El miedo a la noche sin luz

Roma era la soberbia capital de un sofisticado imperio, capaz de cubrir Europa con una red de carreteras, de cocinar lenguas de ruiseñor o de inventar el cemento, por lo que hay edificios romanos todavía en uso, como el Panteón. Pero cuando se ocultaba el sol, los habitantes de aquella urbe, que se pavoneaban orgullosos por el mundo conocido proclamando «Civis romanus sum» (soy ciudadano romano), retrocedían a la situación del hombre de las cavernas, les atenazaba el miedo ancestral a la obscuridad de la noche.

«Hay muerte bajo cada ventana abierta a tu paso -escribía el poeta Juvenal, cuyas famosas Sátiras retrataron a la sociedad romana- Te lo aseguro: serás un temerario si acudes a una cena sin antes haber hecho testamento. Debes considerarte afortunado si pasas de noche por la calle y lo único que vierten sobre ti es el pestilente contenido de los orinales». Juvenal se refería a la costumbre de tirar cosas inservibles a la calle cuando llegaba la noche, pero también advertía de los salteadores que atacaban puñal en mano a los noctámbulos.

Naturalmente los romanos pudientes tenían formas de superar esa situación y de acudir tranquilamente a las cenas con los amigos. Si no había alumbrado público, se procuraban alumbrado privado, es decir, salían rodeados de esclavos que portaban antorchas para disipar la obscuridad.

Dos milenios después de Juvenal, Evelyn Waugh, quizá el mejor novelista inglés del siglo XX, que también disecciona a la sociedad británica mediante la ironía, se refiere a los linkmen (literalmente, enlaces), los sirvientes con luces que en el siglo XVIII asistían a los caballeros cuando salían de su club a altas horas de la noche. En su novela autobiográfica Hombres en armas, Waugh echa de menos este servicio, que había existido desde la época de los romanos hasta que en el XIX se generalizó el alumbrado público.

El escritor relata con excelente humor británico la grotesca situación que se produce en la alta sociedad inglesa en 1939, en los prolegómenos de la Segunda Guerra Mundial. Antes incluso de entrar en guerra, el Gobierno impone el «obscurecimiento» del país, para que los aviones de bombardeo nocturno no vean dónde están sus objetivos. Esto supone que, sin comenzar las hostilidades, empieza a haber bajas de guerra: «Se hablaba de incidentes y delitos durante los apagones. Fulanita había perdido su dentadura en un taxi. Mengano había sido golpeado con un saco de arena en la cabeza en Hay Hill [centro del barrio más elegante] y le habían robado las ganancias del póker. A Zutano le había atropellado una ambulancia de la Cruz Roja y le habían dado por muerto».

Aunque los bombardeos sobre Londres no comenzarían hasta el 7 de septiembre de 1940, durante ese año sin ataques la situación en la capital se torna tan «peligrosa», según la ironía de Waugh, que un amigo militar, no muy valiente, logra mediante un enchufe que lo envíen a luchar a África, porque le aterra el «obscurecimiento».

Lo más triste de todo es que cuando la Luftwaffe lanzó el llamado «Blitz» (Relámpago en alemán) sobre Londres y otras poblaciones inglesas, no sirvió de nada el obscurecimiento, porque entre los incendios que provocaban las bombas y los focos de la defensa antiaérea había suficiente claridad. La noche del 7 de septiembre comenzó el ataque sobre la capital, y Winston Churchill, en vez de refugiarse en el búnker subterráneo, se subió a la azotea del número 10 de Downing Street (residencia del primer ministro) para ver cómo se desarrollaba, haciéndose servir champán y ostras para mejor pasar el rato.

«La idea era tratarlos con desdén –afirma Churchill en sus memorias refriéndose a los bombardeos- Los teatros estaban llenos y las calles obscurecidas atestadas de tráfico». Aunque el ataque alemán siguió durante 57 noches consecutivas, más de un millón de hogares fueron destruidos y murieron 40 000, la mitad de ellos en Londres, los londinenses mostraron menos miedo que durante el anterior año de obscurecimiento.

Hágase la luz

La lucha contra ese temor ominoso que provoca la obscuridad nocturna comenzó en España en el siglo IX, en la Córdoba califal de Abderramán II, que fue la primera ciudad del mundo con alumbrado público y pavimentación. Ese esplendor se mantendría durante dos siglos, hasta la disolución del Califato y la fragmentación de la España musulmana en pequeños Reinos de Taifas, lo que supondría su decadencia imparable. Como curiosidad, la iluminación callejera no volvería a Córdoba hasta ocho siglos después, hasta una Real Orden de 1831 por la que se instalaron en la ciudad andaluza 713 faroles y 221 reverberos alimentados con aceite.

