David Lynch: ¿genio o impostor?

Cuando murió David Lynch, en enero de este año, pudimos leer juicios muy dispares sobre su obra. A veces es mejor dejar pasar algo de tiempo antes de pronunciarse. La necrológica es un género vertiginoso.

Manuel Vilas, en El País, se confesó «enamorado» del cine de Lynch. Mencionó El hombre elefante, Corazón salvaje, Mulholland Drive y Una historia verdadera, y declaró, sin dar muchas explicaciones, su pasión por el cine «de un explorador iconoclasta y perverso y sarcástico de la condición humana». Superlativo, Vilas concluyó afirmando que Lynch era «el mejor».

En cambio, en el mismo periódico, Boyero tituló: David Lynch: no entiendo lo que pretendía contar, pero sospecho que él tampoco. «La ha palmado el artista David Lynch», escribió, y aseguró detestar «casi toda su obra». El crítico denunció su mundo «sin pies ni cabeza», compuesto por «imágenes rebuscadas y argumentos imposibles, más gratuitos que inquietantes». De la quema solo se salvaron El hombre elefante y Una historia verdadera, también mencionadas por Vilas, las películas menos lynchianas de Lynch.

Hay dos actitudes posibles ante lo que excede nuestra comprensión. Algunos, en una sala de conferencias o en un debate, leyendo un libro o viendo una película, quedarán fascinados ante algo oscuro y difícil, vislumbrando el genio y sus propios límites, que no tienen reparo en admitir. Otros se enfadarán ante la oscuridad, dirán que el autor está inventando enigmas artificiales, denunciarán un fraude artístico o intelectual, y huirán despavoridos. Es un poco lo que hacen Vilas y Boyero ante la obra de Lynch.

Nuestra apreciación de una obra de arte es siempre fruto de nuestra experiencia y nuestro carácter, de lo que somos y cómo estamos cuando entramos en contacto con ella. Yo con Lynch he tenido una relación ambivalente. No lo he admirado sin reservas, como me pasó con Ozu, Bresson o Ghatak, por ejemplo. Tampoco lo he denostado. Unas veces me ha deslumbrado, otras me ha irritado, pero nunca me ha dejado indiferente.

Desorientado

Mi primer contacto con él, como el de muchos en mi generación, fue a través de la serie Twin Peaks, que a principio de los años 90 veíamos en la tele para comentarla al día siguiente con los compañeros del instituto. En Twin Peaks, los elementos inquietantes aparecen mezclados con humor y ligereza. Su tercera temporada, hecha décadas más tarde, es bastante mejor. Lynch sabía lo que estaba contando: algo oscuro y huidizo que debía presentar de manera oblicua, mediante acercamientos sucesivos.

Muchos años después fui al cine a ver Mulholland Drive. Un amigo sofisticado, fan incondicional de Lynch, me la había puesto por las nubes. Aquella noche me sentí un poco como Boyero. La historia, hasta cierto momento de apariencia realista, se perdía en sinsentidos. Mi ser racional se sentía desorientado. A mi amigo le dije: «Lynch traiciona el contrato narrativo con el espectador». «No has comprendido nada», me dijo él.

Una década más tarde, paseando por París, de pronto otro amigo me agarró del abrigo y me dijo: «Mira, ahí está David Lynch». Me giré. Lynch estaba sentado en Les Deux Magots. Apenas percibí un segundo su tupé blanco, su rostro arrugado, su gesto incrédulo. Por entonces, igual que existe lo kafkiano o lo picassiano, también existía lo lynchiano. Él y sus creaciones habían alcanzado una estatura mitológica.

