El cainismo español por la Guerra de 1914

Estamos obsesionados con la Guerra Civil española. No me refiero solo a los políticos mediocres desde la ley de memoria histórica de 2007, sino a buena parte del gremio de historiadores, novelistas y cineastas. Hay que reconocer que a pesar de que está muy trillado es un tema muy comercial porque es un campo de batalla que remueve con mucha facilidad las emociones políticas. Particularmente me parece interesante, pero no tanto como otros momentos de nuestra historia contemporánea. Si la Guerra Civil es un tema tan corriente es porque se responsabiliza a aquel conflicto de buena parte de nuestras contiendas políticas hasta el presente. No creo que sea así, y menos con algunos episodios del mismo siglo XX. Por ejemplo, el efecto que tuvo en España la Primera Guerra Mundial para crear, según dijo Ortega y Gasset, un espíritu ‘guerracivilista’ entre los partidarios de cambiar España de arriba a abajo, con alguna forma de revolución, y los que quisieron conservar la vieja España.

España no entró en la guerra, pero la guerra sí entró en España. El impacto fue determinante para la suerte del régimen de la Restauración. El país había iniciado el siglo XX con serias dificultades. A la derrota del 98 se sumaron los problemas en Marruecos y la Semana Trágica de 1909. Los partidos dinásticos perdían votos y apoyo popular en favor de los republicanos y socialistas, agravando sus problemas internos. Al tiempo, los catalanistas presentaban reivindicaciones, los carlistas continuaban organizados, las asociaciones obreras cobraban fuerza, la Iglesia combatía la modernidad, y el descontento se extendía por el Ejército. El reformismo social no cuajaba, y empeoraban las condiciones de vida de las capas populares aumentando así el malestar y la movilización. A principios del XX, el régimen parecía agotado.

El 7 de agosto de 1914, pocos días después de estallar la guerra en Europa, el gobierno conservador de Eduardo Dato declaró la neutralidad de España. Los principales motivos fueron la debilidad económica y militar, que imposibilita al país participar en el conflicto, y la falta de un interés nacional propio. Maura aplaudió la decisión de Dato. El PSOE, la UGT y la CNT expresaron su oposición a cualquier guerra entre trabajadores. Francesc Cambó, líder de la Lliga Regionalista, manifestó que la neutralidad era lo sensato para un país pobre como España. El Diario Universal, órgano del Partido Liberal, publicó un artículo inspirado por Romanones titulado Neutralidades que matan, criticando la decisión gubernamental y apoyando a los Aliados. Sin embargo, el rechazo general a la beligerancia provocó que Romanones aclarara la declaración, afirmando en El Imparcial que la neutralidad no debía implicar aislamiento, situación que perjudicaría a España, y acabó apoyando a Dato en las Cortes en octubre de 1914. No todos pensaban así. Los radicales de Lerroux hicieron campaña por la participación bélica a favor de Francia y del Reino Unido. Y los tradicionalistas de Vázquez de Mella pidieron la intervención a favor de alemanes y austriacos. En suma, la opinión mayoritaria al comienzo de la Gran Guerra fue la conveniencia de la neutralidad, al menos oficialmente.

Enseguida se vio que la guerra entre europeos no sería corta, y las posiciones cambiaron. A partir de 1915 se dibujaron dos bandos: aliadófilos y germanófilos; cada uno suponía la defensa de unas ideas políticas y sociales. Los aliadófilos, partidarios de Francia y del Reino Unido, eran defensores de la libertad, la secularización, la democracia, el sufragio limpio, la reforma social y el gobierno representativo basado en la soberanía popular. Los germanófilos, que simpatizaban con los Imperios Centrales, se decían defensores de la tradición, y conservadores del orden social como barrera frente al laicismo, el liberalismo social, el republicanismo, el socialismo y el anarquismo.