Entre ambas fechas hubo una lenta marcha para disipar la obscuridad de las ciudades. Se conocen ordenanzas francesas del siglo XVI mandando a los vecinos colocar luces en el exterior de sus casas o, más adelante, ordenando instalar faroles en las esquinas, y en el siglo XVII se organizó un cuerpo de serenos para encender y apagar dichos faroles. En 1807 se utilizó por primera vez la iluminación pública por gas, fue en Londres y solamente en el lado de una calle, precisamente Pall Mall, donde están los clubes más aristocráticos.

Un sereno farolero enciende el último farol de keroseno de Buenos Aires en 1931. | Facebook

El alumbrado de gas duraría un siglo, llegó hasta el siglo XX, aunque tenía la batalla perdida frente al alumbrado eléctrico, el único que concebimos hoy día. En la década de 1880 comenzaron a instalarse alumbrados eléctricos experimentales en ciudades de todo el mundo, desde Rumanía a Costa Rica. En Estados Unidos, donde era la iniciativa privada quien decidía las grandes cuestiones, se produjo una guerra a muerte entre las compañías de Edison y Westinghouse, disputándose el mercado de consumo eléctrico más importante del mundo. Edison, que más que inventor era un hombre de negocios, decía que iba a ofrecer iluminación eléctrica tan barata que sólo los ricos utilizarían ya las velas, lo que resultó profético, pues para los americanos cenar a la luz de las velas es el colmo del refinamiento.

En España la pionera fue Comillas, una pequeña población costera de Cantabria, aunque no se trataba en realidad de alumbrado público, sino de un capricho del ricachón local, el famoso indiano Antonio López y López, marqués de Comillas. En el verano de 1881, aprovechando el veraneo en el Norte de Alfonso XII, que tres años antes le había otorgado el título nobiliario, López y López invitó al rey a Comillas, y para agasajarlo instaló, por su cuenta y pagando de su bolsillo, iluminación eléctrica en la villa. Sin embargo, el auténtico alumbrado público tuvo como ciudad adelantada a Jerez de la Frontera, que encendió la luz de las calles en 1890, aunque no sería en toda la ciudad, sino solamente 22 farolas en el centro histórico.

 Roma era la soberbia capital de un sofisticado imperio, capaz de cubrir Europa con una red de carreteras, de cocinar lenguas de ruiseñor o de inventar  

Roma era la soberbia capital de un sofisticado imperio, capaz de cubrir Europa con una red de carreteras, de cocinar lenguas de ruiseñor o de inventar el cemento, por lo que hay edificios romanos todavía en uso, como el Panteón. Pero cuando se ocultaba el sol, los habitantes de aquella urbe, que se pavoneaban orgullosos por el mundo conocido proclamando «Civis romanus sum» (soy ciudadano romano), retrocedían a la situación del hombre de las cavernas, les atenazaba el miedo ancestral a la obscuridad de la noche.

«Hay muerte bajo cada ventana abierta a tu paso -escribía el poeta Juvenal, cuyas famosas Sátiras retrataron a la sociedad romana- Te lo aseguro: serás un temerario si acudes a una cena sin antes haber hecho testamento. Debes considerarte afortunado si pasas de noche por la calle y lo único que vierten sobre ti es el pestilente contenido de los orinales». Juvenal se refería a la costumbre de tirar cosas inservibles a la calle cuando llegaba la noche, pero también advertía de los salteadores que atacaban puñal en mano a los noctámbulos.

Naturalmente los romanos pudientes tenían formas de superar esa situación y de acudir tranquilamente a las cenas con los amigos. Si no había alumbrado público, se procuraban alumbrado privado, es decir, salían rodeados de esclavos que portaban antorchas para disipar la obscuridad.

Dos milenios después de Juvenal, Evelyn Waugh, quizá el mejor novelista inglés del siglo XX, que también disecciona a la sociedad británica mediante la ironía, se refiere a los linkmen (literalmente, enlaces), los sirvientes con luces que en el siglo XVIII asistían a los caballeros cuando salían de su club a altas horas de la noche. En su novela autobiográfica Hombres en armas, Waugh echa de menos este servicio, que había existido desde la época de los romanos hasta que en el XIX se generalizó el alumbrado público.

