El misterio Klemperer

«¡Atroz novedad; / nada a los oídos, todo para la vista!», escribió Baudelaire en su poema «Sueño parisiense», reflejando la transferencia de sentidos que se había producido en la ciudad, donde el ojo desplazaba al órgano de lo sagrado. Por eso los ciegos, que en la Edad Media habían sido depositarios de Dios, en Las flores del mal son ya solo una tropa de borrachos. En nuestro actual mundo virtual e hipertecnificado, la sordera no ha hecho más que intensificarse. Vivimos rodeados de un constante bombardeo de imágenes que en gran medida han perdido su significado y que a menudo vienen acompañadas de ruido y jaleo. La palabra misma se ha convertido en una pancarta que solo transporta información y publicidad, consignas. 

Empezar, pues, en este hábitat una nueva sección dedicada a la mal llamada música clásica –aunque peor sería denominarla «seria» o «culta»– podría parecer una empresa absurda e inútil. Sin embargo, como diría el príncipe de Dinamarca, there is method in my madness. El gran director y filósofo rumano Sergiu Celibidache consideraba que la grabación mataba la esencia de la música porque el micrófono no era capaz de captar todos los matices del sonido vivo. El disco, decía, es una fotografía de algo que no se puede fotografiar. La ejecución de una sonata o de una sinfonía es un ejercicio efímero que abre un tiempo paralelo al propio, cuya naturaleza transforma al terminar. Nuestro tiempo lineal y biológico sufre una enigmática alteración con ese final que no acaba. Una audición verdadera es indisociable del espacio en que la música nace, se desarrolla y muere.

De todos modos –y sin quitarle la razón a Celibidache–, convengamos en que nosotros podemos y debemos abrir espacios de escucha en este mundo delirante que hemos creado. Y que la tecnología, con todos sus peligros, puede ser también una aliada, aunque solo sea para intuir lo que es el verdadero arte, como los prisioneros en la cueva de Platón. Tras un siglo de industria discográfica, en que el disfrute de la música pasó de constituir una experiencia única y privilegiada –al principio las partituras solían interpretarse una sola vez, durante la ocasión para la que habían sido compuestas– a ser un entretenimiento colectivo y privado, ahora internet ha puesto al alcance de todo el mundo la totalidad de la música conservada en todas las versiones existentes.

Ni siquiera el melómano más obsesivo podría comparar la nutrida discoteca de su casa con el alef musical que ahora se vislumbra en las distintas plataformas digitales. El aficionado de hoy en día, además de disfrutar de todas las novedades, puede comparar versiones canónicas en nuevas ediciones, recuperar grabaciones perdidas, contrastar la manera en que este o aquel director abordan un movimiento de una determinada sinfonía, saltar de un siglo a otro, escuchar entrevistas con solistas y compositores, ver videos de ensayos, documentales, conciertos. La audición en la era de la reproductibilidad técnica es una especie de isla de Próspero de las mil maravillas. Sabemos que la verdad está fuera de ella, en la vivencia del sonido, pero mientras dure el destierro podemos divertirnos recordando. Porque eso es una grabación: un recuerdo. También la imprenta, por su parte, generalizó una lectura individual y en silencio que incluso creó nuevos géneros y una galaxia cultural que ahora da paso a otra, táctil y aún incipiente, menesterosa de oído. 

El propósito de esta nueva sección estriba, por tanto, en guiar al internauta interesado por los infinitos anaqueles digitales, comentando reediciones de clásicos, nuevos compositores, comparando versiones, recomendando sitios, compartiendo, en definitiva, las pasiones de un oyente lego, como llamaba Juan Benet a los aficionados sin titulación musical que sin embargo nos empeñamos en decir la nuestra acerca del arte más enigmático, universal, persistente e incorruptible. El lenguaje en el que todas las lenguas acaban, al decir de Rilke.

Como concierto inaugural, proponemos la antología que acaba de publicar el sello Warner, The Great Symphonies, del director alemán Otto Klemperer (1885-1973). Klemperer quizá sea el mejor director, de entre los grandes de la vieja escuela, para entender la música sinfónica. Su estilo a menudo ha sido calificado de «granítico», «imperial» o «inexpresivo», por su total rechazo del sentimentalismo, en las antípodas de su colega y rival Bruno Walter, discípulo como él de Gustav Mahler. (Klemperer se definía como «inmoralista» frente al «moralista» Walter). Pero en realidad se trata de otra cosa bastante más compleja.

