El imperio de Dios

Una rama de la Tradición hermética (o Tradición sin más) cree que el imperio romano sigue presente en nuestros días a través de la Iglesia y de su cabeza, el Papa, único mandatario actual que ha conservado el poder pontifical y divinizado de un emperador romano. Esta rama de la Tradición nos invita a pensar en los vínculos que tenía la Iglesia con el imperio en tiempos de Constantino. ¿Por qué el emperador creyó que el cristianismo, hasta entonces perseguido, podía ser beneficioso para el imperio? Porque la Iglesia tenía ya una estructura que se correspondía con la del imperio, con obispos que dirigían comunidades locales, especialmente en las ciudades. Había por lo tanto una jerarquía con obispos, presbíteros y sacerdotes que recorría todo el imperio, y el obispo de Roma era ya una figura respetada. El mapa del imperio coincidía con el mapa del cristianismo, y Constantino pensó que aceptar la doctrina de Jesús podía ser un elemento vertebrador del sistema en lugar de un foco desintegrador. A partir de ese momento, el imperio y el cristianismo avanzan juntos hasta las invasiones bárbaras.

Me está hablando Vilfredo Requejo, un zamorano miembro de una asociación hermética de París al que conocí al final de mi época estudiantil y con el que he seguido manteniendo relaciones de amistad. Ayer estuve en la capital francesa y nos citamos en el Jardín de Luxemburgo, en un banco junto a la estatua de Baudelaire. Vilfredo prosiguió diciendo:

—Como el imperio, el cristianismo tendrá su capital en Roma, y el Papa se va a revestir de poderes imperiales: va a ser literalmente un emperador, con su pequeño imperio: los estados pontificios que duraron hasta Mussolini, y con otro imperio mucho mayor, que recorría toda la cristiandad, y de la que el Papa era el director espiritual, guiado por el señor del Universo. Como en todos los monarcas de la Antigüedad incluidos los césares romanos, su poder procedía directamente de la divinidad. Además la Iglesia era, como los imperios, expansionista, y tenía sus sacerdotes y sus soldados dispuestos a conquistar el mundo, con compañías de vanguardia como los jesuitas, que se atrevieron a entrar en Japón y en China, donde nunca fueron bien recibidos en parte porque los orientales veían en aquellos sacerdotes elegantes y sosegados la avanzadilla de los imperios occidentales que trajinaban con sus barcos por el mar de China.

—Y además la iglesia tenía su fisco particular… —comenté.

—Sí, los impuestos camuflados en los diezmos, o en la décima parte de sus ingresos que el buen cristiano tenía que donar a la iglesia. Cuando este sistema tributario no era suficiente, se recurría a las bulas papales. De esa manera, además de administrar la tierra, el santo padre vendía a los ricos parcelas en el cielo y elevaba en Roma edificios que representaban el poder terrenal más que el espiritual, propiciando así la revolución del Renacimiento tan censurada por Lutero, al que Nietzsche consideraba un inmundo resentido, una mente mezquina y atrabiliaria que no soportaba las disipaciones romanas y los gloriosos derroches estéticos del Vaticano, así como su innegable fasto. 

Hubo un breve silencio motivado por la reflexión. Un mirlo se posó sobre la cabeza de Baudelaire. Mi amigo prosiguió:

—La gran ventaja que tenía la Iglesia sobre el Estado es que llegaba a todas partes, sin excepción. En los pueblos de León y Zamora donde pasé largas temporadas de mi infancia no sabíamos muy bien lo que era el Estado, pero sí que sabíamos lo que era la Iglesia, que nos gobernaba creando una realidad envolvente y paralela en la que gravitábamos todos los días del año. Ocurría además el hecho de que los sacerdotes conocían los secretos de las almas a través de la confesión y podían ejercer sobre los fieles un poder tan soberano como paralizador. 

—¿Qué me dices de los papas?

