Es Samanta Schweblin (Buenos Aires, 1978) una rara avis en su especie. Ella misma lo dice. «Yo era el bicho raro». Afincada en Berlín desde hace 12 años, la escritora argentina suele viajar poco para promocionar sus obras. Esta, por suerte, es una de esas veces. «Vengo de un lugar con una tradición por el cuento que explora lo extraño» –señala sobre su escritura–. «En lo personal, siempre traté de entender qué les pasaba a los otros que estaban tan obsesionados por pertenecer a la gran ficción de todas las ficciones que es la idea de la normalidad».
Traducida a 40 idiomas, con una obra reconocida internacionalmente con el National Book Award y el Premio Iberoamericano de Las Letras José Donoso, entre otros galardones, y varias veces finalista del International Booker Prize, Schweblin suele tomarse su tiempo para escribir. «Para mí el lenguaje es una cosa tan incómoda… Es lo que hace lo que somos, pero a la vez siento que nos falla todo el tiempo. Decir lo que realmente estás pensando es casi imposible. Quizá la única manera es esta herramienta increíble de la ficción, en la que al final puedes decir ‘así duele’. En ese sentido, el escritor no es más inteligente que el lector, pasa dos años y medio de ventaja. El gran trabajo de la literatura es condensar el tiempo de pensamiento del otro y dártelo casi como si fuera fastfood».
Hasta tres años le llevó terminar su último libro, El buen mal (Seix Barral), un volumen de relatos, género en el que se maneja como pocos. El anterior, Siete casas vacías (Páginas de Espuma), lo publicó en 2015 y, entre medias, una novela, Kentukis. De lo fantástico de sus primeros cuentos queda esa extrañeza enigmática, casi hipnótica, que irrumpe en la cotidianidad de estos últimos relatos, de corte más realista, que alumbran obsesiones como la incomunicación, el miedo o la culpa. «El problema con el cuento, tanto para el que escribe como para el que lee» –dice– «es que es muy exigente, en el sentido de que cada pocas páginas hay que volver a empezar todo».
Y tiene razón. También en El buen mal, un golpe da paso a otro, uno no se acaba de sacudir el efecto del anterior, esa especie de escalofrío eléctrico, cuando tiene que volver a empezar. En él, Schweblin reúne seis relatos donde sus personajes se quedan atrapados en un instante que lo cambia todo, donde la norma se interrumpe, y algo, una emoción, colapsa con sus vidas.
Llamadas por teléfono, animales domésticos, accidentes infantiles… «Primero me venía preguntando qué nos pasa con la literatura que la muerte ocupa en ella tanto espacio. Es algo que está siempre ahí y casi siempre al final, como en las series policiales de Netflix. Y me planteé si podía poner esa bomba de tiempo al principio y no cruzar la línea hacia lo fantástico o la ciencia ficción», explica. «Por otro lado, estamos comandados por fuerzas invisibles de las que a veces nos olvidamos, como los miedos o las traiciones. No entendemos que una cosa es el mundo y otra nuestras verdades. Y todas esas fuerzas que son invisibles, nos empujan, nos condicionan. Me planteé cuáles son esas fuerzas que, de pronto, un día colapsan y nos ponen en jaque».
Emociones perturbadoras
Schweblin, que llegó a trabajar en los seis relatos a la vez, algo que se aprecia en la comunión de la atmósfera que plantea en sus historias, comparte que, aunque generalmente es a partir de imágenes que su escritura se pone en marcha, con el tiempo se fue dando cuenta que había algo «más pesado» que tenía que ver con el modo en que «estandarizamos» los sentimientos. «Decir estoy triste es algo, por ejemplo, muy general, cuando en realidad lo que sentimos es algo terriblemente específico. Es incomunicable. Por eso necesitas hacer una serie terrible de movimientos para que el lector entienda ese texto. Es esa emoción final, en todo caso, lo que a mí me hace escribir todo un texto. En general, no me siento a escribir hasta que no entiendo esa emoción final. Y si las emociones no fueran tan perturbadoras, qué sentido tendría escribir. Para mí un libro de cuentos no es una antología, es un conjunto con un mensaje. Estos seis cuentos están juntos por una razón».
Probablemente, la mejor cuentista actual en español, sus textos han sido alabados por escritores como Siri Hustvedt, J. M. Coetzee o Lorrie Moore. Entre sus referentes, comparte la escritora, se enamoró de la literatura leyendo a García Márquez o Bioy Casares. «Estaban en la biblioteca de mi casa, que era de clase media argentina. Los compraron en un supermercado. Hoy por hoy no sé si conseguirías ahí una literatura tan alta. Me acuerdo de ir al Carrefour, por ejemplo, y ver los pasillos llenos con la nueva novela de García Márquez».