De lo lynchiano ha ofrecido una definición Manuel Arias Maldonado en un análisis minucioso publicado en THE OBJECTIVE: «Manifestación de lo sublime grotesco en la vida cotidiana». Para mí, el poso de sus obras es una exploración del mal, un universo onírico torturado, ciertas imágenes que surgen del inconsciente y lo abrasan todo. Esas escenas primordiales son la fuente de su arte visual. Lynch es pintor. Empezó como pintor y nunca dejó de serlo, también en su cine. En su primera juventud descubrió el camino del arte y ya nunca lo dejó. En su libro Room to Dream (escrito con Kristine McKenna, Canongate, 2018; traducción española del mismo año, Espacio para soñar, Reservoir Books) cuenta cómo un día, cuando estudiaba en Filadelfia, la imagen que estaba pintando en un lienzo empezó a moverse. Ya había entrado en el cine. Filmó unos cortometrajes y obtuvo una beca para estudiar cinematografía en Los Ángeles.

Poema visual

Dejando aparte Twin Peaks, sus obras más logradas, las que dan una idea más redonda de su arte, me parecen Eraserhead (Cabeza borradora), Blue Velvet (Terciopelo azul)y Lost Highway (Carretera perdida).

Eraserhead, el proyecto con el que se graduó en el American Film Institute de Los Ángeles, que tardó más de cinco años en realizar y que estuvo a punto de abandonar, es un poema visual y una fábula onírica. Lo que la mueve es la angustia con respecto a la paternidad y a la futilidad de un mundo cíclico y carente de sentido. Henry, un hombre apocado, tiene un hijo monstruoso. Quiere decir que también él lo es, al haberlo producido. De hecho, en una escena la cabeza del monstruo surge en el espacio dejado por la cabeza decapitada de Henry.

Esa pesadilla debe de ser un reflejo del malestar que sentía Lynch en su juventud, cuando estudiaba arte en Filadelfia. En el documental David Lynch: The Art Life, de Jon Nguyen, Lynch cuenta que por aquel entonces recibió la visita de su padre, que era un funcionario de la administración federal (el lado artístico le venía, probablemente, de su madre). Lynch le enseñó su estudio, en un sótano, lleno de experimentos con fruta podrida, pájaros y ratones muertos, algunos en avanzado estado de descomposición. Estaba eufórico por haberle podido mostrar el espacio donde desarrollaba su pasión. Al subir las escaleras se giró brevemente y vio el rostro apesadumbrado de su padre. Cuando se despidieron en la estación, el padre le dijo: «Dave, creo que nunca deberías tener hijos». En ese momento, aunque Lynch no lo sabía, su novia estaba embarazada.

Blue Velvet y Lost Highway son dos exploraciones del mal que roe la civilización y anida en las personas. Ambas tienen lugar en Estados Unidos, en una aparente cotidianidad americana de paisajes, casas con jardín y coches descapotables que ya hemos visto en cientos de películas, pero nada en ellas es realista.

Pasiones oscuras

En Blue Velvet, muy cercana a la estética de Twin Peaks, el joven Jeffrey se esconde en el armario cuando Dorothy recibe la visita del sádico Frank Booth, un personaje demoníaco de Lynch. Mientras bebe un whisky con fruición, Booth pide a  Dorothy que se abra de piernas, se pone una mascarilla, se excita, le llama «Mammy», le dice «Baby wants to fuck» le pega un puñetazo porque no quiere que lo mire, y grita como un poseso hasta que Dorothy le mete las bragas en la boca. Lynch explora el mal y las pasiones oscuras. Sucede en Estados Unidos, pero podría ser cualquier lugar del mundo, porque ocurre sobre todo en la mente y de una mente a otra se propaga.

Lost Highway contiene una de las escenas más aterradoras de la historia del cine. El protagonista, un saxofonista de jazz, se topa en una fiesta con un personaje excéntrico con el rostro empolvado, que podría ser un payaso o un espectro. Se hace un extraño silencio y el personaje le dice: «Nos conocemos, ¿verdad?» «No lo creo», responde el saxofonista, «¿dónde crees que nos habríamos conocido?». «En tu casa, ¿no te acuerdas?» «No, no, ¿estás seguro?» «Por supuesto. De hecho, estoy allí ahora mismo». El saxofonista le dice que está loco. El hombre le da un teléfono móvil para que llame a su casa. Contesta su voz: «Ya te dije que estaba aquí». «¿Cómo has entrado en mi casa?», dice el músico. «Tú me invitaste. No suelo ir donde no me llaman». «¿Quién eres?» Entonces el hombre se ríe con una carcajada demoníaca y desaparece.

