Uno no elige el tema sobre el que va a escribir; es el tema el que se asoma, por instinto, desde las entrañas, porque siempre estuvo ahí, inherente al lugar que habita el narrador. Cuando se trata de escritoras latinoamericanas del llamado nuevo boom, esa música de fondo, o más bien ese ruido, ese grito, suele ser la violencia, la violencia ejercida sobre el cuerpo femenino, el cuerpo sometido, en mil y una formas, porque no toda violencia es un golpe, o, mejor dicho, hay muchas maneras de golpear. Ser tierra hostil donde no se puede encontrar la armonía, por ejemplo. Empujar a la huida, aunque sea de destino incierto. Mejor la incertidumbre que la certeza de quedarse en un territorio condenado.
La mexicana Cristina Rivera Garza (Matamoros, Tamaulipas, 1964) se marchó de su país en su juventud para instalarse en Estados Unidos, donde tiene una cátedra en la Universidad de Houston. Ha publicado novelas, cuentos, poesía, crónicas y ensayos, y en 2024 fue galardonada con el Premio Pulitzer de Memorias por la traducción al inglés de El invencible verano de Liliana (2021), sobre el asesinato de su hermana, víctima de feminicidio. Tanto en sus investigaciones como en la creación literaria, se ha interesado por la historia silenciada de América Latina, esto es, la de las mujeres, las minorías, los desarraigados. Aquellos para quienes la patria no es hogar, y, como ella, se van de allí.
Esa pulsión hacia el viaje vertebra su último libro, Terrestre (Random House, 2025), el primero que publica después de recibir el Pulitzer. Consta de siete relatos más o menos extensos, independientes, aunque con esas obsesiones recurrentes, a saber: migraciones, mujeres, sobre todo mujeres jóvenes, la amistad femenina (o sororidad, diríamos ahora), el submundo del callejón y los márgenes. Degradación, vagar por lugares sórdidos, pero con la risa gozosa de quien se sabe joven, viva, insaciable, libre, con esa esperanza: «Y soltemos la carcajada entonces, a todo volumen, nada más porque sí, porque tenemos pulmones y es posible» (p. 47, «Sol de otro planeta»). Siempre con ese estilo brillante, de oraciones ramificadas, cadenciosas, que arrastra al lector y no lo suelta.
En el primer relato, «El significado de la lluvia», el desplazamiento se sitúa en Irlanda, donde la narradora conoció a una mujer, Julia O’Bradeigh, uno de los pocos personajes a los que se pone nombre, individualiza. En realidad, esa evocación le sirve de pretexto para tirar el hilo del paso del tiempo, la nostalgia, lo que queda atrás: «Me pregunté, justo entonces, si esto era en verdad envejecer. Temblar a cada rato. Quedarse sin aire. Trastabillar y dudar. Apretar las mandíbulas con discreción, como si las muelas estuvieran pegadas con un pegamento antiguo» (p. 23). No solo bebe de la narración, sino que intercala fragmentos más próximos a la crónica, como referencias culturales que complementan, fijan la remembranza. Termina con un hermoso juego de palabras en el que intercala su voz con un poema de Cristina Peri Rossi: «Quizá tengas el cabello mojado, el teléfono a mano, Julia, querida Julia O’Bradeigh, el teléfono que no usas para llamarme, para decirme, con tus cabellos rojizos bajo la caperuza negra, esta noche te amo, me inundan los recuerdos de ti, discúlpame, la literatura me mató, pero te le parecías tanto» (p. 31).
El segundo relato, «Sol de otro planeta», utiliza la primera persona del plural para narrar el viaje de un grupo de mujeres jóvenes. Este punto de vista, que en otros textos puede resultar monótono, en sus manos rebosa vigor gracias al ritmo, a la cadencia lírica de la repetición sintáctica. El recurso de la voz colectiva migrante reaparece en piezas como «Práctica de campo» y «Pajarracas», y permite reflejar el vínculo, el motor, la energía femenina que reside en la unión, los cuidados, lo comunitario, en contraposición a la fuerza bruta y el poder vertical tradicional del hombre. «Los leones no están acá», por su lado, se construye en torno a la negación: enumera ciertos lugares comunes de una relación romántica en un determinado espacio y tiempo para darles la vuelta, para expresar que sus personajes no encajan en ese patrón; una forma de decir que, de hecho, esos clichés no nos definen, nos define el espacio mucho más vasto, inseguro e indefinido en el que navegamos la mayoría; el espacio de la posibilidad de lo propio.
