Damon Galgut explora el desarraigo y la conexión humana en un viaje sin destino

«Al final siempre te atormenta más lo que no hiciste que lo que sí hiciste, con el tiempo las acciones realizadas siempre pueden racionalizarse, los actos incumplidos habrían podido cambiar el mundo», escribe Damon Galgut (Pretoria, Sudáfrica, 1963) en su libro La habitación ajena (Libros del Asteroide, 2024), con el que confirma su capacidad de sumergirse en la psique humana y examinar con minuciosidad los matices de la alienación y las relaciones. Finalista con esta novela del Premio Booker en 2010 —el cual ganaría más tarde en 2021 con La promesa (Libros del Asteroide, 2022)—, esta narración se perfila como una obra compleja e introspectiva, difícil de encasillar, como el propio autor comentó en un encuentro con periodistas en Barcelona. La novela traspasa las fronteras del género literario al combinar elementos de memorias personales con literatura de viajes, llevando al lector a través de un recorrido incierto y, al mismo tiempo, fascinante.

Un viaje sin destino definido

La habitación ajena cuenta la historia de un joven solitario –llamado Damon, como el propio escritor– que huye de su tierra natal, Sudáfrica, sin una meta clara. «Empieza a dar la sensación de que nunca ha vivido de otro modo y que jamás echará raíces». Con pocas ganas de volver a casa, su viaje lo lleva a recorrer Grecia, África oriental e India, y lo hace como un vagabundo, sin itinerario fijo. Este errático recorrido, que en lugar de una aventura placentera parece una huida de la realidad, lo enfrenta a situaciones y personas que terminarán marcándolo profundamente. En el transcurso de su viaje conoce a Reiner, un chico alemán enigmático, a un despreocupado grupo de mochileros y a una mujer británica en crisis personal, quienes, sin pretenderlo, dan forma a sus días y lo arrastran a distintas experiencias vitales.

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La habitación ajena
Damon Galgut

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El protagonista se adapta a estos nuevos encuentros adoptando distintos roles, convirtiéndose en seguidor, amante y guardián, papeles que estructuran la novela en tres partes, llamadas de la misma manera. Así, La habitación ajena se convierte en un relato de búsqueda que, en lugar de una identidad o un propósito claro, lo confronta con las ambigüedades de su propia personalidad y con el hecho de que su existencia cobra sentido únicamente a través de los demás, aunque esas relaciones puedan ser fugaces o dolorosas. No somos capaces de vivir sin los vínculos con otros seres humanos. 

Entre ficción y memoria: el estilo único de Galgut

El autor utiliza una técnica narrativa inusual que combina la primera y la tercera persona, lo que contribuye a la sensación de desconcierto y fragmentación del protagonista. La narración oscila entre la voz de un joven sin rumbo y la de un hombre que recuerda esos momentos desde la distancia, en una fusión que hace indistinguibles el pasado y el presente. Esta elección estilística permite una perspectiva dual: la del viajero que vive y siente cada experiencia y la del escritor que, ya en su madurez, mira hacia atrás y reconstruye un sentido.

El propio escritor ha reconocido que esta obra es difícil de clasificar, ya que no es una novela convencional ni tampoco una pura crónica de viajes. Galgut, en Barcelona, afirmó que La habitación ajena refleja la «dificultad de etiquetar» ciertas vivencias y emociones, y admitió que parte de lo narrado está basado en sus propias experiencias en los noventa, cuando viajó por Grecia y varios países africanos, y en 2002, cuando recorrió la India. Así, el libro tiene una fuerte carga autobiográfica que le da autenticidad y hace que los límites entre autor y protagonista se difuminen, lo que potencia la cercanía y el realismo de sus vivencias.

Un desarraigo sin nacionalidad

A diferencia de La promesa, en la que Sudáfrica es un elemento esencial, en La habitación ajena, Galgut opta por «desnudar» el relato de referencias nacionales, como él mismo comentó. Esta elección es notable y refuerza el sentimiento de desarraigo, una constante en toda la novela. Al dejar a un lado la nacionalidad y su historia, el protagonista se vuelve una figura universal, representando la experiencia de quienes se sienten desplazados en el mundo, como si cada lugar fuese ajeno.

Este desarraigo conecta profundamente con el sentido de alienación que emana la historia. Cada nuevo país, cada encuentro con los viajeros que se cruzan por su camino, le recuerda al protagonista lo fácil que es perder el rumbo, y cómo este errar puede a la vez esconder un intento de evasión de uno mismo. Sin embargo, aunque parece una búsqueda sin dirección, cada persona que conoce le devuelve algo de sí mismo, y a la vez, abre heridas y cuestionamientos que se vuelven insoslayables.