«Klemperer no era un director de estudio, sino que procedía de otra era, justamente aquella que Celibidache añoraba y reivindicaba»

La figura de Klemperer atraviesa todo el siglo XX. Durante su juventud, fue uno de los directores europeos más solicitados, junto a Wilhelm Furtwängler, Erich Kleiber o Arturo Toscanini. Como titular de la Ópera Kroll en Berlín, en plena efervescencia cultural de la República de Weimar, promociona la obra revolucionaria de Schoenberg, Paul Hindemith o Kurt Weill, asumiendo los postulados de la Neue Sachlichkeit, la «Nueva objetividad», una escuela que reaccionó contra los dictados del tardorromanticismo. Como judío, tuvo que abandonar Alemania con la llegada de Hitler, viéndose obligado a emigrar primero a Europa oriental y luego a Estados Unidos, donde trabajó en distintas orquestas sin sentirse nunca demasiado a gusto en el país.

Klemperer era una personalidad compleja. Depresivo y bipolar, durante la posguerra sufrió ataques de locura y fue operado con éxito de un tumor cerebral que le dejó una leve hemiplejia. A partir de entonces, su particular forma de hablar con la boca torcida y un inglés atroz pasó a ser una especie de caricatura común en el mundo musical, donde por otra parte era una figura respetada y temida. Cuando parecía que su carrera iba a languidecer, en la década de 1950, el productor Walter Legge, responsable de EMI, le contrató como titular de la recién creada orquesta Philharmonia de Londres. Legge tomó la decisión después de escuchar a Klemperer dirigir una sinfonía de Mozart y quedarse, en sus propias palabras, «extasiado».

El Klemperer que nos ha quedado en su discografía es el resultado de esa colaboración. Durante unos veinte años, hasta su retiro en 1971, Klemperer trabajó a fondo con la Philharmonia –que luego, cuando se independizó de Legge, pasó a llamarse «New Philharmonia», aún bajo la dirección del viejo maestro– en lo que se ha calificado como a long Indian summer, una larga y espectacular despedida otoñal. Klemperer no era un director de estudio, sino que procedía de otra era, justamente aquella que Celibidache añoraba y reivindicaba, previa a la manipulación técnica. Por eso sus grabaciones son hoy en día un tesoro, la conserva en ámbar de una concepción musical desaparecida.

Se ha hablado a menudo del «misterio Klemperer». ¿De dónde sale esa especial sonoridad, siempre contenida, exacta, pero a la vez fluida y lírica? La antología a la que nos referimos, The Great Symphonies, contiene una muestra de su mejor arte. Están la Júpiter de Mozart, la 95 de Haydn, la del «Nuevo Mundo» de Dvorak, la inacabada de Schubert, la cuarta de Schumann, la tercera de Mendelssohn, la tercera de Brahms, la quinta de Beethoven, la cuarta de Tchaikovsky, la fantástica de Berlioz, la octava de Bruckner y la novena de Mahler. Y todas son perfectas.

Los tempi de Klemperer son siempre amplios, pausados antes que lentos, lo justo para que la música respire. A menudo su mano invierte las tendencias y allí donde todos aceleran –por ejemplo, en un scherzo–, él ralentiza. Y allí donde los más complacientes y emocionales se regodean –casi siempre en un adagio–, él acelera, pero sin perder el pulso. El resultado es un fraseo único, inimitable, de una sola respiración que no se quiebra nunca, algo que ningún director ha conseguido jamás con tanta mesura, tensión y exactitud. Bajo su batuta, por ejemplo, el maravilloso movimiento final de la novena de Mahler se despoja de toda adherencia ornamental y se convierte en un poderoso lamento interior, más atento a la verdad que a la belleza.

Klemperer abre el oído a otra dimensión que no es exactamente trascendental ni tampoco terrenal, a medio camino entre Furtwängler y Toscanini. Su lectura de Brahms, por ejemplo, no tiene parangón. Nadie ha conseguido balancear el principio de la cuarta con tanta propiedad. Uno puede escucharlo una y mil veces sin entender cómo lo hace. Ocurre lo mismo con su Mozart, con su Beethoven –excepcional de principio a fin–, con la quinta de Tchaikovsky, con la tercera de Mendelssohn y con la fabulosa octava de Bruckner. Klemperer además privilegia siempre las maderas, que muchos directores tienden a difuminar bajo los metales y las cuerdas, algo que da a sus versiones una claridad de aristas muy característica y reconocible. 

Las grabaciones de Klemperer son a la vez un recuerdo de lo que era la música antes de su transformación técnica y la prueba del milagro de supervivencia gracias a la misma.

