lo que la Historia denomina «el Saco de Roma», un castigo total sobre Roma y los romanos.

El Papa logró escapar entre disparos de arcabuz que por poco no le alcanzaron, y se refugió en el Castillo de Sant’Angelo, que se convirtió de hecho en una prisión de la que no saldría hasta pagar un rescate fabuloso de 400.000 ducados, pero el resto de Roma pagaría la soberbia de Clemente VII. Los cardenales eran enterrados vivos para que entregasen sus tesoros, todas las iglesias fueron saqueadas, miles de curas fueron asesinados, miles de monjas violadas… «El oprobio para las reliquias, el fuego para las iglesias, la violación para las monjas, el estupro para las madres de familia, la esclavitud para los jóvenes», cuenta un cronista contemporáneo.

El expolio de Roma duraría ocho meses, causaría 6.000 muertos y no hubo casa que no fuese saqueada, mujer que no fuese violada, familia que no tuviese que pagar rescates para salvar a sus rehenes. Sólo se salvaron los del llamado «partido español», que encabezaba la familia Colonna, cuyas casas y personas fueron protegidas por los soldados españoles, que mantenían la disciplina dentro de la barbarie desatada.

Y tras el castigo físico vino la humillación. Tres años después del Saco, Clemente VII, que se había dejado barba larga en señal de penitencia, acudió a Bolonia para coronar a Carlos como soberano del Sacro Imperio Romano Germánico, y todavía más, Carlos entraría tiempo después en Roma como caudillo victorioso, como había hecho el Gran Capitán. Para colmo, los propagandistas de Carlos I difundieron la versión de que el Saco de Roma había sido un castigo de Dios por la corrupción de la corte de Clemente VII, y que el ejército del Rey Católico había sido «el instrumento de Dios» para infligir la penitencia.

El trauma del Saco tendría consecuencias históricas. El sucesor de Carlos I, Felipe II, se tomó muy en serio el título de Rey Católico, asumió que era el defensor del catolicismo frente a sus enemigos y que incluso el Papa debía someterse a esta jefatura. Pero en Roma subió al trono pontificio Paulo IV, un napolitano que odiaba a los españoles. No tuvo mejor idea que excomulgar a Carlos I y a Felipe II, y desposeer a este del Reino de Nápoles.

La reacción española fue fulminante, el duque de Alba, que casualmente estaba de virrey en Nápoles, marchó con un ejército de 12.000 hombres hacia Roma. Por el camino fue venciendo a las tropas francesas y papales que le salieron al paso, y cuando llegó cerca de Roma, el recuerdo del Saco actuó como una purga: el Papa ordenó abrir las puertas de las murallas, se rindió y pidió perdón. El duque de Alba protagonizó en septiembre de 1557 una nueva entrada triunfal en Roma de un ejército español, y Paulo IV se retiró de la política.

La preminencia del Rey Católico en Roma se manifestaría en cuestiones anecdóticas, como la celebración de corridas toros en el Mausoleo de Augusto o la quema de fallas en la Plaza de España durante las festividades españolas, y en honores de difícil comprensión desde la perspectiva actual, como que en tiempos de Felipe IV Inocencio X dictase la Constitución Apostólica Sacri Apostolatus, por la que los reyes de España son por derecho protocanónicos de la basílica de Santa María Mayor, precisamente donde va a ser enterrado el Papa Francisco.

Otros privilegios tenían más calado político, como el derecho de veto sobre la elección papal. Nada menos que en diez ocasiones, un cardenal elegido Papa por el cónclave tuvo que renunciar al papado, porque «el cardenal de España», siguiendo instrucciones del Rey Católico, ejercía «la Exclusiva», un derecho de veto de origen medieval que Felipe III resucitó en 1605. 

La víctima de ese primer veto en tiempos modernos fue el cardenal Baronio, que había cometido el error de atacar el culto español a Santiago. El décimo y último veto español lo ejerció Fernando VII en 1830 contra el cardenal Giustiniani, que tenía simpatías por el carlismo. Por uno de esos sarcasmos de la Historia, un rey de España tristemente absolutista impidió que un ultrarreacionario fuese Papa.