—Verás, hasta hace bien poco, los pontífices o eran italianos o europeos, dejando claro que Europa seguía siendo la sede primordial de la Iglesia y el cuartel desde el que dirigir el reino de este mundo. Pero en los últimos tiempos Roma estaba más ensimismada que nunca, perdiendo almas por todas partes, y había que cambiar de estrategia, sobre todo con los pueblos ajenos a Occidente, a los que a menudo ni siquiera llegaba el Estado, como en las aldeas de mi infancia. Pero he aquí que aparece un pontífice que cae en la cuenta de ese gran vacío e inicia una labor pastoral que le hará tan querido como célebre. Una vez más la Iglesia apostaba por el universalismo (Urbi et orbi) y el deseo de llegar a todas partes con su mensaje nivelador y fraternal. Es normal que la izquierda atea alabe a Francisco más que las derechas creyentes: todas las ideologías de Occidente, desde el comunismo al wokismo, son neocristianismos que heredan algunos principios fundamentales del cristianismo: el amor, la solidaridad, la fraternidad, la esperanza, el despertar… En cambio la derecha, cuando se olvida del tradicionalismo cristiano que la amparó al principio, puede derivar en paganismo gélido, como ocurrió con el nazismo que según Umberto Eco fue un neopaganismo abierto, al igual que la antigua Roma, al ejercicio de genocidio. 

—Para tu amigo Escohotado la izquierda ha sido más cristiana que la derecha, y los comunistas mucho más cristianos que los liberales, pues seguían más de cerca las ideas nucleares del cristianismo primordial con su odio al comercio y al mercado…

—Cierto, y en Más allá del bien y del mal Nietzsche atribuye a los partidos obreristas de su época un cristianismo más acusado que el del Vaticano. También Lévi-Strauss le atribuía a la izquierda cierta dosis de cristianismo, si bien se trataría de lo que Emmanuel Todd llama «cristianismo zombi», que sería en realidad el cristianismo de nuestra época: la gente no cree pero sigue ciegamente la moral cristiana, como zombi de su propio pasado. Dicho de otra manera: el cristianismo se está convirtiendo en una ideología difusa y fuertemente simbólica, más que en una religión de revelación y de fe. Como religión, el cristianismo está agonizando, pero no está muriendo como ideología. El sistema de ideas morales y existenciales que le da realidad al cristianismo y a los evangelios sigue, lo que explicaría los elogios de la izquierda a Francisco. 

—¿No pasó algo parecido en la antigüedad grecorromana? 

—Claro que pasó. Cuando los dioses murieron, se convirtieron en nuestra estética y en parte también en nuestra ideología y los poetas hablaban de ellos profusamente, como hacían los autores del Renacimiento y más tardíamente los del romanticismo alemán. Murieron como dioses pero no como ideas. Y sí, lo mismo está ocurriendo con el cristianismo. Tengo la sospecha de que el papa Francisco lo sabía y actuaba en consecuencia. 

—¿Realmente crees que lo sabía?

—Eso me temo. La iglesia estaba muerta y Francisco la ha resucitado, renovando el mensaje evangélico e imprimiéndole humanidad al sistema. Si ahora vuelve un papa conservador, la iglesia seguirá la senda de la irrelevancia a la que le ha ido llevando su empeño obstinado en ir siempre por detrás de la sociedad. Eso también lo sabía Francisco, un jesuita, y los jesuitas han sido siempre la vanguardia de la iglesia. Un jesuita (Georges Lemaître) descubrió el Big Bang y la expansión del universo, y otro jesuita (Teilhard de Chardin) adoptó el evolucionismo a la doctrina católica con atinada profundidad teológica. Y para terminar, también fue jesuita uno de mis filósofos preferidos: Baltasar Gracián.

Estaba atardeciendo. Antes de salir del parque, leímos la cita de Las flores del mal que figuraba bajo el busto de Baudelaire. «Pues es, Señor, el mejor testimonio que podemos dar de nuestra dignidad este ardiente sollozo que rueda de edad en edad y viene a morir al borde de vuestra eternidad». 

—¡Qué piadosos son los franceses! —exclamó mi amigo—, y qué bien saben conjugar la virtud con el vicio. ¿Nos vamos a tomar un buen vino al café de Cluny? Fue nuestro café en otro tiempo, cuando pasábamos días enteros en las moradas filosóficas. 

—Perfecto. Me han dicho que tiene un Borgoña glorioso. El vino que más le gustaba a Íñigo de Loyola cuando estaba estudiando en París, donde hizo el bachillerato y después se graduó en «artes liberales». 

Íbamos por el bulevar Saint-Michel, a punto de entrar en el café, cuando le pregunté a Vilfredo:

—¿Cuál crees que ha sido la pregunta fundamental del papa Francisco?

—La misma que hizo Dios al hombre en el Paraíso: «Adán, ¿dónde estás?»