 «¡Atroz novedad; / nada a los oídos, todo para la vista!», escribió Baudelaire en su poema «Sueño parisiense», reflejando la transferencia de sentidos que se había  

«¡Atroz novedad; / nada a los oídos, todo para la vista!», escribió Baudelaire en su poema «Sueño parisiense», reflejando la transferencia de sentidos que se había producido en la ciudad, donde el ojo desplazaba al órgano de lo sagrado. Por eso los ciegos, que en la Edad Media habían sido depositarios de Dios, en Las flores del mal son ya solo una tropa de borrachos. En nuestro actual mundo virtual e hipertecnificado, la sordera no ha hecho más que intensificarse. Vivimos rodeados de un constante bombardeo de imágenes que en gran medida han perdido su significado y que a menudo vienen acompañadas de ruido y jaleo. La palabra misma se ha convertido en una pancarta que solo transporta información y publicidad, consignas. 

Empezar, pues, en este hábitat una nueva sección dedicada a la mal llamada música clásica –aunque peor sería denominarla «seria» o «culta»– podría parecer una empresa absurda e inútil. Sin embargo, como diría el príncipe de Dinamarca, there is method in my madness. El gran director y filósofo rumano Sergiu Celibidache consideraba que la grabación mataba la esencia de la música porque el micrófono no era capaz de captar todos los matices del sonido vivo. El disco, decía, es una fotografía de algo que no se puede fotografiar. La ejecución de una sonata o de una sinfonía es un ejercicio efímero que abre un tiempo paralelo al propio, cuya naturaleza transforma al terminar. Nuestro tiempo lineal y biológico sufre una enigmática alteración con ese final que no acaba. Una audición verdadera es indisociable del espacio en que la música nace, se desarrolla y muere.

De todos modos –y sin quitarle la razón a Celibidache–, convengamos en que nosotros podemos y debemos abrir espacios de escucha en este mundo delirante que hemos creado. Y que la tecnología, con todos sus peligros, puede ser también una aliada, aunque solo sea para intuir lo que es el verdadero arte, como los prisioneros en la cueva de Platón. Tras un siglo de industria discográfica, en que el disfrute de la música pasó de constituir una experiencia única y privilegiada –al principio las partituras solían interpretarse una sola vez, durante la ocasión para la que habían sido compuestas– a ser un entretenimiento colectivo y privado, ahora internet ha puesto al alcance de todo el mundo la totalidad de la música conservada en todas las versiones existentes.

Ni siquiera el melómano más obsesivo podría comparar la nutrida discoteca de su casa con el alef musical que ahora se vislumbra en las distintas plataformas digitales. El aficionado de hoy en día, además de disfrutar de todas las novedades, puede comparar versiones canónicas en nuevas ediciones, recuperar grabaciones perdidas, contrastar la manera en que este o aquel director abordan un movimiento de una determinada sinfonía, saltar de un siglo a otro, escuchar entrevistas con solistas y compositores, ver videos de ensayos, documentales, conciertos. La audición en la era de la reproductibilidad técnica es una especie de isla de Próspero de las mil maravillas. Sabemos que la verdad está fuera de ella, en la vivencia del sonido, pero mientras dure el destierro podemos divertirnos recordando. Porque eso es una grabación: un recuerdo. También la imprenta, por su parte, generalizó una lectura individual y en silencio que incluso creó nuevos géneros y una galaxia cultural que ahora da paso a otra, táctil y aún incipiente, menesterosa de oído. 

El propósito de esta nueva sección estriba, por tanto, en guiar al internauta interesado por los infinitos anaqueles digitales, comentando reediciones de clásicos, nuevos compositores, comparando versiones, recomendando sitios, compartiendo, en definitiva, las pasiones de un oyente lego, como llamaba Juan Benet a los aficionados sin titulación musical que sin embargo nos empeñamos en decir la nuestra acerca del arte más enigmático, universal, persistente e incorruptible. El lenguaje en el que todas las lenguas acaban, al decir de Rilke.

Como concierto inaugural, proponemos la antología que acaba de publicar el sello Warner, The Great Symphonies, del director alemán Otto Klemperer (1885-1973). Klemperer quizá sea el mejor director, de entre los grandes de la vieja escuela, para entender la música sinfónica. Su estilo a menudo ha sido calificado de «granítico», «imperial» o «inexpresivo», por su total rechazo del sentimentalismo, en las antípodas de su colega y rival Bruno Walter, discípulo como él de Gustav Mahler. (Klemperer se definía como «inmoralista» frente al «moralista» Walter). Pero en realidad se trata de otra cosa bastante más compleja.