Las fronteras interiores: una metáfora del viaje emocional

A través de su protagonista, Galgut ofrece una interesante reflexión sobre el significado de las fronteras. Los límites geográficos que atraviesa el personaje simbolizan sus propias barreras emocionales y psicológicas, y en cada país parece dejar atrás un pedazo de su identidad. Esta metáfora de las fronteras como reflejo de su mundo interior convierte el viaje en una indagación hacia las profundidades de su ser, hacia los lugares donde se guardan el dolor, la añoranza, la rabia y el deseo. Y, sobre todo, del amor que carece, pero reclama con fervor. «En sus momentos más lúcidos piensa que ha perdido la capacidad de amar a las personas, los lugares o las cosas, sobre todo a la persona, el lugar y la cosa que es él. Sin amor nada tiene valor, nada puede tener mucha importancia», escribe. «Escribo sobre mí, nada más, es lo único que conozco, y por ese motivo he fracasado siempre en todos los amores, que es como decir en el corazón mismo de mi vida».

Esta introspección no trata de una búsqueda de placer, sino de una especie de purga o confrontación, en la que el protagonista examina sus propios temores y deseos a través de sus relaciones con desconocidos. Las fronteras, en lugar de marcar territorios definidos, se difuminan para reflejar la incertidumbre de su propio sentido de pertenencia. De este modo, la narrativa se convierte en una reflexión sobre la dificultad de definir quiénes somos, especialmente cuando huimos de nosotros mismos. «La frontera es una línea en un mapa, pero también está trazada en alguna parte dentro de él».

La muerte como presencia silenciosa

«En el fondo de toda partida se oculta, diminuta como una semilla negra, el miedo a la muerte», escribe en palabras del joven ambulante. Si bien la novela no trata directamente sobre la muerte, este tema permanece latente a lo largo de la historia. Como Galgut explicó en una entrevista que le hice en 2022, le obsesiona «lo que ocurre antes de ella, todas las actividades que conforman la vida». La muerte aquí no es una amenaza tangible, sino un recordatorio de que la vida pende de un hilo finísimo y que el tiempo es efímero. El protagonista parece tener la urgencia de vivir como si estuviera en el ocaso de su existencia, explorando sin descanso para encontrar, tal vez, un sentido que lo trascienda. La muerte, en ese sentido, da forma al vacío que atraviesa en su viaje. 

La habitación ajena es, en última instancia, un libro sobre la identidad y el encuentro, sobre cómo solo podemos existir en relación con los demás, aunque estos vínculos puedan ser fugaces o incluso dañinos. Galgut nos confronta con la verdad de que somos, en buena parte, reflejos de las conexiones que establecemos, y que a menudo son esas relaciones las que nos revelan aspectos de nosotros mismos que preferiríamos no ver. El dolor, la compasión, la rabia, el amor y el deseo, elementos que emergen en el contacto humano, son los verdaderos motores de esta historia. Y de la vida misma. La habitación ajena es un relato crudo y sin concesiones, que invita al lector a acompañar al protagonista en un viaje donde, más que destinos o logros, encuentra preguntas y espejos.

 «Al final siempre te atormenta más lo que no hiciste que lo que sí hiciste, con el tiempo las acciones realizadas siempre pueden racionalizarse, los actos  

«Al final siempre te atormenta más lo que no hiciste que lo que sí hiciste, con el tiempo las acciones realizadas siempre pueden racionalizarse, los actos incumplidos habrían podido cambiar el mundo», escribe Damon Galgut (Pretoria, Sudáfrica, 1963) en su libro La habitación ajena (Libros del Asteroide, 2024), con el que confirma su capacidad de sumergirse en la psique humana y examinar con minuciosidad los matices de la alienación y las relaciones. Finalista con esta novela del Premio Booker en 2010 —el cual ganaría más tarde en 2021 con La promesa (Libros del Asteroide, 2022)—, esta narración se perfila como una obra compleja e introspectiva, difícil de encasillar, como el propio autor comentó en un encuentro con periodistas en Barcelona. La novela traspasa las fronteras del género literario al combinar elementos de memorias personales con literatura de viajes, llevando al lector a través de un recorrido incierto y, al mismo tiempo, fascinante.

La habitación ajena cuenta la historia de un joven solitario –llamado Damon, como el propio escritor– que huye de su tierra natal, Sudáfrica, sin una meta clara. «Empieza a dar la sensación de que nunca ha vivido de otro modo y que jamás echará raíces». Con pocas ganas de volver a casa, su viaje lo lleva a recorrer Grecia, África oriental e India, y lo hace como un vagabundo, sin itinerario fijo. Este errático recorrido, que en lugar de una aventura placentera parece una huida de la realidad, lo enfrenta a situaciones y personas que terminarán marcándolo profundamente. En el transcurso de su viaje conoce a Reiner, un chico alemán enigmático, a un despreocupado grupo de mochileros y a una mujer británica en crisis personal, quienes, sin pretenderlo, dan forma a sus días y lo arrastran a distintas experiencias vitales.

El protagonista se adapta a estos nuevos encuentros adoptando distintos roles, convirtiéndose en seguidor, amante y guardián, papeles que estructuran la novela en tres partes, llamadas de la misma manera. Así, La habitación ajena se convierte en un relato de búsqueda que, en lugar de una identidad o un propósito claro, lo confronta con las ambigüedades de su propia personalidad y con el hecho de que su existencia cobra sentido únicamente a través de los demás, aunque esas relaciones puedan ser fugaces o dolorosas. No somos capaces de vivir sin los vínculos con otros seres humanos. 

