Los escritores suelen decir que escriben desde los márgenes de la sociedad, que tratan de dar voz a los que no la tienen, enfocar esas zonas turbias que quedan fuera del foco. En el caso de Cristina Sánchez-Andrade (Santiago de Compostela, 1968) esto se aplica en más de un sentido. Su obra, que ya suma una veintena de títulos desde que debutó con Las lagartijas huelen a hierba (1999), a menudo se sitúa en aldeas gallegas, esa Galicia rural de gente humilde donde la omnipresente religión católica convive con las supersticiones ancestrales. Y las mujeres –niñas, jóvenes, ancianas, brujas–, eternas guardianas del hogar y transmisoras del vínculo con lo pagano, son sus protagonistas.
Su última novela, Habitada (Anagrama, 2025) continúa esa senda. Manuela, apenas una muchacha en esa edad entre dos mundos, lleva un año recluida en casa por una dolencia que desconcierta a médicos y parroquianos. Sospechan que está poseída por el espíritu de un clérigo que falleció en La Habana unos años antes, lo que se conoce como corpo aberto. La chiquilla, una pueblerina analfabeta, empieza a hablar con acento cubano y desarrolla discursos propios de un hombre docto. Ni el párroco (la religión) ni el médico (la ciencia) encuentran una explicación que se ajuste a sus sistemas de creencias. Ahí, en esa zona liminar, Cristina Sánchez-Andrade juega de nuevo con el realismo mágico.
En la primera parte, que abarca la mitad de la novela y se titula «muda» (sic), Manuela relata cómo era su vida antes de enfermar: hija de un padre tirano, comenzó a servir en una casa, aunque en la práctica se dedicaba a hacer compañía a la señora, afligida desde la pérdida de su hija. No es de extrañar que se sintiera «muda»: aún no había perdido su identidad, pero todos a su alrededor, incluidos quienes se cruzaban de tanto en cuando, la anulaban. A escondidas, Manuela se formaba en herboristería bajo las instrucciones de una meiga. Esta preparación la acercaba a las raíces y al misterio; constituía una vía de escape a las órdenes, un (tímido) ejercicio de libertad interior.
Esa Manuela que se abre al mundo de los adultos no es más que un juguete en manos de estos. No es solo que no se imponga; es que en ese lugar, en aquella época –principios del siglo XX– era impensable que alguien de su condición lo hiciera. Es pobre, es mujer, es analfabeta. Crece con los votos de obediencia, fe y abnegación interiorizados. Esta primera parte del libro está escrita en minúscula, en forma de monólogo, cuya disposición no se ciñe a los criterios de redacción formal, una elección que recuerda a Del color de la leche (2012), de Nell Leyshon –también protagonizado por una criada en una situación asfixiante– y que es coherente con las circunstancias de Manuela.
La segunda parte, «huésped», ocupa casi el resto del libro hasta la breve conclusión. Ahora Manuela ya no habla como Manuela, sino como el espíritu misterioso que ha ocupado su cuerpo, lo que se traduce en un registro estilístico más ordenado, siguiendo las normas gramaticales. Cuando la visitan el médico y el sacerdote, ya no los mira desde la misma posición subordinada de antes, sino como alguien seguro de sí mismo hasta en su aparente delirio. Se ha producido una ruptura del orden: con la entrada de lo misterioso, ha dejado de ser funcional para el sistema, ya no puede cumplir con sus obligaciones ni con el padre, ni con la señora, ni con el párroco. Este desbarajuste, no obstante, deviene liberador: al dejar de ser ella misma, adquiere una fuerza, un valor, que antes le resultaba impensable.
He ahí el acierto de la autora: la paradoja de poder alzar la voz justo cuando se pierde el control, cuando se cae «enferma» y ya no debe atender sus tareas. ¿La joven se halla habitada en la segunda parte, o ya lo estaba antes, por quienes la sometían? ¿Qué es más peligroso: un espíritu errabundo o la ferocidad de los vivos? El estado de Manuela hace trastabillar a los demás, que se dejan dominar más por el instinto que por la razón. Como si, al romperse una pieza, se derribara el edificio entero, el espejismo en el que vivían. Y el origen no es casual: la posesión de Manuela está ligada a acontecimientos de la primera parte que de algún modo justifican la interpretación mística de la gente.
El uso del elemento sobrenatural no es gratuito, sino que subraya la grieta que no se puede nombrar con el lenguaje común. Habitada se lee como una novela sobre la opresión del (la) débil, y nos advierte de que, al infligir daño al otro, el efecto puede repercutir en los demás, en la comunidad, un trauma colectivo que se perpetúa generación tras generación, hasta convertirse en leyenda. El libro es a su vez un homenaje a la Galicia de antaño, la de ellas, las mujeres de la tierra, las veladoras de ese conocimiento ancestral, las trabajadoras silenciosas y silenciadas. Una novela oscura y desasosegante, con el humor grotesco del ser humano aturdido y el lirismo característico de la autora, afín a la oralidad y dotado de una cadencia particular.
De un tiempo a esta parte, Galicia puede presumir de una espléndida generación de narradores que, en gallego o en castellano, se han quitado los complejos y no se limitan a situar su comunidad en el centro del mapa literario, sino que reivindican su folclore y se hacen eco de los márgenes, como por ejemplo, Ledicia Costas en Piel de cordero (2024). Sin duda, Cristina Sánchez-Andrade es una de sus mayores exponentes, con cada libro expande ese universo literario, conecta lo ancestral con la conciencia contemporánea y, ante todo, le da la emoción de la literatura hipnótica.