Cuando se hace el silencio, de la familiaridad de la fiesta en un apartamento elegante no queda nada, y la inquietud se torna angustia. Es obvio, al verla, que algo no casa en la narración y que estamos inmersos en la pesadilla del protagonista, es decir, en un mundo en que tiempo y espacio no siguen las reglas habituales. Contrariamente a Mulholland Drive, que parece un rompecabezas que uno podría intentar desmontar desde fuera, en Lost Highway el espectador está dentro del brote psicótico.

Mircea Eliade considera que la experiencia religiosa nos da acceso a lo sagrado, estructura la realidad y conforma un Cosmos. En cambio, en las pesadillas la vida parece «hundirse en el Caos de la relatividad total, donde ningún Centro surge para que podamos orientarnos» (Mythes, rêves et mystères, Gallimard, 1957; hay traducción española, de Miguel Portillo, Mitos, sueños y misterios, Kairós, 2001). Es lo que pasa en las películas de Lynch, donde la quiebra de la lógica narrativa y de la representación mimética contrasta con el realismo del dispositivo: la cámara que capta imágenes y el proyector que las reproduce. Pero la ruptura no tiene lugar ahí sino en el contenido de lo representado. Se rompe el hilo, se reproduce lo onírico, el desbordamiento, o lo mistérico, las fuerzas inconscientes o sobrenaturales. La conciencia abandona el Cosmos y se hunde en un Caos del que nunca salió del todo.

Meditación

Lynch empezó a practicar la meditación trascendental cuando estaba a punto de abandonar Eraserhead y el cine. Ha contado sus experiencias con la meditación y su influencia en su arte en un hermoso libro que es una especie de poética (Catching the Big Fish: Meditation, Consciousness, and Creativity, Tarcher, 2006; publicado en 2016 por Reservoir Books como Atrapa el pez dorado: Meditación, conciencia y creatividad). Meditar de veras comporta el riesgo de que afloren a la conciencia contenidos peligrosos y dimensiones indeseables de la personalidad. En un ensayo reciente, Pablo d’Ors ha escrito que «entrar en la meditación es también entrar en el infierno», «viajar al corazón de las tinieblas». Añade que el infierno «no es lo último, desde luego, pero es infierno precisamente porque parece ser lo último». Lo que allí nos encontramos puede ser terrible, pero según d’Ors «es necesario pasar por todo eso, por oscuro o espeluznante que nos pueda resultar», para acceder al «Cielo» (Devoción, Galaxia Gutenberg, 2025). Ahora bien, para ciertas personas profundamente dañadas, entre las que podría estar Lynch, tras las cortinas rojas tal vez no haya más que un fondo negro: la prospección del infierno como final del trayecto.

Esas dos escenas de Lost Highway y Blue Velvet son escenas primordiales, de las que surge la narración, con las imágenes y los sonidos, y a las que todo parece retornar como si fueran su principio y su fin. También dan algunas claves de interpretación, sin que sea posible encontrar un sentido unívoco.

Como con los sueños, a menudo esas películas contienen materiales incomprensibles. Existen análisis perspicaces que intentan desmontarlas pieza a pieza para reducirlas a una narración lineal. Ahora bien, desmenuzándolas como si fueran acertijos se rompe el misterio. Puede ser útil intentar comprender los sueños, pero el hecho de que no se interpreten o resulten herméticos no impide que desarrollen su función drenante, que se sitúa más allá o más acá de la comprensión. Las películas de Lynch tal vez resulten más eficaces si no se elucidan del todo.

Nuestro afán de comprender es hijo de nuestro exceso de conciencia. La razón humana, tan limitada, quisiera dilatarse y abarcarlo todo. El genio torturado de Lynch nos invita a explorar el lado oscuro, a abandonarnos al sinsentido. Volvamos a las imágenes de sus películas, resistiendo a la tentación de descifrarlas.