Vivir, viajar
Las mujeres de los relatos no tienen un destino; su destino, si acaso, es moverse: «Nadie nace caminando, eso lo sabíamos, tanto como sabíamos que había que entrenarse para las largas caminatas que nos sacarían de ese sitio» (p. 50), dice en «Sol de otro planeta», quizá el mejor de todos. En esas migraciones, exteriores e íntimas a la vez, la finalidad última podría ser la búsqueda de anclaje, de pertinencia a un lugar, aunque sea modesto, desastrado: «Sólo queríamos entrar, estar ahí, plantar nuestra bandera y forjar así un lugar propio, con su muro alrededor, dentro del cual podíamos hacer algo tan simple como levantar un tarro coronado de espuma y brindar entre nosotras» (p. 58). Se hacen referencias culturales de diferentes iconos de la época de la formación de la autora, en sintonía con el aliento del libro: Agnès Varda, citada en el primer epígrafe para recordar que es la mujer que viaja quien elige su camino, la imperturbable Nadia Comaneci que dio la vuelta al mundo o la perversión juvenil de Buenos días, tristeza.
Los dos últimos relatos, «Los que me ayudan a mudarme también están en movimiento» y «Todo se está despidiendo», también magníficos, cierran el círculo: «El viaje de ida siempre importa menos que el viaje de regreso. Si no otra cosa, Ulises se encargó de contarnos eso» (p. 142). Y, aunque el paisaje sea poco acogedor, hay en la llegada una celebración de la existencia, que no es sentimental sino viva, alegre, innegociable: «No sé lo que hago aquí, pero me quedo. Tengo que despedirme bien. Todo se está despidiendo siempre de cualquier manera. Recuerda eso» (p. 165). La naturaleza efímera de la vida resuena como un eco («Nadie sabe nunca que no tendrá tiempo» (p. 139), que invita a estar presente, vivir el instante, no conformarse, moverse, buscar, porque estar vivo implica estar en movimiento. Por dentro y, quizá, por fuera.
La autora, que ha sido la pregonera de las fiestas de Sant Jordi en Barcelona de este año, dijo en su discurso que «Leer es respirar al unísono» y que las visiones de otros que nos proporciona la literatura «suelen poner en entredicho nuestras creencias» y «nos hacen ver que la vida no es como la habíamos imaginado», que nuestro mundo, convertido en materia narrativa, «puede ser algo más». Palabras coherentes con el hilo que teje su obra, un hilo en el que no importan tanto los nombres propios o la acción concreta como cierto espíritu, cierto apetito vital. Porque, incluso en la sombra, en la duda, es posible sentir esa emoción. Porque, aunque el mundo sea un lugar hostil, aunque el miedo y el misterio acechen, somos dueños de nuestros pasos: «¿Dónde quisieras estar en este momento? […] Quiero estar aquí, le dije de inmediato. Sin dudar. Quiero estar siempre aquí. Y en el cielo, entonces, empezaron a brillar las estrellas ante las que guardamos silencio» (p. 131).
Uno no elige el tema sobre el que va a escribir; es el tema el que se asoma, por instinto, desde las entrañas, porque siempre estuvo
Uno no elige el tema sobre el que va a escribir; es el tema el que se asoma, por instinto, desde las entrañas, porque siempre estuvo ahí, inherente al lugar que habita el narrador. Cuando se trata de escritoras latinoamericanas del llamado nuevo boom, esa música de fondo, o más bien ese ruido, ese grito, suele ser la violencia, la violencia ejercida sobre el cuerpo femenino, el cuerpo sometido, en mil y una formas, porque no toda violencia es un golpe, o, mejor dicho, hay muchas maneras de golpear. Ser tierra hostil donde no se puede encontrar la armonía, por ejemplo. Empujar a la huida, aunque sea de destino incierto. Mejor la incertidumbre que la certeza de quedarse en un territorio condenado.
La mexicana Cristina Rivera Garza (Matamoros, Tamaulipas, 1964) se marchó de su país en su juventud para instalarse en Estados Unidos, donde tiene una cátedra en la Universidad de Houston. Ha publicado novelas, cuentos, poesía, crónicas y ensayos, y en 2024 fue galardonada con el Premio Pulitzer de Memorias por la traducción al inglés de El invencible verano de Liliana (2021), sobre el asesinato de su hermana, víctima de feminicidio. Tanto en sus investigaciones como en la creación literaria, se ha interesado por la historia silenciada de América Latina, esto es, la de las mujeres, las minorías, los desarraigados. Aquellos para quienes la patria no es hogar, y, como ella, se van de allí.
Esa pulsión hacia el viaje vertebra su último libro, Terrestre (Random House, 2025), el primero que publica después de recibir el Pulitzer. Consta de siete relatos más o menos extensos, independientes, aunque con esas obsesiones recurrentes, a saber: migraciones, mujeres, sobre todo mujeres jóvenes, la amistad femenina (o sororidad, diríamos ahora), el submundo del callejón y los márgenes. Degradación, vagar por lugares sórdidos, pero con la risa gozosa de quien se sabe joven, viva, insaciable, libre, con esa esperanza: «Y soltemos la carcajada entonces, a todo volumen, nada más porque sí, porque tenemos pulmones y es posible» (p. 47, «Sol de otro planeta»). Siempre con ese estilo brillante, de oraciones ramificadas, cadenciosas, que arrastra al lector y no lo suelta.