 Todo empezó con la conquista de Granada en 1492. El acontecimiento era el punto final de la Reconquista: durante ocho siglos los cristianos habían luchado con  

Todo empezó con la conquista de Granada en 1492. El acontecimiento era el punto final de la Reconquista: durante ocho siglos los cristianos habían luchado con los moros para recuperar la Península Ibérica, ocupada por los musulmanes a principios del siglo VIII. En enero de 1492, Isabel de Castilla y Fernando de Aragón culminaron esa gesta que, por sí sola, les valdría un lugar de honor en la Historia, aunque sería superada por la del descubrimiento de América en octubre del mismo año. Entremedias, en agosto, fue elegido Papa en Roma un súbdito de Fernando, el cardenal valenciano Rodrigo de Borja, que adoptaría el nombre de Alejandro VI.

El nuevo Papa quiso honrar por estos logros al que había sido su señor natural y en 1496 promulgó la Bula Si convenit, por la que nombraba a Isabel y Fernando Reyes Católicos, «pues ¿a quién cuadra mejor el título de Rey Católico, que a vosotros, defensores de la fe católica, y de la Iglesia Católica…?», según dice la Bula.

Sin embargo, había una razón aún más determinante para la concesión de este honor, y es que Isabel y Fernando habían enviado un ejército español de 6.000 hombres, con el Gran Capitán al frente, para sostener los derechos de la Casa de Aragón en el Reino de Nápoles, convirtiéndose en un poder fáctico en la Península Italiana. Ese fue el inicio del poderío español sobre Italia, y, por tanto, sobre Roma, que duraría dos siglos.

El Papa necesitaba llevarse bien con los monarcas españoles, y convertirlos en Reyes Católicos, «defensores de la Iglesia Católica», como proclamaba la Bula Si convenit, era un buen principio. Poco después, Alejandro VI pidió socorro, porque un corsario francés se había apoderado de Ostia, el puerto de mar de Roma, bloqueando la llegada de suministros a la capital papal. El Gran Capitán acudió a la llamada y en una semana recuperó el puerto para el Papa.

El 9 de marzo de 1497 Roma vivió una especie de vuelta al pasado, celebró un «Triunfo», el desfile que en los tiempos antiguos hacían los generales romanos victoriosos. Gonzalo Fernández de Córdoba entró en Roma al frente de sus tropas por la Puerta Ostiense, aclamado por una multitud que había padecido mucha hambre mientras duró el control francés sobre el puerto. Y para reproducir la ceremonia de los triunfos antiguos, donde los cautivos desfilaban tras el general victorioso, el Gran Capitán llevaba cargado de cadenas al corsario, al que postró ante el Papa.

Esta entrada de un ejército español en la capital de los Papas no sería la última, pero desde luego fue la más gozosa. Los sucesores de Alejandro VI procuraron llevarse bien con los reyes de España. Julio II legitimó mediante la Bula Exigit Contumacium la conquista de Navarra por Fernando el Católico, que culminó así la unidad de España. Y cuando Rafael pintó las Estancias que llevan su nombre, un conjunto de frescos comparables los de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina, el Papa León X le ordenó incluir el retrato de Fernando el Católico entre los «pilares de la Cristiandad», junto a Carlomagno o Godofredo de Bouillon, caudillo de la I Cruzada. Sobre su cabeza una cartela dice en latín «Fernando Rey Católico Propagador del Imperio Cristiano».

La Bula de Alejandro VI no establecía que el título de Reyes Católicos fuese hereditario para los monarcas españoles, pero cuando en 1516 murió Fernando el Católico, se proclamó la sucesión a los gritos de «¡Vivan los Católicos Reyes doña Juana y don Carlos su hijo!». A ver quién era el valiente que les negaba el derecho a usar ese título honorífico, porque además Carlos I de España se convertiría enseguida en V de Alemania, al ser elegido Sacro Emperador Romano Germánico.

Fue esa acumulación de poder la que llevaría a la violenta interrupción de la luna de miel entre el Papa y el rey de España. Había subido al trono papal un florentino de la familia Medici, Clemente VII, que era un político intrigante y de carácter errático. Tras la victoria española en la batalla de Pavía (1525) se sintió amenazado por la supremacía española en Italia, y urdió una alianza militar con Francia, la Liga Clementina, para combatir a los españoles.