 Cuando murió David Lynch, en enero de este año, pudimos leer juicios muy dispares sobre su obra. A veces es mejor dejar pasar algo de tiempo  

Cuando murió David Lynch, en enero de este año, pudimos leer juicios muy dispares sobre su obra. A veces es mejor dejar pasar algo de tiempo antes de pronunciarse. La necrológica es un género vertiginoso.

Manuel Vilas, en El País, se confesó «enamorado» del cine de Lynch. Mencionó El hombre elefante, Corazón salvaje, Mulholland Drive y Una historia verdadera, y declaró, sin dar muchas explicaciones, su pasión por el cine «de un explorador iconoclasta y perverso y sarcástico de la condición humana». Superlativo, Vilas concluyó afirmando que Lynch era «el mejor».

En cambio, en el mismo periódico, Boyero tituló: David Lynch: no entiendo lo que pretendía contar, pero sospecho que él tampoco.«La ha palmado el artista David Lynch», escribió, y aseguró detestar «casi toda su obra». El crítico denunció su mundo «sin pies ni cabeza», compuesto por «imágenes rebuscadas y argumentos imposibles, más gratuitos que inquietantes». De la quema solo se salvaron El hombre elefante y Una historia verdadera, también mencionadas por Vilas, las películas menos lynchianas de Lynch.

Hay dos actitudes posibles ante lo que excede nuestra comprensión. Algunos, en una sala de conferencias o en un debate, leyendo un libro o viendo una película, quedarán fascinados ante algo oscuro y difícil, vislumbrando el genio y sus propios límites, que no tienen reparo en admitir. Otros se enfadarán ante la oscuridad, dirán que el autor está inventando enigmas artificiales, denunciarán un fraude artístico o intelectual, y huirán despavoridos. Es un poco lo que hacen Vilas y Boyero ante la obra de Lynch.

Nuestra apreciación de una obra de arte es siempre fruto de nuestra experiencia y nuestro carácter, de lo que somos y cómo estamos cuando entramos en contacto con ella. Yo con Lynch he tenido una relación ambivalente. No lo he admirado sin reservas, como me pasó con Ozu, Bresson o Ghatak, por ejemplo. Tampoco lo he denostado. Unas veces me ha deslumbrado, otras me ha irritado, pero nunca me ha dejado indiferente.

Mi primer contacto con él, como el de muchos en mi generación, fue a través de la serie Twin Peaks, que a principio de los años 90 veíamos en la tele para comentarla al día siguiente con los compañeros del instituto. En Twin Peaks, los elementos inquietantes aparecen mezclados con humor y ligereza. Su tercera temporada, hecha décadas más tarde, es bastante mejor. Lynch sabía lo que estaba contando: algo oscuro y huidizo que debía presentar de manera oblicua, mediante acercamientos sucesivos.

Muchos años después fui al cine a ver Mulholland Drive. Un amigo sofisticado, fan incondicional de Lynch, me la había puesto por las nubes. Aquella noche me sentí un poco como Boyero. La historia, hasta cierto momento de apariencia realista, se perdía en sinsentidos. Mi ser racional se sentía desorientado. A mi amigo le dije: «Lynch traiciona el contrato narrativo con el espectador». «No has comprendido nada», me dijo él.

Una década más tarde, paseando por París, de pronto otro amigo me agarró del abrigo y me dijo: «Mira, ahí está David Lynch». Me giré. Lynch estaba sentado en Les Deux Magots. Apenas percibí un segundo su tupé blanco, su rostro arrugado, su gesto incrédulo. Por entonces, igual que existe lo kafkiano o lo picassiano, también existía lo lynchiano. Él y sus creaciones habían alcanzado una estatura mitológica.

