Respeto todas las profesiones, todos los esfuerzos que hace cada uno para ganarse la subsistencia en este mundo implacable. Pero admirar… solo admiro a los médicos, que obran para curar los cuerpos, y a los poetas, que iluminan el espíritu. Quizá también, si me apuras, a los policías, que buscan la justicia y el orden, y a los agricultores. Pero los demás me parecen unos saltimbanquis. Entre ellos, los periodistas, entre ellos y yo, qué le vamos a hacer.
Y a propósito de periodistas, fui el otro día al preestreno, en el cine Renoir Princesa, de Madrid, de un documental de uno que era carismático. Yo lo veía en la tele cuando era chico. Me gustaban los silencios de falsa intimidad de su escenografía, que se atrevía a abrir silencios teatrales, agónicos, entre la respuesta del interlocutor y su siguiente pregunta o comentario; que forzaba a decir más, y que, supongo, muchas veces los inquietaba. Eran pausas que te mantenían en vilo. Porque casi no hay cosa que más asuste que el silencio. Excepto para Azorín, Baroja y el torero Machaquito, que como es fama, después de dar un paseo por el Retiro de una hora, sin despegar los labios, sin decir ninguno una palabra, a la salida se despidieron diciendo: «¡Qué buen rato hemos pasado! ¡Tenemos que repetirlo!». Pero son casos excepcionales.
Había que tener aplomo para callarse. Estar muy seguro para callarse. Había en aquellos silencios del Loco de la Colina la sugestión de todo lo que quedaba por decir en el fondo. La idea de que el silencio también puede ser un vínculo. Contigo. Y de que, el hombre, aunque sea un mono gramático, es mucho más de lo que verbaliza. Lo cual es verdad, ya que como sabemos, el lenguaje no está pegado a las cosas, con un mapa 1/1. Está despegado, despegado.
Pero bueno, estoy aquí repitiendo lugares comunes y anécdotas que ya he repetido muchas veces. Vuelvo al Loco. El Loco de la Colina.
El documental (dos episodios de 50 minutos) me tuvo muy atento, muy entretenido. Se reproducen algunos fragmentos de sus programas televisivos, que, por el trabajo previo que se intuye, y del que dan fe, entre otros, sus dos hijas, que le veneran aunque no ciegamente, y su amada durante unos años y buena amiga siempre, Joana Bonet, que explicaban la humanidad de aquella bestia mediática, sin la cual es difícil penetrar en el otro y sostener aquellos silencios de calidad de los que hablaba, y su presencia estudiada, coqueta, graciosa y auténtica, tan característica e inolvidable (aquellos rizos, aquellos fulares y chalecos que no llevarías jamás, pero que a él le hacían parecer un príncipe oriental caído por casualidad en un entorno demasiado prosaico sin fantasía), y aquella desenvoltura, y aquella sonrisa, y aquella, diría, simpatía reservada, todo lo cual desmiente la tesis de Cela según la cual la entrevista es un género en el que uno trabaja y el otro cobra, no era cosa que se consiguiese fácil. Cobraba el Loco pero de una manera meritoria y trabajada.
«La irrupción de aquellos Sardá y Navarro suponía la campanada a muerte de una idea de las posibilidades humanistas de la televisión»
La otra noche viendo el documental, recordé muchas cosas, entre ellas algunos logros asombrosos del Loco de la Colina, como por ejemplo los de la época tardía en que visitaba las cárceles y entrevistaba a los más redomados criminales, la hez de la sociedad a la que nadie escucha, pero en la que él creía que había algo que aprender.
Y también recordé aquella época final de cuando entrevistaba, interpelaba, a los nuevos agentes de la telebasura, figuras diabólicas que irrumpían en su patio y que le obsesionaban. Ya entonces comprendí que le obsesionaban demasiado, porque la irrupción en el espacio público de aquellos Sardá y Navarro —él también lo comprendía perfectamente, o lo intuía—, suponía el redoble, la campanada a muerte de una idea de las posibilidades humanistas de la televisión tal como las concebía y tal como las practicaba.
Yo era un chico, estaba en el comedor de la casa de mis padres, veía al Loco con su fular al cuello, combatiendo a aquellos representantes del signo de los nuevos tiempos, aquellos desgraciados que se reían de otros desgraciados, para hacer reír a otros desgraciados… y quería decirle: «Pero qué haces Loco, por qué no pasas de ellos y vas a lo tuyo, que estaba muy bien». Pero él, obsesionado, no podía salir de aquel bucle, y, claro, no me oía.