 Una rama de la Tradición hermética (o Tradición sin más) cree que el imperio romano sigue presente en nuestros días a través de la Iglesia y  

Una rama de la Tradición hermética (o Tradición sin más) cree que el imperio romano sigue presente en nuestros días a través de la Iglesia y de su cabeza, el Papa, único mandatario actual que ha conservado el poder pontifical y divinizado de un emperador romano. Esta rama de la Tradición nos invita a pensar en los vínculos que tenía la Iglesia con el imperio en tiempos de Constantino. ¿Por qué el emperador creyó que el cristianismo, hasta entonces perseguido, podía ser beneficioso para el imperio? Porque la Iglesia tenía ya una estructura que se correspondía con la del imperio, con obispos que dirigían comunidades locales, especialmente en las ciudades. Había por lo tanto una jerarquía con obispos, presbíteros y sacerdotes que recorría todo el imperio, y el obispo de Roma era ya una figura respetada. El mapa del imperio coincidía con el mapa del cristianismo, y Constantino pensó que aceptar la doctrina de Jesús podía ser un elemento vertebrador del sistema en lugar de un foco desintegrador. A partir de ese momento, el imperio y el cristianismo avanzan juntos hasta las invasiones bárbaras.

Me está hablando Vilfredo Requejo, un zamorano miembro de una asociación hermética de París al que conocí al final de mi época estudiantil y con el que he seguido manteniendo relaciones de amistad. Ayer estuve en la capital francesa y nos citamos en el Jardín de Luxemburgo, en un banco junto a la estatua de Baudelaire. Vilfredo prosiguió diciendo:

—Como el imperio, el cristianismo tendrá su capital en Roma, y el Papa se va a revestir de poderes imperiales: va a ser literalmente un emperador, con su pequeño imperio: los estados pontificios que duraron hasta Mussolini, y con otro imperio mucho mayor, que recorría toda la cristiandad, y de la que el Papa era el director espiritual, guiado por el señor del Universo. Como en todos los monarcas de la Antigüedad incluidos los césares romanos, su poder procedía directamente de la divinidad. Además la Iglesia era, como los imperios, expansionista, y tenía sus sacerdotes y sus soldados dispuestos a conquistar el mundo, con compañías de vanguardia como los jesuitas, que se atrevieron a entrar en Japón y en China, donde nunca fueron bien recibidos en parte porque los orientales veían en aquellos sacerdotes elegantes y sosegados la avanzadilla de los imperios occidentales que trajinaban con sus barcos por el mar de China.

—Y además la iglesia tenía su fisco particular… —comenté.

—Sí, los impuestos camuflados en los diezmos, o en la décima parte de sus ingresos que el buen cristiano tenía que donar a la iglesia. Cuando este sistema tributario no era suficiente, se recurría a las bulas papales. De esa manera, además de administrar la tierra, el santo padre vendía a los ricos parcelas en el cielo y elevaba en Roma edificios que representaban el poder terrenal más que el espiritual, propiciando así la revolución del Renacimiento tan censurada por Lutero, al que Nietzsche consideraba un inmundo resentido, una mente mezquina y atrabiliaria que no soportaba las disipaciones romanas y los gloriosos derroches estéticos del Vaticano, así como su innegable fasto. 

Hubo un breve silencio motivado por la reflexión. Un mirlo se posó sobre la cabeza de Baudelaire. Mi amigo prosiguió:

—La gran ventaja que tenía la Iglesia sobre el Estado es que llegaba a todas partes, sin excepción. En los pueblos de León y Zamora donde pasé largas temporadas de mi infancia no sabíamos muy bien lo que era el Estado, pero sí que sabíamos lo que era la Iglesia, que nos gobernaba creando una realidad envolvente y paralela en la que gravitábamos todos los días del año. Ocurría además el hecho de que los sacerdotes conocían los secretos de las almas a través de la confesión y podían ejercer sobre los fieles un poder tan soberano como paralizador. 

—¿Qué me dices de los papas?