De lo lynchiano ha ofrecido una definición Manuel Arias Maldonado en un análisis minucioso publicado en THE OBJECTIVE: «Manifestación de lo sublime grotesco en la vida cotidiana». Para mí, el poso de sus obras es una exploración del mal, un universo onírico torturado, ciertas imágenes que surgen del inconsciente y lo abrasan todo. Esas escenas primordiales son la fuente de su arte visual. Lynch es pintor. Empezó como pintor y nunca dejó de serlo, también en su cine. En su primera juventud descubrió el camino del arte y ya nunca lo dejó. En su libro Room to Dream (escrito con Kristine McKenna, Canongate, 2018; traducción española del mismo año, Espacio para soñar, Reservoir Books) cuenta cómo un día, cuando estudiaba en Filadelfia, la imagen que estaba pintando en un lienzo empezó a moverse. Ya había entrado en el cine. Filmó unos cortometrajes y obtuvo una beca para estudiar cinematografía en Los Ángeles.

Dejando aparte Twin Peaks, sus obras más logradas, las que dan una idea más redonda de su arte, me parecen Eraserhead (Cabeza borradora), Blue Velvet (Terciopelo azul)y Lost Highway (Carretera perdida).

Eraserhead, el proyecto con el que se graduó en el American Film Institute de Los Ángeles, que tardó más de cinco años en realizar y que estuvo a punto de abandonar, es un poema visual y una fábula onírica. Lo que la mueve es la angustia con respecto a la paternidad y a la futilidad de un mundo cíclico y carente de sentido. Henry, un hombre apocado, tiene un hijo monstruoso. Quiere decir que también él lo es, al haberlo producido. De hecho, en una escena la cabeza del monstruo surge en el espacio dejado por la cabeza decapitada de Henry.

Esa pesadilla debe de ser un reflejo del malestar que sentía Lynch en su juventud, cuando estudiaba arte en Filadelfia. En el documental David Lynch: The Art Life, de Jon Nguyen, Lynch cuenta que por aquel entonces recibió la visita de su padre, que era un funcionario de la administración federal (el lado artístico le venía, probablemente, de su madre). Lynch le enseñó su estudio, en un sótano, lleno de experimentos con fruta podrida, pájaros y ratones muertos, algunos en avanzado estado de descomposición. Estaba eufórico por haberle podido mostrar el espacio donde desarrollaba su pasión. Al subir las escaleras se giró brevemente y vio el rostro apesadumbrado de su padre. Cuando se despidieron en la estación, el padre le dijo: «Dave, creo que nunca deberías tener hijos». En ese momento, aunque Lynch no lo sabía, su novia estaba embarazada.

Blue Velvet y Lost Highway son dos exploraciones del mal que roe la civilización y anida en las personas. Ambas tienen lugar en Estados Unidos, en una aparente cotidianidad americana de paisajes, casas con jardín y coches descapotables que ya hemos visto en cientos de películas, pero nada en ellas es realista.

En Blue Velvet, muy cercana a la estética de Twin Peaks, el joven Jeffrey se esconde en el armario cuando Dorothy recibe la visita del sádico Frank Booth, un personaje demoníaco de Lynch. Mientras bebe un whisky con fruición, Booth pide a  Dorothy que se abra de piernas, se pone una mascarilla, se excita, le llama «Mammy», le dice «Baby wants to fuck» le pega un puñetazo porque no quiere que lo mire, y grita como un poseso hasta que Dorothy le mete las bragas en la boca. Lynch explora el mal y las pasiones oscuras. Sucede en Estados Unidos, pero podría ser cualquier lugar del mundo, porque ocurre sobre todo en la mente y de una mente a otra se propaga.

Lost Highway contiene una de las escenas más aterradoras de la historia del cine. El protagonista, un saxofonista de jazz, se topa en una fiesta con un personaje excéntrico con el rostro empolvado, que podría ser un payaso o un espectro. Se hace un extraño silencio y el personaje le dice: «Nos conocemos, ¿verdad?» «No lo creo», responde el saxofonista, «¿dónde crees que nos habríamos conocido?». «En tu casa, ¿no te acuerdas?» «No, no, ¿estás seguro?» «Por supuesto. De hecho, estoy allí ahora mismo». El saxofonista le dice que está loco. El hombre le da un teléfono móvil para que llame a su casa. Contesta su voz: «Ya te dije que estaba aquí». «¿Cómo has entrado en mi casa?», dice el músico. «Tú me invitaste. No suelo ir donde no me llaman». «¿Quién eres?» Entonces el hombre se ríe con una carcajada demoníaca y desaparece.