«Klemperer no era un director de estudio, sino que procedía de otra era, justamente aquella que Celibidache añoraba y reivindicaba»

La figura de Klemperer atraviesa todo el siglo XX. Durante su juventud, fue uno de los directores europeos más solicitados, junto a Wilhelm Furtwängler, Erich Kleiber o Arturo Toscanini. Como titular de la Ópera Kroll en Berlín, en plena efervescencia cultural de la República de Weimar, promociona la obra revolucionaria de Schoenberg, Paul Hindemith o Kurt Weill, asumiendo los postulados de la Neue Sachlichkeit, la «Nueva objetividad», una escuela que reaccionó contra los dictados del tardorromanticismo. Como judío, tuvo que abandonar Alemania con la llegada de Hitler, viéndose obligado a emigrar primero a Europa oriental y luego a Estados Unidos, donde trabajó en distintas orquestas sin sentirse nunca demasiado a gusto en el país.

Klemperer era una personalidad compleja. Depresivo y bipolar, durante la posguerra sufrió ataques de locura y fue operado con éxito de un tumor cerebral que le dejó una leve hemiplejia. A partir de entonces, su particular forma de hablar con la boca torcida y un inglés atroz pasó a ser una especie de caricatura común en el mundo musical, donde por otra parte era una figura respetada y temida. Cuando parecía que su carrera iba a languidecer, en la década de 1950, el productor Walter Legge, responsable de EMI, le contrató como titular de la recién creada orquesta Philharmonia de Londres. Legge tomó la decisión después de escuchar a Klemperer dirigir una sinfonía de Mozart y quedarse, en sus propias palabras, «extasiado».

El Klemperer que nos ha quedado en su discografía es el resultado de esa colaboración. Durante unos veinte años, hasta su retiro en 1971, Klemperer trabajó a fondo con la Philharmonia –que luego, cuando se independizó de Legge, pasó a llamarse «New Philharmonia», aún bajo la dirección del viejo maestro– en lo que se ha calificado como a long Indian summer, una larga y espectacular despedida otoñal. Klemperer no era un director de estudio, sino que procedía de otra era, justamente aquella que Celibidache añoraba y reivindicaba, previa a la manipulación técnica. Por eso sus grabaciones son hoy en día un tesoro, la conserva en ámbar de una concepción musical desaparecida.

Se ha hablado a menudo del «misterio Klemperer». ¿De dónde sale esa especial sonoridad, siempre contenida, exacta, pero a la vez fluida y lírica? La antología a la que nos referimos, The Great Symphonies, contiene una muestra de su mejor arte. Están la Júpiter de Mozart, la 95 de Haydn, la del «Nuevo Mundo» de Dvorak, la inacabada de Schubert, la cuarta de Schumann, la tercera de Mendelssohn, la tercera de Brahms, la quinta de Beethoven, la cuarta de Tchaikovsky, la fantástica de Berlioz, la octava de Bruckner y la novena de Mahler. Y todas son perfectas.

Los tempi de Klemperer son siempre amplios, pausados antes que lentos, lo justo para que la música respire. A menudo su mano invierte las tendencias y allí donde todos aceleran –por ejemplo, en un scherzo–, él ralentiza. Y allí donde los más complacientes y emocionales se regodean –casi siempre en un adagio–, él acelera, pero sin perder el pulso. El resultado es un fraseo único, inimitable, de una sola respiración que no se quiebra nunca, algo que ningún director ha conseguido jamás con tanta mesura, tensión y exactitud. Bajo su batuta, por ejemplo, el maravilloso movimiento final de la novena de Mahler se despoja de toda adherencia ornamental y se convierte en un poderoso lamento interior, más atento a la verdad que a la belleza.

Klemperer abre el oído a otra dimensión que no es exactamente trascendental ni tampoco terrenal, a medio camino entre Furtwängler y Toscanini. Su lectura de Brahms, por ejemplo, no tiene parangón. Nadie ha conseguido balancear el principio de la cuarta con tanta propiedad. Uno puede escucharlo una y mil veces sin entender cómo lo hace. Ocurre lo mismo con su Mozart, con su Beethoven –excepcional de principio a fin–, con la quinta de Tchaikovsky, con la tercera de Mendelssohn y con la fabulosa octava de Bruckner. Klemperer además privilegia siempre las maderas, que muchos directores tienden a difuminar bajo los metales y las cuerdas, algo que da a sus versiones una claridad de aristas muy característica y reconocible. 

Las grabaciones de Klemperer son a la vez un recuerdo de lo que era la música antes de su transformación técnica y la prueba del milagro de supervivencia gracias a la misma.

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