—Verás, hasta hace bien poco, los pontífices o eran italianos o europeos, dejando claro que Europa seguía siendo la sede primordial de la Iglesia y el cuartel desde el que dirigir el reino de este mundo. Pero en los últimos tiempos Roma estaba más ensimismada que nunca, perdiendo almas por todas partes, y había que cambiar de estrategia, sobre todo con los pueblos ajenos a Occidente, a los que a menudo ni siquiera llegaba el Estado, como en las aldeas de mi infancia. Pero he aquí que aparece un pontífice que cae en la cuenta de ese gran vacío e inicia una labor pastoral que le hará tan querido como célebre. Una vez más la Iglesia apostaba por el universalismo (Urbi et orbi) y el deseo de llegar a todas partes con su mensaje nivelador y fraternal. Es normal que la izquierda atea alabe a Francisco más que las derechas creyentes: todas las ideologías de Occidente, desde el comunismo al wokismo, son neocristianismos que heredan algunos principios fundamentales del cristianismo: el amor, la solidaridad, la fraternidad, la esperanza, el despertar… En cambio la derecha, cuando se olvida del tradicionalismo cristiano que la amparó al principio, puede derivar en paganismo gélido, como ocurrió con el nazismo que según Umberto Eco fue un neopaganismo abierto, al igual que la antigua Roma, al ejercicio de genocidio. 

—Para tu amigo Escohotado la izquierda ha sido más cristiana que la derecha, y los comunistas mucho más cristianos que los liberales, pues seguían más de cerca las ideas nucleares del cristianismo primordial con su odio al comercio y al mercado…

—Cierto, y en Más allá del bien y del mal Nietzsche atribuye a los partidos obreristas de su época un cristianismo más acusado que el del Vaticano. También Lévi-Strauss le atribuía a la izquierda cierta dosis de cristianismo, si bien se trataría de lo que Emmanuel Todd llama «cristianismo zombi», que sería en realidad el cristianismo de nuestra época: la gente no cree pero sigue ciegamente la moral cristiana, como zombi de su propio pasado. Dicho de otra manera: el cristianismo se está convirtiendo en una ideología difusa y fuertemente simbólica, más que en una religión de revelación y de fe. Como religión, el cristianismo está agonizando, pero no está muriendo como ideología. El sistema de ideas morales y existenciales que le da realidad al cristianismo y a los evangelios sigue, lo que explicaría los elogios de la izquierda a Francisco. 

—¿No pasó algo parecido en la antigüedad grecorromana? 

—Claro que pasó. Cuando los dioses murieron, se convirtieron en nuestra estética y en parte también en nuestra ideología y los poetas hablaban de ellos profusamente, como hacían los autores del Renacimiento y más tardíamente los del romanticismo alemán. Murieron como dioses pero no como ideas. Y sí, lo mismo está ocurriendo con el cristianismo. Tengo la sospecha de que el papa Francisco lo sabía y actuaba en consecuencia. 

—¿Realmente crees que lo sabía?

—Eso me temo. La iglesia estaba muerta y Francisco la ha resucitado, renovando el mensaje evangélico e imprimiéndole humanidad al sistema. Si ahora vuelve un papa conservador, la iglesia seguirá la senda de la irrelevancia a la que le ha ido llevando su empeño obstinado en ir siempre por detrás de la sociedad. Eso también lo sabía Francisco, un jesuita, y los jesuitas han sido siempre la vanguardia de la iglesia. Un jesuita (Georges Lemaître) descubrió el Big Bang y la expansión del universo, y otro jesuita (Teilhard de Chardin) adoptó el evolucionismo a la doctrina católica con atinada profundidad teológica. Y para terminar, también fue jesuita uno de mis filósofos preferidos: Baltasar Gracián.

Estaba atardeciendo. Antes de salir del parque, leímos la cita de Las flores del mal que figuraba bajo el busto de Baudelaire. «Pues es, Señor, el mejor testimonio que podemos dar de nuestra dignidad este ardiente sollozo que rueda de edad en edad y viene a morir al borde de vuestra eternidad». 

—¡Qué piadosos son los franceses! —exclamó mi amigo—, y qué bien saben conjugar la virtud con el vicio. ¿Nos vamos a tomar un buen vino al café de Cluny? Fue nuestro café en otro tiempo, cuando pasábamos días enteros en las moradas filosóficas. 

—Perfecto. Me han dicho que tiene un Borgoña glorioso. El vino que más le gustaba a Íñigo de Loyola cuando estaba estudiando en París, donde hizo el bachillerato y después se graduó en «artes liberales». 

Íbamos por el bulevar Saint-Michel, a punto de entrar en el café, cuando le pregunté a Vilfredo:

—¿Cuál crees que ha sido la pregunta fundamental del papa Francisco?

—La misma que hizo Dios al hombre en el Paraíso: «Adán, ¿dónde estás?»

 Noticias de Cultura: Última hora de hoy en THE OBJECTIVE

Noticias Similares