El escritor relata con excelente humor británico la grotesca situación que se produce en la alta sociedad inglesa en 1939, en los prolegómenos de la Segunda Guerra Mundial. Antes incluso de entrar en guerra, el Gobierno impone el «obscurecimiento» del país, para que los aviones de bombardeo nocturno no vean dónde están sus objetivos. Esto supone que, sin comenzar las hostilidades, empieza a haber bajas de guerra: «Se hablaba de incidentes y delitos durante los apagones. Fulanita había perdido su dentadura en un taxi. Mengano había sido golpeado con un saco de arena en la cabeza en Hay Hill [centro del barrio más elegante] y le habían robado las ganancias del póker. A Zutano le había atropellado una ambulancia de la Cruz Roja y le habían dado por muerto».

Aunque los bombardeos sobre Londres no comenzarían hasta el 7 de septiembre de 1940, durante ese año sin ataques la situación en la capital se torna tan «peligrosa», según la ironía de Waugh, que un amigo militar, no muy valiente, logra mediante un enchufe que lo envíen a luchar a África, porque le aterra el «obscurecimiento».

Lo más triste de todo es que cuando la Luftwaffe lanzó el llamado «Blitz» (Relámpago en alemán) sobre Londres y otras poblaciones inglesas, no sirvió de nada el obscurecimiento, porque entre los incendios que provocaban las bombas y los focos de la defensa antiaérea había suficiente claridad. La noche del 7 de septiembre comenzó el ataque sobre la capital, y Winston Churchill, en vez de refugiarse en el búnker subterráneo, se subió a la azotea del número 10 de Downing Street (residencia del primer ministro) para ver cómo se desarrollaba, haciéndose servir champán y ostras para mejor pasar el rato.

«La idea era tratarlos con desdén –afirma Churchill en sus memorias refriéndose a los bombardeos- Los teatros estaban llenos y las calles obscurecidas atestadas de tráfico». Aunque el ataque alemán siguió durante 57 noches consecutivas, más de un millón de hogares fueron destruidos y murieron 40 000, la mitad de ellos en Londres, los londinenses mostraron menos miedo que durante el anterior año de obscurecimiento.

La lucha contra ese temor ominoso que provoca la obscuridad nocturna comenzó en España en el siglo IX, en la Córdoba califal de Abderramán II, que fue la primera ciudad del mundo con alumbrado público y pavimentación. Ese esplendor se mantendría durante dos siglos, hasta la disolución del Califato y la fragmentación de la España musulmana en pequeños Reinos de Taifas, lo que supondría su decadencia imparable. Como curiosidad, la iluminación callejera no volvería a Córdoba hasta ocho siglos después, hasta una Real Orden de 1831 por la que se instalaron en la ciudad andaluza 713 faroles y 221 reverberos alimentados con aceite.

Entre ambas fechas hubo una lenta marcha para disipar la obscuridad de las ciudades. Se conocen ordenanzas francesas del siglo XVI mandando a los vecinos colocar luces en el exterior de sus casas o, más adelante, ordenando instalar faroles en las esquinas, y en el siglo XVII se organizó un cuerpo de serenos para encender y apagar dichos faroles. En 1807 se utilizó por primera vez la iluminación pública por gas, fue en Londres y solamente en el lado de una calle, precisamente Pall Mall, donde están los clubes más aristocráticos.

Un sereno farolero enciende el último farol de keroseno de Buenos Aires en 1931. | Facebook

El alumbrado de gas duraría un siglo, llegó hasta el siglo XX, aunque tenía la batalla perdida frente al alumbrado eléctrico, el único que concebimos hoy día. En la década de 1880 comenzaron a instalarse alumbrados eléctricos experimentales en ciudades de todo el mundo, desde Rumanía a Costa Rica. En Estados Unidos, donde era la iniciativa privada quien decidía las grandes cuestiones, se produjo una guerra a muerte entre las compañías de Edison y Westinghouse, disputándose el mercado de consumo eléctrico más importante del mundo. Edison, que más que inventor era un hombre de negocios, decía que iba a ofrecer iluminación eléctrica tan barata que sólo los ricos utilizarían ya las velas, lo que resultó profético, pues para los americanos cenar a la luz de las velas es el colmo del refinamiento.

En España la pionera fue Comillas, una pequeña población costera de Cantabria, aunque no se trataba en realidad de alumbrado público, sino de un capricho del ricachón local, el famoso indiano Antonio López y López, marqués de Comillas. En el verano de 1881, aprovechando el veraneo en el Norte de Alfonso XII, que tres años antes le había otorgado el título nobiliario, López y López invitó al rey a Comillas, y para agasajarlo instaló, por su cuenta y pagando de su bolsillo, iluminación eléctrica en la villa. Sin embargo, el auténtico alumbrado público tuvo como ciudad adelantada a Jerez de la Frontera, que encendió la luz de las calles en 1890, aunque no sería en toda la ciudad, sino solamente 22 farolas en el centro histórico.

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