Respeto todas las profesiones, todos los esfuerzos que hace cada uno para ganarse la subsistencia en este mundo implacable. Pero admirar… solo admiro a los médicos,
Respeto todas las profesiones, todos los esfuerzos que hace cada uno para ganarse la subsistencia en este mundo implacable. Pero admirar… solo admiro a los médicos, que obran para curar los cuerpos, y a los poetas, que iluminan el espíritu. Quizá también, si me apuras, a los policías, que buscan la justicia y el orden, y a los agricultores. Pero los demás me parecen unos saltimbanquis. Entre ellos, los periodistas, entre ellos y yo, qué le vamos a hacer.
Y a propósito de periodistas, fui el otro día al preestreno, en el cine Renoir Princesa, de Madrid, de un documental de uno que era carismático. Yo lo veía en la tele cuando era chico. Me gustaban los silencios de falsa intimidad de su escenografía, que se atrevía a abrir silencios teatrales, agónicos, entre la respuesta del interlocutor y su siguiente pregunta o comentario; que forzaba a decir más, y que, supongo, muchas veces los inquietaba. Eran pausas que te mantenían en vilo. Porque casi no hay cosa que más asuste que el silencio. Excepto para Azorín, Baroja y el torero Machaquito, que como es fama, después de dar un paseo por el Retiro de una hora, sin despegar los labios, sin decir ninguno una palabra, a la salida se despidieron diciendo: «¡Qué buen rato hemos pasado! ¡Tenemos que repetirlo!». Pero son casos excepcionales.
Había que tener aplomo para callarse. Estar muy seguro para callarse. Había en aquellos silencios del Loco de la Colina la sugestión de todo lo que quedaba por decir en el fondo. La idea de que el silencio también puede ser un vínculo. Contigo. Y de que, el hombre, aunque sea un mono gramático, es mucho más de lo que verbaliza. Lo cual es verdad, ya que como sabemos, el lenguaje no está pegado a las cosas, con un mapa 1/1. Está despegado, despegado.
Pero bueno, estoy aquí repitiendo lugares comunes y anécdotas que ya he repetido muchas veces. Vuelvo al Loco. El Loco de la Colina.
El documental (dos episodios de 50 minutos) me tuvo muy atento, muy entretenido. Se reproducen algunos fragmentos de sus programas televisivos, que, por el trabajo previo que se intuye, y del que dan fe, entre otros, sus dos hijas, que le veneran aunque no ciegamente, y su amada durante unos años y buena amiga siempre, Joana Bonet, que explicaban la humanidad de aquella bestia mediática, sin la cual es difícil penetrar en el otro y sostener aquellos silencios de calidad de los que hablaba, y su presencia estudiada, coqueta, graciosa y auténtica, tan característica e inolvidable (aquellos rizos, aquellos fulares y chalecos que no llevarías jamás, pero que a él le hacían parecer un príncipe oriental caído por casualidad en un entorno demasiado prosaico sin fantasía), y aquella desenvoltura, y aquella sonrisa, y aquella, diría, simpatía reservada, todo lo cual desmiente la tesis de Cela según la cual la entrevista es un género en el que uno trabaja y el otro cobra, no era cosa que se consiguiese fácil. Cobraba el Loco pero de una manera meritoria y trabajada.
«La irrupción de aquellos Sardá y Navarro suponía la campanada a muerte de una idea de las posibilidades humanistas de la televisión»
La otra noche viendo el documental, recordé muchas cosas, entre ellas algunos logros asombrosos del Loco de la Colina, como por ejemplo los de la época tardía en que visitaba las cárceles y entrevistaba a los más redomados criminales, la hez de la sociedad a la que nadie escucha, pero en la que él creía que había algo que aprender.
Y también recordé aquella época final de cuando entrevistaba, interpelaba, a los nuevos agentes de la telebasura, figuras diabólicas que irrumpían en su patio y que le obsesionaban. Ya entonces comprendí que le obsesionaban demasiado, porque la irrupción en el espacio público de aquellos Sardá y Navarro —él también lo comprendía perfectamente, o lo intuía—, suponía el redoble, la campanada a muerte de una idea de las posibilidades humanistas de la televisión tal como las concebía y tal como las practicaba.
Yo era un chico, estaba en el comedor de la casa de mis padres, veía al Loco con su fular al cuello, combatiendo a aquellos representantes del signo de los nuevos tiempos, aquellos desgraciados que se reían de otros desgraciados, para hacer reír a otros desgraciados… y quería decirle: «Pero qué haces Loco, por qué no pasas de ellos y vas a lo tuyo, que estaba muy bien». Pero él, obsesionado, no podía salir de aquel bucle, y, claro, no me oía.
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