Cuando se hace el silencio, de la familiaridad de la fiesta en un apartamento elegante no queda nada, y la inquietud se torna angustia. Es obvio, al verla, que algo no casa en la narración y que estamos inmersos en la pesadilla del protagonista, es decir, en un mundo en que tiempo y espacio no siguen las reglas habituales. Contrariamente a Mulholland Drive, que parece un rompecabezas que uno podría intentar desmontar desde fuera, en Lost Highway el espectador está dentro del brote psicótico.

Mircea Eliade considera que la experiencia religiosa nos da acceso a lo sagrado, estructura la realidad y conforma un Cosmos. En cambio, en las pesadillas la vida parece «hundirse en el Caos de la relatividad total, donde ningún Centro surge para que podamos orientarnos» (Mythes, rêves et mystères, Gallimard, 1957; hay traducción española, de Miguel Portillo, Mitos, sueños y misterios, Kairós, 2001). Es lo que pasa en las películas de Lynch, donde la quiebra de la lógica narrativa y de la representación mimética contrasta con el realismo del dispositivo: la cámara que capta imágenes y el proyector que las reproduce. Pero la ruptura no tiene lugar ahí sino en el contenido de lo representado. Se rompe el hilo, se reproduce lo onírico, el desbordamiento, o lo mistérico, las fuerzas inconscientes o sobrenaturales. La conciencia abandona el Cosmos y se hunde en un Caos del que nunca salió del todo.

Lynch empezó a practicar la meditación trascendental cuando estaba a punto de abandonar Eraserhead y el cine. Ha contado sus experiencias con la meditación y su influencia en su arte en un hermoso libro que es una especie de poética (Catching the Big Fish: Meditation, Consciousness, and Creativity, Tarcher, 2006; publicado en 2016 por Reservoir Books como Atrapa el pez dorado: Meditación, conciencia y creatividad). Meditar de veras comporta el riesgo de que afloren a la conciencia contenidos peligrosos y dimensiones indeseables de la personalidad. En un ensayo reciente, Pablo d’Ors ha escrito que «entrar en la meditación es también entrar en el infierno», «viajar al corazón de las tinieblas». Añade que el infierno «no es lo último, desde luego, pero es infierno precisamente porque parece ser lo último». Lo que allí nos encontramos puede ser terrible, pero según d’Ors «es necesario pasar por todo eso, por oscuro o espeluznante que nos pueda resultar», para acceder al «Cielo» (Devoción, Galaxia Gutenberg, 2025). Ahora bien, para ciertas personas profundamente dañadas, entre las que podría estar Lynch, tras las cortinas rojas tal vez no haya más que un fondo negro: la prospección del infierno como final del trayecto.

Esas dos escenas de Lost Highway y Blue Velvet son escenas primordiales, de las que surge la narración, con las imágenes y los sonidos, y a las que todo parece retornar como si fueran su principio y su fin. También dan algunas claves de interpretación, sin que sea posible encontrar un sentido unívoco.

Como con los sueños, a menudo esas películas contienen materiales incomprensibles. Existen análisis perspicaces que intentan desmontarlas pieza a pieza para reducirlas a una narración lineal. Ahora bien, desmenuzándolas como si fueran acertijos se rompe el misterio. Puede ser útil intentar comprender los sueños, pero el hecho de que no se interpreten o resulten herméticos no impide que desarrollen su función drenante, que se sitúa más allá o más acá de la comprensión. Las películas de Lynch tal vez resulten más eficaces si no se elucidan del todo.

Nuestro afán de comprender es hijo de nuestro exceso de conciencia. La razón humana, tan limitada, quisiera dilatarse y abarcarlo todo. El genio torturado de Lynch nos invita a explorar el lado oscuro, a abandonarnos al sinsentido. Volvamos a las imágenes de sus películas, resistiendo a la tentación de descifrarlas.

 Noticias de Cultura: Última hora de hoy en THE OBJECTIVE

Noticias Similares