Sin embargo, reconoce que algo ha cambiado en el mundo literario global desde que publicó Siete casas vacías hace una década. «Hoy te contestaría todas las autoras que no estaba leyendo y que estaban escribiendo igual o mejor que ellos y que tardé tanto en leer». Se refiere a Silvina Ocampo, Sara Gallardo, Norah Lange, María Luisa Bombal, Elena Garro. «Todas esas autoras que estaban ahí también, estaban escribiendo relatos sobre lo extraño, sobre el cuerpo, sobre su vida y época… Me llegaron tarde esas lecturas»
Aunque tampoco es una cuestión que le obsesione. «La literatura es justamente el ejercicio de ponerse en los zapatos del otro y describir lo que todavía no te pasó. Yo escribo sobre la maternidad y no soy madre, y hay un montón de gente que me hace la pregunta como si no fuera mi derecho. Con el mismo sentido hay hombres que escribieron personajes femeninos con los que muchas de nosotras nos hemos sentido muy identificadas».
Batalla cultural
Por otro lado, añade, «muchas veces se escucha que lo mejor que se está escribiendo ahora lo están escribiendo las mujeres y yo no estoy muy de acuerdo con eso. Yo lo que creo es que las mujeres hasta hace muy poquito representaban una minoría en el mundo. Cualquier minoría que irrumpe en un medio lo que trae es novedad, cosas sobre las que no se hablaron antes, puntos de vista nuevos, y eso se lee con una frescura, una devoción, unas ganas y una necesidad que hace que el foco se ponga en ese lugar. Pero no creo que se deba a que escriban mejor, hay de todo».
Asentada en Berlín desde hace más de diez años, a Schweblin se le cuelan aún algunas de las expresiones natales en sus textos. «Cuando pongo las manos en el teclado lo primero que me sucede es que estoy en Argentina, o sea, yo soy una autora argentina». Precisamente, sobre su país de origen, poco tiene que añadir. «Parece un chiste malo, pero creo que en mi país estamos viviendo en el futuro, porque está por empezar acá lo que empezó allá. Ya veremos dentro de un año, cuando políticos como Milei lleguen al poder en Europa. Él lo dice constantemente y con toda la tranquilidad: es una batalla cultural», lamenta, antes de apuntar, con mayor optimismo que «ir contra la cultura en un país donde la cultura siempre ha sido un lugar de resguardo y de brutal resistencia, quizás no es la mejor idea. A nadie le sorprende, hemos pasado por esto muchas veces antes y, como sucede en este libro, nos volveremos a poner de pie», concluye.
Es Samanta Schweblin (Buenos Aires, 1978) una rara avis en su especie. Ella misma lo dice. «Yo era el bicho raro». Afincada en Berlín desde hace
Es Samanta Schweblin (Buenos Aires, 1978) una rara avis en su especie. Ella misma lo dice. «Yo era el bicho raro». Afincada en Berlín desde hace 12 años, la escritora argentina suele viajar poco para promocionar sus obras. Esta, por suerte, es una de esas veces. «Vengo de un lugar con una tradición por el cuento que explora lo extraño» –señala sobre su escritura–. «En lo personal, siempre traté de entender qué les pasaba a los otros que estaban tan obsesionados por pertenecer a la gran ficción de todas las ficciones que es la idea de la normalidad».
Traducida a 40 idiomas, con una obra reconocida internacionalmente con el National Book Award y el Premio Iberoamericano de Las Letras José Donoso, entre otros galardones, y varias veces finalista del International Booker Prize, Schweblin suele tomarse su tiempo para escribir. «Para mí el lenguaje es una cosa tan incómoda… Es lo que hace lo que somos, pero a la vez siento que nos falla todo el tiempo. Decir lo que realmente estás pensando es casi imposible. Quizá la única manera es esta herramienta increíble de la ficción, en la que al final puedes decir ‘así duele’. En ese sentido, el escritor no es más inteligente que el lector, pasa dos años y medio de ventaja. El gran trabajo de la literatura es condensar el tiempo de pensamiento del otro y dártelo casi como si fuera fastfood».
Hasta tres años le llevó terminar su último libro, El buen mal (Seix Barral), un volumen de relatos, género en el que se maneja como pocos. El anterior, Siete casas vacías (Páginas de Espuma), lo publicó en 2015 y, entre medias, una novela, Kentukis. De lo fantástico de sus primeros cuentos queda esa extrañeza enigmática, casi hipnótica, que irrumpe en la cotidianidad de estos últimos relatos, de corte más realista, que alumbran obsesiones como la incomunicación, el miedo o la culpa. «El problema con el cuento, tanto para el que escribe como para el que lee» –dice– «es que es muy exigente, en el sentido de que cada pocas páginas hay que volver a empezar todo».
Y tiene razón. También en El buen mal, un golpe da paso a otro, uno no se acaba de sacudir el efecto del anterior, esa especie de escalofrío eléctrico, cuando tiene que volver a empezar. En él, Schweblin reúne seis relatos donde sus personajes se quedan atrapados en un instante que lo cambia todo, donde la norma se interrumpe, y algo, una emoción, colapsa con sus vidas.