La Iglesia era francófoba sin apenas discrepancias. La mayoría de los oficiales del Ejército admiraban la eficiencia y disciplina de los alemanes. Los líderes tradicionalistas y los mauristas se decidieron al final por la neutralidad, pero sus bases eran claramente germanófilas. El PSOE y la UGT se declararon aliadófilos por el fracaso de la Segunda Internacional. La Reina Madre, la archiduquesa María Cristina, «la austriaca» para los republicanos, era la cabeza proalemana en la corte; pero la reina Victoria Eugenia, defendía al Reino Unido, su país natal. Alfonso XIII aspiró a ser un mediador en la paz, y para ello creó en 1915 un organismo de ayuda humanitaria, la Oficina Pro Captivis. La división se instaló también en los partidos dinásticos. El liberal Romanones se identificó con los Aliados, mientras que su rival, García Prieto, fue neutralista y buscó la cordialidad con los alemanes. Los conservadores Dato y el marqués de Lema eran aliadófilos, pero Sánchez Guerra y el general Ramón Echagüe preferían los Imperios Centrales. Los republicanos, por el contrario, se identificaban inalterablemente con los Aliados.

Existió, como hemos visto, una fuerte división de la clase política en dos bandos. Por un lado, la izquierda, que era partidaria de un gobierno representativo como forma de cambiar el orden social, económico y cultural, que tenía en Francia y el Reino Unido sus referentes. Y, por otro lado, la derecha, que defendía mantener frenos a los movimientos sociales y políticos que parecían querer desbordar los fundamentos de la vieja sociedad burguesa y tradicional. Estos últimos tenían como modelos europeos a Alemania y Austria.

Los intelectuales, por supuesto, tomaron parte en esta batalla sobre el mantenimiento del orden social o por aprovechar el momento para una revolución profunda.

Los intelectuales de izquierdas fueron aliadófilos y, por tanto, antigermanófilos. En consecuencia, tuvieron tanto empeño en defender sus ideas como en criticar al régimen de la Restauración por viejo, clerical, conservador, pacato y atrasado. Fue la Generación de 1914, compuesta por hombres del 98, como Valle Inclán y Galdós –que creó la Liga Antigermanófila-, junto a jóvenes como Pérez de Ayala y Azaña, que tomaron el Ateneo de Madrid como centro de operaciones. Ortega fundó la revista España para defender la causa aliada, y la dirigió hasta febrero de 1916, momento que pasó a manos del socialista Luis Araquistáin.

En el bando germanófilo también hubo intelectuales, como Pío Baroja, Eugenio d’Ors, Jacinto Benavente, Dámaso Alonso, y Salaverría; dramaturgos como Carlos Arniches y Pedro Muñoz Seca, políticos como Calvo Sotelo y Gil Robles, o el católico Ángel Herrera Oria. Sus manifiestos y artículos eran publicados en diarios de gran tirada como ABC o La Tribuna.

El debate entre intelectuales reveló la profunda división social, hasta el punto de que se habla de «guerra civil de palabras». Unamuno, Baroja y Francisco Ayala, incluso Ortega, vieron en ese debate la instalación del espíritu guerracivilista. Las pasiones se trasladaron del mundo intelectual a la calle, dándose el caso de rupturas familiares, del cierre de tertulias, e incluso del fin de las noticias sobre la guerra en los cines para evitar peleas. Ante la tensión social, Eduardo Dato prohibió las reuniones públicas donde se tratara la posición de España en la guerra.

Mientras el país se debatía entre aliadófilos y germanófilos, la producción y el comercio exterior aumentaban por la apertura de nuevos mercados. La balanza comercial tuvo superávit, se canceló la deuda externa y el Banco de España aumentó sus reservas de oro. Era un espejismo, porque la inflación creció más deprisa que los salarios, lo que perjudicó las condiciones de vida de los trabajadores y provocó la escasez de productos de primera necesidad. Las asociaciones obreras, claro, intensificaron los conflictos laborales. En 1917 estalló la crisis general. El malestar en el Ejército por los bajos salarios y la pésima organización de los ascensos, llevó a que se formaran las Juntas de Defensa, que actuaban como sindicatos. El pulso con los gobiernos liberales de Romanones y García Prieto se saldó con algunos arrestos en Montjuich en mayo de 1917. La resistencia militar obligó a García Prieto a dimitir, y su sucesor, el conservador Dato, no tuvo más remedio que legalizar las Juntas.

