Tengo últimamente la sensación de que sólo hablo de diarios. Debe de ser porque yo mismo he cometido la temeridad de publicar uno por lo que de repente veo diarios por todos sitios, y noto como que el género se está reconsiderando, se está repensando, está volviendo. O igual es que no se ha ido nunca y, como sucede cuando te compras un toyota, que ves toyotas por todos lados, o cuando andas esperando a un niño, época en la que no haces otra cosa que ver por todos sitios a mujeres embarazadas, es ahora el momento propicio para que yo sienta que todos nos hemos puesto de acuerdo.
Pero creo que hay indicios objetivos. Hace unas semanas reseñé por aquí Algunos días, el primer libro de Acoidán Méndez, y sólo dos semanas después, reseñando el Escribir antes de Sabina Urraca, hacía un repaso de todos los diarios que iban saliendo en lo que llevábamos de 2025 (Jacques Brosse, Luis Bravo…). A ello se ha unido después el de José Luis Cancho, y Seix Barral acaba de rescatar todos los cuadernos de Rosa Chacel, y puedo jurar que en mi trabajo de lector de originales para determinadas editoriales me llegan cada vez más originales de ese tipo, diarios que pueden contener más o menos ficción, y que responden a distintas variantes (viajes, rodajes, diarios monográficos sobre algún aspecto o sobre alguna persona…), pero en la que predomina lo que ortodoxamente entendemos por diario, y que es, francamente, el género literario que más se parece a la vida, y también un campo de maniobras excelente para ensayar una buena batería de juegos literarios estimulantes.
Entre ese pequeño aluvión (valga el oxímoron) de diarios, he leído también, con una sonrisa que ha durado exactamente 251 páginas, el Diario ateniense de un lanzador de naranjas, que no es el primer libro de Javier Aguirre (Zaragoza, 1959), pero casi, ya que las cosas a las que se dedica, desde la Universidad, son ensayos sobre las obras de esos griegos remotos que nos apasionan, pero sobre todo si nos llegan resumidos, sintetizados en una entrada de diccionario, citados y comentados con tino y rapidez, bien colocaditos en su tiempo, diciendo cosas graves, breves y definitivas. En este diario vemos a Aguirre asistiendo a obras de teatro clásicas, y tomando apuntes para sus conferencias y actas sobre Platón, pero la verdad es que el trabajo, allá al fondo, es algo que ocupa relativamente poco espacio, porque lo que más cuenta y más comparece aquí es cierto hedonismo divertido, un hambre de vida que se expresa por el atajo de la voracidad ante la comida, y también por el amor a la música, a los discos antiguos, a las largas caminatas, a las charlas con los desconocidos o, sobre todo, a las interminables cenas con amigos o hijos, en medio de una piscina olímpica de salsas, una montaña de verduras bien cocinadas y una selva de mousakas irresistibles.
Josep Pla escribió una vez que los griegos son los andaluces de Europa. No sé a qué se refería, porque no lo explicó, pero igual se refería a esa forma de vivir, a esa relajación que el estereotipo les ha arrojado tanto a unos como a otros, y allá, en medio de peluqueros, camareros, profesoras visitantes, turistas y hasta policías vemos a Javier Aguirre encantado, feliz, disfrutando de la gente y de sus ocurrencias. A veces se enfada, a veces anda medio abatido, a veces no queda más remedio que ponerse a trabajar… pero lo que predomina es una alegría fantástica que se contagia directamente el lector, una inyección de bondad, curiosidad y energía.
Porque eso sí: Aguirre no para quieto. Los tediosos trámites del departamento no parecen ser la prioridad del personaje que nos habla desde este libro, pero nadie podría decir que es perezoso. Muy al contrario. No hay día en que no se lance a conocer o revisitar un barrio nuevo, o que asista a una conferencia en el Instituto Cervantes de Atenas, o que quede con alguien para comprar un disco caro, o, sobre todo, que no merodee ciertas «pastelerías muy interesantes» que días atrás observó desde un autobús.
La verdad es que yo a Javier Aguirre lo tenía algo traspapelado, y, sin apenas conocerlo, le tenía más afecto que confianza, pues se cuentan de él por Zaragoza y San Sebastián anécdotas verdaderamente regias relacionadas con sus años de vinculación a entornos musicales (llegó a ser, me parece, un batería muy intermitente de Duncan Dhu), o con cuando fue algo así como el escudero de Labordeta, o con sus traducciones de Aristóteles al euskera…, y en las tres o cuatro veces en las que hemos estado juntos (una Nochevieja en el piso-biblioteca de José Luis Melero, algún corrillo tras alguna presentación, algún medio disgusto por ese diabólico Facebook que él sobrevalora y exalta en alguna página…) ya he visto que es un hombre de una pieza, tan transparente, franco, divertido e imprevisible como este personaje que, cuando nadie lo ve, lanza olímpicas naranjas por las calles más empinadas de las ciudades griegas para tratar de batir sus propias marcas.
De momento, el listón de su «literatura primaria», tras tantas actas, ponencias y ensayos con comentarios a señores milenarios, queda muy alto, y este primer libro de genuina creación (aunque conviene meter una buena pizca de creatividad y gracia en los textos académicos o críticos) implica un buen compromiso de cara a los que puedan venir: no sé hasta dónde llegarán las naranjas futuras, pero ésta, de momento, ha alcanzado un gran destino.