Carlos I envió entonces a su ejército directamente contra Roma. Era una fuerza multinacional, como correspondía a la Monarquía Hispánica, con 8.000 españoles, 5.000 italianos y 10.000 alemanes, muchos de los cuales eran protestantes luteranos. El 6 de mayo de 1627 el ejército imperial asaltó las murallas de Roma, rompió las defensas y se apoderó de la Ciudad Eterna. Lo que siguió es lo que la Historia denomina «el Saco de Roma», un castigo total sobre Roma y los romanos.

El Papa logró escapar entre disparos de arcabuz que por poco no le alcanzaron, y se refugió en el Castillo de Sant’Angelo, que se convirtió de hecho en una prisión de la que no saldría hasta pagar un rescate fabuloso de 400.000 ducados, pero el resto de Roma pagaría la soberbia de Clemente VII. Los cardenales eran enterrados vivos para que entregasen sus tesoros, todas las iglesias fueron saqueadas, miles de curas fueron asesinados, miles de monjas violadas… «El oprobio para las reliquias, el fuego para las iglesias, la violación para las monjas, el estupro para las madres de familia, la esclavitud para los jóvenes», cuenta un cronista contemporáneo.

El expolio de Roma duraría ocho meses, causaría 6.000 muertos y no hubo casa que no fuese saqueada, mujer que no fuese violada, familia que no tuviese que pagar rescates para salvar a sus rehenes. Sólo se salvaron los del llamado «partido español», que encabezaba la familia Colonna, cuyas casas y personas fueron protegidas por los soldados españoles, que mantenían la disciplina dentro de la barbarie desatada.

Y tras el castigo físico vino la humillación. Tres años después del Saco, Clemente VII, que se había dejado barba larga en señal de penitencia, acudió a Bolonia para coronar a Carlos como soberano del Sacro Imperio Romano Germánico, y todavía más, Carlos entraría tiempo después en Roma como caudillo victorioso, como había hecho el Gran Capitán. Para colmo, los propagandistas de Carlos I difundieron la versión de que el Saco de Roma había sido un castigo de Dios por la corrupción de la corte de Clemente VII, y que el ejército del Rey Católico había sido «el instrumento de Dios» para infligir la penitencia.

El trauma del Saco tendría consecuencias históricas. El sucesor de Carlos I, Felipe II, se tomó muy en serio el título de Rey Católico, asumió que era el defensor del catolicismo frente a sus enemigos y que incluso el Papa debía someterse a esta jefatura. Pero en Roma subió al trono pontificio Paulo IV, un napolitano que odiaba a los españoles. No tuvo mejor idea que excomulgar a Carlos I y a Felipe II, y desposeer a este del Reino de Nápoles.

La reacción española fue fulminante, el duque de Alba, que casualmente estaba de virrey en Nápoles, marchó con un ejército de 12.000 hombres hacia Roma. Por el camino fue venciendo a las tropas francesas y papales que le salieron al paso, y cuando llegó cerca de Roma, el recuerdo del Saco actuó como una purga: el Papa ordenó abrir las puertas de las murallas, se rindió y pidió perdón. El duque de Alba protagonizó en septiembre de 1557 una nueva entrada triunfal en Roma de un ejército español, y Paulo IV se retiró de la política.

La preminencia del Rey Católico en Roma se manifestaría en cuestiones anecdóticas, como la celebración de corridas toros en el Mausoleo de Augusto o la quema de fallas en la Plaza de España durante las festividades españolas, y en honores de difícil comprensión desde la perspectiva actual, como que en tiempos de Felipe IV Inocencio X dictase la Constitución Apostólica Sacri Apostolatus, por la que los reyes de España son por derecho protocanónicos de la basílica de Santa María Mayor, precisamente donde va a ser enterrado el Papa Francisco.

Otros privilegios tenían más calado político, como el derecho de veto sobre la elección papal. Nada menos que en diez ocasiones, un cardenal elegido Papa por el cónclave tuvo que renunciar al papado, porque «el cardenal de España», siguiendo instrucciones del Rey Católico, ejercía «la Exclusiva», un derecho de veto de origen medieval que Felipe III resucitó en 1605. 

La víctima de ese primer veto en tiempos modernos fue el cardenal Baronio, que había cometido el error de atacar el culto español a Santiago. El décimo y último veto español lo ejerció Fernando VII en 1830 contra el cardenal Giustiniani, que tenía simpatías por el carlismo. Por uno de esos sarcasmos de la Historia, un rey de España tristemente absolutista impidió que un ultrarreacionario fuese Papa.

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