La debilidad aparente del Ejecutivo animó a los catalanistas de la Lliga Regionalista a avanzar en el «autogobierno». Los diputados no dinásticos elegidos en las circunscripciones catalanas se reunieron a primeros de julio de 1917 en Barcelona, en la llamada «Asamblea de parlamentarios». En ella se exigió la convocatoria de unas Cortes constituyentes para la reorganización política y territorial del país. El Gobierno reaccionó con contundencia: declaró sediciosa dicha Asamblea, suspendió la prensa y ordenó la ocupación militar de la ciudad. La Asamblea, sin embargo, volvió a reunirse días después con la asistencia de los radicales de Lerroux, los reformistas de Melquiades Álvarez, y el socialista Pablo Iglesias. La petición fue la misma, Cortes constituyentes, e igual el resultado: su disolución por la fuerza. 

La crisis política y social fue utilizada por la UGT de Besteiro y Largo Caballero para convocar una huelga general revolucionaria en agosto de 1917, con el apoyo de la CNT de Salvador Seguí y Ángel Pestaña. El gobierno Dato detuvo a sus dirigentes y desbarató el movimiento, que solo tuvo cierta repercusión en las grandes ciudades, como Barcelona, Valencia y Madrid, y en zonas industriales y mineras como Vizcaya, Asturias y León.

La reacción de Alfonso XIII a esta crisis general fue el estrechar la relación con el Ejército, e impulsar un gobierno liberal presidido por García Prieto que contara con el catalanista Cambó. Al poco tiempo, los dirigentes de la huelga revolucionaria, que habían sido condenados a cadena perpetua, salieron de la cárcel. Fue en vano, la desafección al régimen y el cansancio de sus partidarios aventuraban un próximo y contundente cambio. La Gran Guerra también había acabado con la ‘vieja política’ en España y sembrado el guerracivilismo.

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 Estamos obsesionados con la Guerra Civil española. No me refiero solo a los políticos mediocres desde la ley de memoria histórica de 2007, sino a buena  

Estamos obsesionados con la Guerra Civil española. No me refiero solo a los políticos mediocres desde la ley de memoria histórica de 2007, sino a buena parte del gremio de historiadores, novelistas y cineastas. Hay que reconocer que a pesar de que está muy trillado es un tema muy comercial porque es un campo de batalla que remueve con mucha facilidad las emociones políticas. Particularmente me parece interesante, pero no tanto como otros momentos de nuestra historia contemporánea. Si la Guerra Civil es un tema tan corriente es porque se responsabiliza a aquel conflicto de buena parte de nuestras contiendas políticas hasta el presente. No creo que sea así, y menos con algunos episodios del mismo siglo XX. Por ejemplo, el efecto que tuvo en España la Primera Guerra Mundial para crear, según dijo Ortega y Gasset, un espíritu ‘guerracivilista’ entre los partidarios de cambiar España de arriba a abajo, con alguna forma de revolución, y los que quisieron conservar la vieja España.

España no entró en la guerra, pero la guerra sí entró en España. El impacto fue determinante para la suerte del régimen de la Restauración. El país había iniciado el siglo XX con serias dificultades. A la derrota del 98 se sumaron los problemas en Marruecos y la Semana Trágica de 1909. Los partidos dinásticos perdían votos y apoyo popular en favor de los republicanos y socialistas, agravando sus problemas internos. Al tiempo, los catalanistas presentaban reivindicaciones, los carlistas continuaban organizados, las asociaciones obreras cobraban fuerza, la Iglesia combatía la modernidad, y el descontento se extendía por el Ejército. El reformismo social no cuajaba, y empeoraban las condiciones de vida de las capas populares aumentando así el malestar y la movilización. A principios del XX, el régimen parecía agotado.