Llamadas por teléfono, animales domésticos, accidentes infantiles… «Primero me venía preguntando qué nos pasa con la literatura que la muerte ocupa en ella tanto espacio. Es algo que está siempre ahí y casi siempre al final, como en las series policiales de Netflix. Y me planteé si podía poner esa bomba de tiempo al principio y no cruzar la línea hacia lo fantástico o la ciencia ficción», explica. «Por otro lado, estamos comandados por fuerzas invisibles de las que a veces nos olvidamos, como los miedos o las traiciones. No entendemos que una cosa es el mundo y otra nuestras verdades. Y todas esas fuerzas que son invisibles, nos empujan, nos condicionan. Me planteé cuáles son esas fuerzas que, de pronto, un día colapsan y nos ponen en jaque».
Schweblin, que llegó a trabajar en los seis relatos a la vez, algo que se aprecia en la comunión de la atmósfera que plantea en sus historias, comparte que, aunque generalmente es a partir de imágenes que su escritura se pone en marcha, con el tiempo se fue dando cuenta que había algo «más pesado» que tenía que ver con el modo en que «estandarizamos» los sentimientos. «Decir estoy triste es algo, por ejemplo, muy general, cuando en realidad lo que sentimos es algo terriblemente específico. Es incomunicable. Por eso necesitas hacer una serie terrible de movimientos para que el lector entienda ese texto. Es esa emoción final, en todo caso, lo que a mí me hace escribir todo un texto. En general, no me siento a escribir hasta que no entiendo esa emoción final. Y si las emociones no fueran tan perturbadoras, qué sentido tendría escribir. Para mí un libro de cuentos no es una antología, es un conjunto con un mensaje. Estos seis cuentos están juntos por una razón».
Probablemente, la mejor cuentista actual en español, sus textos han sido alabados por escritores como Siri Hustvedt, J. M. Coetzee o Lorrie Moore. Entre sus referentes, comparte la escritora, se enamoró de la literatura leyendo a García Márquez o Bioy Casares. «Estaban en la biblioteca de mi casa, que era de clase media argentina. Los compraron en un supermercado. Hoy por hoy no sé si conseguirías ahí una literatura tan alta. Me acuerdo de ir al Carrefour, por ejemplo, y ver los pasillos llenos con la nueva novela de García Márquez».
Sin embargo, reconoce que algo ha cambiado en el mundo literario global desde que publicó Siete casas vacías hace una década. «Hoy te contestaría todas las autoras que no estaba leyendo y que estaban escribiendo igual o mejor que ellos y que tardé tanto en leer». Se refiere a Silvina Ocampo, Sara Gallardo, Norah Lange, María Luisa Bombal, Elena Garro. «Todas esas autoras que estaban ahí también, estaban escribiendo relatos sobre lo extraño, sobre el cuerpo, sobre su vida y época… Me llegaron tarde esas lecturas»
Aunque tampoco es una cuestión que le obsesione. «La literatura es justamente el ejercicio de ponerse en los zapatos del otro y describir lo que todavía no te pasó. Yo escribo sobre la maternidad y no soy madre, y hay un montón de gente que me hace la pregunta como si no fuera mi derecho. Con el mismo sentido hay hombres que escribieron personajes femeninos con los que muchas de nosotras nos hemos sentido muy identificadas».
Por otro lado, añade, «muchas veces se escucha que lo mejor que se está escribiendo ahora lo están escribiendo las mujeres y yo no estoy muy de acuerdo con eso. Yo lo que creo es que las mujeres hasta hace muy poquito representaban una minoría en el mundo. Cualquier minoría que irrumpe en un medio lo que trae es novedad, cosas sobre las que no se hablaron antes, puntos de vista nuevos, y eso se lee con una frescura, una devoción, unas ganas y una necesidad que hace que el foco se ponga en ese lugar. Pero no creo que se deba a que escriban mejor, hay de todo».
Asentada en Berlín desde hace más de diez años, a Schweblin se le cuelan aún algunas de las expresiones natales en sus textos. «Cuando pongo las manos en el teclado lo primero que me sucede es que estoy en Argentina, o sea, yo soy una autora argentina». Precisamente, sobre su país de origen, poco tiene que añadir. «Parece un chiste malo, pero creo que en mi país estamos viviendo en el futuro, porque está por empezar acá lo que empezó allá. Ya veremos dentro de un año, cuando políticos como Milei lleguen al poder en Europa. Él lo dice constantemente y con toda la tranquilidad: es una batalla cultural», lamenta, antes de apuntar, con mayor optimismo que «ir contra la cultura en un país donde la cultura siempre ha sido un lugar de resguardo y de brutal resistencia, quizás no es la mejor idea. A nadie le sorprende, hemos pasado por esto muchas veces antes y, como sucede en este libro, nos volveremos a poner de pie», concluye.
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