Los escritores suelen decir que escriben desde los márgenes de la sociedad, que tratan de dar voz a los que no la tienen, enfocar esas zonas
Los escritores suelen decir que escriben desde los márgenes de la sociedad, que tratan de dar voz a los que no la tienen, enfocar esas zonas turbias que quedan fuera del foco. En el caso de Cristina Sánchez-Andrade (Santiago de Compostela, 1968) esto se aplica en más de un sentido. Su obra, que ya suma una veintena de títulos desde que debutó con Las lagartijas huelen a hierba (1999), a menudo se sitúa en aldeas gallegas, esa Galicia rural de gente humilde donde la omnipresente religión católica convive con las supersticiones ancestrales. Y las mujeres –niñas, jóvenes, ancianas, brujas–, eternas guardianas del hogar y transmisoras del vínculo con lo pagano, son sus protagonistas.
Su última novela, Habitada (Anagrama, 2025) continúa esa senda. Manuela, apenas una muchacha en esa edad entre dos mundos, lleva un año recluida en casa por una dolencia que desconcierta a médicos y parroquianos. Sospechan que está poseída por el espíritu de un clérigo que falleció en La Habana unos años antes, lo que se conoce como corpo aberto. La chiquilla, una pueblerina analfabeta, empieza a hablar con acento cubano y desarrolla discursos propios de un hombre docto. Ni el párroco (la religión) ni el médico (la ciencia) encuentran una explicación que se ajuste a sus sistemas de creencias. Ahí, en esa zona liminar, Cristina Sánchez-Andrade juega de nuevo con el realismo mágico.
En la primera parte, que abarca la mitad de la novela y se titula «muda» (sic), Manuela relata cómo era su vida antes de enfermar: hija de un padre tirano, comenzó a servir en una casa, aunque en la práctica se dedicaba a hacer compañía a la señora, afligida desde la pérdida de su hija. No es de extrañar que se sintiera «muda»: aún no había perdido su identidad, pero todos a su alrededor, incluidos quienes se cruzaban de tanto en cuando, la anulaban. A escondidas, Manuela se formaba en herboristería bajo las instrucciones de una meiga. Esta preparación la acercaba a las raíces y al misterio; constituía una vía de escape a las órdenes, un (tímido) ejercicio de libertad interior.
Esa Manuela que se abre al mundo de los adultos no es más que un juguete en manos de estos. No es solo que no se imponga; es que en ese lugar, en aquella época –principios del siglo XX– era impensable que alguien de su condición lo hiciera. Es pobre, es mujer, es analfabeta. Crece con los votos de obediencia, fe y abnegación interiorizados. Esta primera parte del libro está escrita en minúscula, en forma de monólogo, cuya disposición no se ciñe a los criterios de redacción formal, una elección que recuerda a Del color de la leche (2012), de Nell Leyshon –también protagonizado por una criada en una situación asfixiante– y que es coherente con las circunstancias de Manuela.
La segunda parte, «huésped», ocupa casi el resto del libro hasta la breve conclusión. Ahora Manuela ya no habla como Manuela, sino como el espíritu misterioso que ha ocupado su cuerpo, lo que se traduce en un registro estilístico más ordenado, siguiendo las normas gramaticales. Cuando la visitan el médico y el sacerdote, ya no los mira desde la misma posición subordinada de antes, sino como alguien seguro de sí mismo hasta en su aparente delirio. Se ha producido una ruptura del orden: con la entrada de lo misterioso, ha dejado de ser funcional para el sistema, ya no puede cumplir con sus obligaciones ni con el padre, ni con la señora, ni con el párroco. Este desbarajuste, no obstante, deviene liberador: al dejar de ser ella misma, adquiere una fuerza, un valor, que antes le resultaba impensable.
He ahí el acierto de la autora: la paradoja de poder alzar la voz justo cuando se pierde el control, cuando se cae «enferma» y ya no debe atender sus tareas. ¿La joven se halla habitada en la segunda parte, o ya lo estaba antes, por quienes la sometían? ¿Qué es más peligroso: un espíritu errabundo o la ferocidad de los vivos? El estado de Manuela hace trastabillar a los demás, que se dejan dominar más por el instinto que por la razón. Como si, al romperse una pieza, se derribara el edificio entero, el espejismo en el que vivían. Y el origen no es casual: la posesión de Manuela está ligada a acontecimientos de la primera parte que de algún modo justifican la interpretación mística de la gente.
El uso del elemento sobrenatural no es gratuito, sino que subraya la grieta que no se puede nombrar con el lenguaje común. Habitada se lee como una novela sobre la opresión del (la) débil, y nos advierte de que, al infligir daño al otro, el efecto puede repercutir en los demás, en la comunidad, un trauma colectivo que se perpetúa generación tras generación, hasta convertirse en leyenda. El libro es a su vez un homenaje a la Galicia de antaño, la de ellas, las mujeres de la tierra, las veladoras de ese conocimiento ancestral, las trabajadoras silenciosas y silenciadas. Una novela oscura y desasosegante, con el humor grotesco del ser humano aturdido y el lirismo característico de la autora, afín a la oralidad y dotado de una cadencia particular.
De un tiempo a esta parte, Galicia puede presumir de una espléndida generación de narradores que, en gallego o en castellano, se han quitado los complejos y no se limitan a situar su comunidad en el centro del mapa literario, sino que reivindican su folclore y se hacen eco de los márgenes, como por ejemplo, Ledicia Costas en Piel de cordero (2024). Sin duda, Cristina Sánchez-Andrade es una de sus mayores exponentes, con cada libro expande ese universo literario, conecta lo ancestral con la conciencia contemporánea y, ante todo, le da la emoción de la literatura hipnótica.
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