El 7 de agosto de 1914, pocos días después de estallar la guerra en Europa, el gobierno conservador de Eduardo Dato declaró la neutralidad de España. Los principales motivos fueron la debilidad económica y militar, que imposibilita al país participar en el conflicto, y la falta de un interés nacional propio. Maura aplaudió la decisión de Dato. El PSOE, la UGT y la CNT expresaron su oposición a cualquier guerra entre trabajadores. Francesc Cambó, líder de la Lliga Regionalista, manifestó que la neutralidad era lo sensato para un país pobre como España. El Diario Universal, órgano del Partido Liberal, publicó un artículo inspirado por Romanones titulado Neutralidades que matan, criticando la decisión gubernamental y apoyando a los Aliados. Sin embargo, el rechazo general a la beligerancia provocó que Romanones aclarara la declaración, afirmando en El Imparcial que la neutralidad no debía implicar aislamiento, situación que perjudicaría a España, y acabó apoyando a Dato en las Cortes en octubre de 1914. No todos pensaban así. Los radicales de Lerroux hicieron campaña por la participación bélica a favor de Francia y del Reino Unido. Y los tradicionalistas de Vázquez de Mella pidieron la intervención a favor de alemanes y austriacos. En suma, la opinión mayoritaria al comienzo de la Gran Guerra fue la conveniencia de la neutralidad, al menos oficialmente.

Enseguida se vio que la guerra entre europeos no sería corta, y las posiciones cambiaron. A partir de 1915 se dibujaron dos bandos: aliadófilos y germanófilos; cada uno suponía la defensa de unas ideas políticas y sociales. Los aliadófilos, partidarios de Francia y del Reino Unido, eran defensores de la libertad, la secularización, la democracia, el sufragio limpio, la reforma social y el gobierno representativo basado en la soberanía popular. Los germanófilos, que simpatizaban con los Imperios Centrales, se decían defensores de la tradición, y conservadores del orden social como barrera frente al laicismo, el liberalismo social, el republicanismo, el socialismo y el anarquismo.

La Iglesia era francófoba sin apenas discrepancias. La mayoría de los oficiales del Ejército admiraban la eficiencia y disciplina de los alemanes. Los líderes tradicionalistas y los mauristas se decidieron al final por la neutralidad, pero sus bases eran claramente germanófilas. El PSOE y la UGT se declararon aliadófilos por el fracaso de la Segunda Internacional. La Reina Madre, la archiduquesa María Cristina, «la austriaca» para los republicanos, era la cabeza proalemana en la corte; pero la reina Victoria Eugenia, defendía al Reino Unido, su país natal. Alfonso XIII aspiró a ser un mediador en la paz, y para ello creó en 1915 un organismo de ayuda humanitaria, la Oficina Pro Captivis. La división se instaló también en los partidos dinásticos. El liberal Romanones se identificó con los Aliados, mientras que su rival, García Prieto, fue neutralista y buscó la cordialidad con los alemanes. Los conservadores Dato y el marqués de Lema eran aliadófilos, pero Sánchez Guerra y el general Ramón Echagüe preferían los Imperios Centrales. Los republicanos, por el contrario, se identificaban inalterablemente con los Aliados.

Existió, como hemos visto, una fuerte división de la clase política en dos bandos. Por un lado, la izquierda, que era partidaria de un gobierno representativo como forma de cambiar el orden social, económico y cultural, que tenía en Francia y el Reino Unido sus referentes. Y, por otro lado, la derecha, que defendía mantener frenos a los movimientos sociales y políticos que parecían querer desbordar los fundamentos de la vieja sociedad burguesa y tradicional. Estos últimos tenían como modelos europeos a Alemania y Austria.

Los intelectuales, por supuesto, tomaron parte en esta batalla sobre el mantenimiento del orden social o por aprovechar el momento para una revolución profunda.

Los intelectuales de izquierdas fueron aliadófilos y, por tanto, antigermanófilos. En consecuencia, tuvieron tanto empeño en defender sus ideas como en criticar al régimen de la Restauración por viejo, clerical, conservador, pacato y atrasado. Fue la Generación de 1914, compuesta por hombres del 98, como Valle Inclán y Galdós –que creó la Liga Antigermanófila-, junto a jóvenes como Pérez de Ayala y Azaña, que tomaron el Ateneo de Madrid como centro de operaciones. Ortega fundó la revista España para defender la causa aliada, y la dirigió hasta febrero de 1916, momento que pasó a manos del socialista Luis Araquistáin.