En el primer relato, «El significado de la lluvia», el desplazamiento se sitúa en Irlanda, donde la narradora conoció a una mujer, Julia O’Bradeigh, uno de los pocos personajes a los que se pone nombre, individualiza. En realidad, esa evocación le sirve de pretexto para tirar el hilo del paso del tiempo, la nostalgia, lo que queda atrás: «Me pregunté, justo entonces, si esto era en verdad envejecer. Temblar a cada rato. Quedarse sin aire. Trastabillar y dudar. Apretar las mandíbulas con discreción, como si las muelas estuvieran pegadas con un pegamento antiguo» (p. 23). No solo bebe de la narración, sino que intercala fragmentos más próximos a la crónica, como referencias culturales que complementan, fijan la remembranza. Termina con un hermoso juego de palabras en el que intercala su voz con un poema de Cristina Peri Rossi: «Quizá tengas el cabello mojado, el teléfono a mano, Julia, querida Julia O’Bradeigh, el teléfono que no usas para llamarme, para decirme, con tus cabellos rojizos bajo la caperuza negra, esta noche te amo, me inundan los recuerdos de ti, discúlpame, la literatura me mató, pero te le parecías tanto» (p. 31).
El segundo relato, «Sol de otro planeta», utiliza la primera persona del plural para narrar el viaje de un grupo de mujeres jóvenes. Este punto de vista, que en otros textos puede resultar monótono, en sus manos rebosa vigor gracias al ritmo, a la cadencia lírica de la repetición sintáctica. El recurso de la voz colectiva migrante reaparece en piezas como «Práctica de campo» y «Pajarracas», y permite reflejar el vínculo, el motor, la energía femenina que reside en la unión, los cuidados, lo comunitario, en contraposición a la fuerza bruta y el poder vertical tradicional del hombre. «Los leones no están acá», por su lado, se construye en torno a la negación: enumera ciertos lugares comunes de una relación romántica en un determinado espacio y tiempo para darles la vuelta, para expresar que sus personajes no encajan en ese patrón; una forma de decir que, de hecho, esos clichés no nos definen, nos define el espacio mucho más vasto, inseguro e indefinido en el que navegamos la mayoría; el espacio de la posibilidad de lo propio.
Las mujeres de los relatos no tienen un destino; su destino, si acaso, es moverse: «Nadie nace caminando, eso lo sabíamos, tanto como sabíamos que había que entrenarse para las largas caminatas que nos sacarían de ese sitio» (p. 50), dice en «Sol de otro planeta», quizá el mejor de todos. En esas migraciones, exteriores e íntimas a la vez, la finalidad última podría ser la búsqueda de anclaje, de pertinencia a un lugar, aunque sea modesto, desastrado: «Sólo queríamos entrar, estar ahí, plantar nuestra bandera y forjar así un lugar propio, con su muro alrededor, dentro del cual podíamos hacer algo tan simple como levantar un tarro coronado de espuma y brindar entre nosotras» (p. 58). Se hacen referencias culturales de diferentes iconos de la época de la formación de la autora, en sintonía con el aliento del libro: Agnès Varda, citada en el primer epígrafe para recordar que es la mujer que viaja quien elige su camino, la imperturbable Nadia Comaneci que dio la vuelta al mundo o la perversión juvenil de Buenos días, tristeza.
Los dos últimos relatos, «Los que me ayudan a mudarme también están en movimiento» y «Todo se está despidiendo», también magníficos, cierran el círculo: «El viaje de ida siempre importa menos que el viaje de regreso. Si no otra cosa, Ulises se encargó de contarnos eso» (p. 142). Y, aunque el paisaje sea poco acogedor, hay en la llegada una celebración de la existencia, que no es sentimental sino viva, alegre, innegociable: «No sé lo que hago aquí, pero me quedo. Tengo que despedirme bien. Todo se está despidiendo siempre de cualquier manera. Recuerda eso» (p. 165). La naturaleza efímera de la vida resuena como un eco («Nadie sabe nunca que no tendrá tiempo» (p. 139), que invita a estar presente, vivir el instante, no conformarse, moverse, buscar, porque estar vivo implica estar en movimiento. Por dentro y, quizá, por fuera.
La autora, que ha sido la pregonera de las fiestas de Sant Jordi en Barcelona de este año, dijo en su discurso que «Leer es respirar al unísono» y que las visiones de otros que nos proporciona la literatura «suelen poner en entredicho nuestras creencias» y «nos hacen ver que la vida no es como la habíamos imaginado», que nuestro mundo, convertido en materia narrativa, «puede ser algo más». Palabras coherentes con el hilo que teje su obra, un hilo en el que no importan tanto los nombres propios o la acción concreta como cierto espíritu, cierto apetito vital. Porque, incluso en la sombra, en la duda, es posible sentir esa emoción. Porque, aunque el mundo sea un lugar hostil, aunque el miedo y el misterio acechen, somos dueños de nuestros pasos: «¿Dónde quisieras estar en este momento? […] Quiero estar aquí, le dije de inmediato. Sin dudar. Quiero estar siempre aquí. Y en el cielo, entonces, empezaron a brillar las estrellas ante las que guardamos silencio» (p. 131).
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