El autor utiliza una técnica narrativa inusual que combina la primera y la tercera persona, lo que contribuye a la sensación de desconcierto y fragmentación del protagonista. La narración oscila entre la voz de un joven sin rumbo y la de un hombre que recuerda esos momentos desde la distancia, en una fusión que hace indistinguibles el pasado y el presente. Esta elección estilística permite una perspectiva dual: la del viajero que vive y siente cada experiencia y la del escritor que, ya en su madurez, mira hacia atrás y reconstruye un sentido.

El propio escritor ha reconocido que esta obra es difícil de clasificar, ya que no es una novela convencional ni tampoco una pura crónica de viajes. Galgut, en Barcelona, afirmó que La habitación ajena refleja la «dificultad de etiquetar» ciertas vivencias y emociones, y admitió que parte de lo narrado está basado en sus propias experiencias en los noventa, cuando viajó por Grecia y varios países africanos, y en 2002, cuando recorrió la India. Así, el libro tiene una fuerte carga autobiográfica que le da autenticidad y hace que los límites entre autor y protagonista se difuminen, lo que potencia la cercanía y el realismo de sus vivencias.

A diferencia de La promesa, en la que Sudáfrica es un elemento esencial, en La habitación ajena, Galgut opta por «desnudar» el relato de referencias nacionales, como él mismo comentó. Esta elección es notable y refuerza el sentimiento de desarraigo, una constante en toda la novela. Al dejar a un lado la nacionalidad y su historia, el protagonista se vuelve una figura universal, representando la experiencia de quienes se sienten desplazados en el mundo, como si cada lugar fuese ajeno.

Este desarraigo conecta profundamente con el sentido de alienación que emana la historia. Cada nuevo país, cada encuentro con los viajeros que se cruzan por su camino, le recuerda al protagonista lo fácil que es perder el rumbo, y cómo este errar puede a la vez esconder un intento de evasión de uno mismo. Sin embargo, aunque parece una búsqueda sin dirección, cada persona que conoce le devuelve algo de sí mismo, y a la vez, abre heridas y cuestionamientos que se vuelven insoslayables.

A través de su protagonista, Galgut ofrece una interesante reflexión sobre el significado de las fronteras. Los límites geográficos que atraviesa el personaje simbolizan sus propias barreras emocionales y psicológicas, y en cada país parece dejar atrás un pedazo de su identidad. Esta metáfora de las fronteras como reflejo de su mundo interior convierte el viaje en una indagación hacia las profundidades de su ser, hacia los lugares donde se guardan el dolor, la añoranza, la rabia y el deseo. Y, sobre todo, del amor que carece, pero reclama con fervor. «En sus momentos más lúcidos piensa que ha perdido la capacidad de amar a las personas, los lugares o las cosas, sobre todo a la persona, el lugar y la cosa que es él. Sin amor nada tiene valor, nada puede tener mucha importancia», escribe. «Escribo sobre mí, nada más, es lo único que conozco, y por ese motivo he fracasado siempre en todos los amores, que es como decir en el corazón mismo de mi vida».

Esta introspección no trata de una búsqueda de placer, sino de una especie de purga o confrontación, en la que el protagonista examina sus propios temores y deseos a través de sus relaciones con desconocidos. Las fronteras, en lugar de marcar territorios definidos, se difuminan para reflejar la incertidumbre de su propio sentido de pertenencia. De este modo, la narrativa se convierte en una reflexión sobre la dificultad de definir quiénes somos, especialmente cuando huimos de nosotros mismos. «La frontera es una línea en un mapa, pero también está trazada en alguna parte dentro de él».

«En el fondo de toda partida se oculta, diminuta como una semilla negra, el miedo a la muerte», escribe en palabras del joven ambulante. Si bien la novela no trata directamente sobre la muerte, este tema permanece latente a lo largo de la historia. Como Galgut explicó en una entrevista que le hice en 2022, le obsesiona «lo que ocurre antes de ella, todas las actividades que conforman la vida». La muerte aquí no es una amenaza tangible, sino un recordatorio de que la vida pende de un hilo finísimo y que el tiempo es efímero. El protagonista parece tener la urgencia de vivir como si estuviera en el ocaso de su existencia, explorando sin descanso para encontrar, tal vez, un sentido que lo trascienda. La muerte, en ese sentido, da forma al vacío que atraviesa en su viaje. 

La habitación ajena es, en última instancia, un libro sobre la identidad y el encuentro, sobre cómo solo podemos existir en relación con los demás, aunque estos vínculos puedan ser fugaces o incluso dañinos. Galgut nos confronta con la verdad de que somos, en buena parte, reflejos de las conexiones que establecemos, y que a menudo son esas relaciones las que nos revelan aspectos de nosotros mismos que preferiríamos no ver. El dolor, la compasión, la rabia, el amor y el deseo, elementos que emergen en el contacto humano, son los verdaderos motores de esta historia. Y de la vida misma. La habitación ajena es un relato crudo y sin concesiones, que invita al lector a acompañar al protagonista en un viaje donde, más que destinos o logros, encuentra preguntas y espejos.

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