En el bando germanófilo también hubo intelectuales, como Pío Baroja, Eugenio d’Ors, Jacinto Benavente, Dámaso Alonso, y Salaverría; dramaturgos como Carlos Arniches y Pedro Muñoz Seca, políticos como Calvo Sotelo y Gil Robles, o el católico Ángel Herrera Oria. Sus manifiestos y artículos eran publicados en diarios de gran tirada como ABC o La Tribuna.

El debate entre intelectuales reveló la profunda división social, hasta el punto de que se habla de «guerra civil de palabras». Unamuno, Baroja y Francisco Ayala, incluso Ortega, vieron en ese debate la instalación del espíritu guerracivilista. Las pasiones se trasladaron del mundo intelectual a la calle, dándose el caso de rupturas familiares, del cierre de tertulias, e incluso del fin de las noticias sobre la guerra en los cines para evitar peleas. Ante la tensión social, Eduardo Dato prohibió las reuniones públicas donde se tratara la posición de España en la guerra.

Mientras el país se debatía entre aliadófilos y germanófilos, la producción y el comercio exterior aumentaban por la apertura de nuevos mercados. La balanza comercial tuvo superávit, se canceló la deuda externa y el Banco de España aumentó sus reservas de oro. Era un espejismo, porque la inflación creció más deprisa que los salarios, lo que perjudicó las condiciones de vida de los trabajadores y provocó la escasez de productos de primera necesidad. Las asociaciones obreras, claro, intensificaron los conflictos laborales. En 1917 estalló la crisis general. El malestar en el Ejército por los bajos salarios y la pésima organización de los ascensos, llevó a que se formaran las Juntas de Defensa, que actuaban como sindicatos. El pulso con los gobiernos liberales de Romanones y García Prieto se saldó con algunos arrestos en Montjuich en mayo de 1917. La resistencia militar obligó a García Prieto a dimitir, y su sucesor, el conservador Dato, no tuvo más remedio que legalizar las Juntas.

La debilidad aparente del Ejecutivo animó a los catalanistas de la Lliga Regionalista a avanzar en el «autogobierno». Los diputados no dinásticos elegidos en las circunscripciones catalanas se reunieron a primeros de julio de 1917 en Barcelona, en la llamada «Asamblea de parlamentarios». En ella se exigió la convocatoria de unas Cortes constituyentes para la reorganización política y territorial del país. El Gobierno reaccionó con contundencia: declaró sediciosa dicha Asamblea, suspendió la prensa y ordenó la ocupación militar de la ciudad. La Asamblea, sin embargo, volvió a reunirse días después con la asistencia de los radicales de Lerroux, los reformistas de Melquiades Álvarez, y el socialista Pablo Iglesias. La petición fue la misma, Cortes constituyentes, e igual el resultado: su disolución por la fuerza. 

La crisis política y social fue utilizada por la UGT de Besteiro y Largo Caballero para convocar una huelga general revolucionaria en agosto de 1917, con el apoyo de la CNT de Salvador Seguí y Ángel Pestaña. El gobierno Dato detuvo a sus dirigentes y desbarató el movimiento, que solo tuvo cierta repercusión en las grandes ciudades, como Barcelona, Valencia y Madrid, y en zonas industriales y mineras como Vizcaya, Asturias y León.

La reacción de Alfonso XIII a esta crisis general fue el estrechar la relación con el Ejército, e impulsar un gobierno liberal presidido por García Prieto que contara con el catalanista Cambó. Al poco tiempo, los dirigentes de la huelga revolucionaria, que habían sido condenados a cadena perpetua, salieron de la cárcel. Fue en vano, la desafección al régimen y el cansancio de sus partidarios aventuraban un próximo y contundente cambio. La Gran Guerra también había acabado con la ‘vieja política’ en España y sembrado el guerracivilismo.

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