Tengo últimamente la sensación de que sólo hablo de diarios. Debe de ser porque yo mismo he cometido la temeridad de publicar uno por lo que
Tengo últimamente la sensación de que sólo hablo de diarios. Debe de ser porque yo mismo he cometido la temeridad de publicar uno por lo que de repente veo diarios por todos sitios, y noto como que el género se está reconsiderando, se está repensando, está volviendo. O igual es que no se ha ido nunca y, como sucede cuando te compras un toyota, que ves toyotas por todos lados, o cuando andas esperando a un niño, época en la que no haces otra cosa que ver por todos sitios a mujeres embarazadas, es ahora el momento propicio para que yo sienta que todos nos hemos puesto de acuerdo.
Pero creo que hay indicios objetivos. Hace unas semanas reseñé por aquí Algunos días, el primer libro de Acoidán Méndez, y sólo dos semanas después, reseñando el Escribir antes de Sabina Urraca, hacía un repaso de todos los diarios que iban saliendo en lo que llevábamos de 2025 (Jacques Brosse, Luis Bravo…). A ello se ha unido después el de José Luis Cancho, y Seix Barral acaba de rescatar todos los cuadernos de Rosa Chacel, y puedo jurar que en mi trabajo de lector de originales para determinadas editoriales me llegan cada vez más originales de ese tipo, diarios que pueden contener más o menos ficción, y que responden a distintas variantes (viajes, rodajes, diarios monográficos sobre algún aspecto o sobre alguna persona…), pero en la que predomina lo que ortodoxamente entendemos por diario, y que es, francamente, el género literario que más se parece a la vida, y también un campo de maniobras excelente para ensayar una buena batería de juegos literarios estimulantes.
Entre ese pequeño aluvión (valga el oxímoron) de diarios, he leído también, con una sonrisa que ha durado exactamente 251 páginas, el Diario ateniense de un lanzador de naranjas, que no es el primer libro de Javier Aguirre (Zaragoza, 1959), pero casi, ya que las cosas a las que se dedica, desde la Universidad, son ensayos sobre las obras de esos griegos remotos que nos apasionan, pero sobre todo si nos llegan resumidos, sintetizados en una entrada de diccionario, citados y comentados con tino y rapidez, bien colocaditos en su tiempo, diciendo cosas graves, breves y definitivas. En este diario vemos a Aguirre asistiendo a obras de teatro clásicas, y tomando apuntes para sus conferencias y actas sobre Platón, pero la verdad es que el trabajo, allá al fondo, es algo que ocupa relativamente poco espacio, porque lo que más cuenta y más comparece aquí es cierto hedonismo divertido, un hambre de vida que se expresa por el atajo de la voracidad ante la comida, y también por el amor a la música, a los discos antiguos, a las largas caminatas, a las charlas con los desconocidos o, sobre todo, a las interminables cenas con amigos o hijos, en medio de una piscina olímpica de salsas, una montaña de verduras bien cocinadas y una selva de mousakas irresistibles.
Josep Pla escribió una vez que los griegos son los andaluces de Europa. No sé a qué se refería, porque no lo explicó, pero igual se refería a esa forma de vivir, a esa relajación que el estereotipo les ha arrojado tanto a unos como a otros, y allá, en medio de peluqueros, camareros, profesoras visitantes, turistas y hasta policías vemos a Javier Aguirre encantado, feliz, disfrutando de la gente y de sus ocurrencias. A veces se enfada, a veces anda medio abatido, a veces no queda más remedio que ponerse a trabajar… pero lo que predomina es una alegría fantástica que se contagia directamente el lector, una inyección de bondad, curiosidad y energía.
Porque eso sí: Aguirre no para quieto. Los tediosos trámites del departamento no parecen ser la prioridad del personaje que nos habla desde este libro, pero nadie podría decir que es perezoso. Muy al contrario. No hay día en que no se lance a conocer o revisitar un barrio nuevo, o que asista a una conferencia en el Instituto Cervantes de Atenas, o que quede con alguien para comprar un disco caro, o, sobre todo, que no merodee ciertas «pastelerías muy interesantes» que días atrás observó desde un autobús.
La verdad es que yo a Javier Aguirre lo tenía algo traspapelado, y, sin apenas conocerlo, le tenía más afecto que confianza, pues se cuentan de él por Zaragoza y San Sebastián anécdotas verdaderamente regias relacionadas con sus años de vinculación a entornos musicales (llegó a ser, me parece, un batería muy intermitente de Duncan Dhu), o con cuando fue algo así como el escudero de Labordeta, o con sus traducciones de Aristóteles al euskera…, y en las tres o cuatro veces en las que hemos estado juntos (una Nochevieja en el piso-biblioteca de José Luis Melero, algún corrillo tras alguna presentación, algún medio disgusto por ese diabólico Facebook que él sobrevalora y exalta en alguna página…) ya he visto que es un hombre de una pieza, tan transparente, franco, divertido e imprevisible como este personaje que, cuando nadie lo ve, lanza olímpicas naranjas por las calles más empinadas de las ciudades griegas para tratar de batir sus propias marcas.
De momento, el listón de su «literatura primaria», tras tantas actas, ponencias y ensayos con comentarios a señores milenarios, queda muy alto, y este primer libro de genuina creación (aunque conviene meter una buena pizca de creatividad y gracia en los textos académicos o críticos) implica un buen compromiso de cara a los que puedan venir: no sé hasta dónde llegarán las naranjas futuras, pero ésta, de momento, ha alcanzado un gran destino.
Noticias de Cultura: Última hora de hoy en THE OBJECTIVE