La verdadera vocación de nuestro tiempo parecen ser las catástrofes, la destrucción. Si no fuera tan deprimente, podría incluso resultar hilarante.
Nada más escribirla, la expresión «nuestro tiempo» me ha sonado rara. Ya hace mucho que he dejado de sentirme parte de este tiempo que nos ha tocado vivir. Como San Policarpo, el patrón de Flaubert, podría exclamar: «¡Dios mío! ¿En qué siglo me hiciste nacer?» Primero poco a poco y luego más decididamente me he convertido en alguien de otros tiempos, desfasado, anticuado. Estos tiempos son de otros, si es que llegan a pertenecer a alguien, visto que la gente se encuentra atrapada en una época vertiginosa, envolvente… Gente cada vez menos dueña de su ser y su destino. ¿Cuántos somos, los que no nos sentimos a gusto aquí y ahora? Claro que tampoco añoramos el pasado, ni deseamos la inmovilidad, pero nos habría gustado que las cosas hubieran seguido un rumbo menos alienante, más constructivo y hospitalario, que hubiera dejado espacio para la esperanza.
Durante muchos años, gran parte de las películas hechas en las zonas hegemónicas del planeta, narraciones que reflejan a la vez que conforman el inconsciente colectivo, han sido variaciones sobre una catástrofe por venir, aunque lo que simbolizaban probablemente ya había ocurrido: dinosaurios resucitados, muertos vivientes, meteoritos gigantescos, glaciaciones, invasiones extraterrestres, pandemias, distopias de todo género. Por supuesto, esas historias no son más que proyecciones de miedos y de partes malas de la humanidad. En ellas se concentra nuestra agresividad, la sensación interior de que estamos muy enfermos o incluso ya muertos, como especie, un malestar colectivo, inquietud, temor a la muerte y a la extinción, junto al temor a la vida. Todo eso unido, como el otro lado de la medalla, a un poderoso deseo de muerte y quietud como única salida posible, en cualquier caso la más sencilla.
Esos dinosaurios que tanto fascinan a los niños representan lo más íntimo de la humanidad, los instintos y pulsiones que llevamos inscritos en el ADN, la lucha feroz por la vida, la violencia que, unida a las muletas de la tecnología, amenaza con derramarse y arruinarlo todo en cualquier momento. Nos vemos, pues, como una especie que se dirige a la extinción, cuya vida es un breve tránsito y a la que solo cabe esperar la destrucción final. Los zombis que siempre proliferan en gasolineras, centros comerciales y otros espacios privilegiados del capitalismo global no hace falta ni siquiera interpretarlos. El significado y la moraleja de todas esas historias son demasiado transparentes para quien quiera ver lo que nos están diciendo. Y en todas ellas siempre surge el héroe o heroína providencial que salva el mundo, in extremis, a menudo sacrificándose. Siempre la misma vieja historia de sacrificio y redención, regurgitada sin cesar. Siempre el final feliz inverosímil. ¿No nos hemos cansado de sorber el mismo bodrio recalentado?
Últimamente las ficciones apocalípticas son menos frecuentes en las salas de los cines, a las que ya no va casi nadie, y han irrumpido en los telediarios, que ya casi nadie ve. Basta encender la televisión para presenciar en directo las catástrofes que asolan a una humanidad desnortada. Incendios, inundaciones, huracanes, sequías, hambrunas, guerras, apuñalamientos, naufragios, ahogamientos, tiroteos, epidemias, problemas económicos, ambientales, quiebra de las democracias, múltiples crisis sin fin… Contrariamente al cine estadounidense, aquí no hay héroe providencial que valga, ni sacrificio, ni redención, ni final feliz. Algunas semanas se diría que todo está a punto de saltar por los aires. Los que tenemos hijos, algunas noches nos preguntamos: ¿A qué mundo los hemos convocado? ¿Hicimos bien? ¿Qué cabe esperar del futuro? ¿Queda espacio para la esperanza?
La impresión que nos deja esa mezcla de moderna mitología y realidad es que la humanidad, al menos la sección que se cree poderosa, siente vértigo ante la complejidad de los sistemas que ha creado y que han escapado de su control, por la dificultad y casi imposibilidad de solucionar sus problemas y crear un marco estable y sostenible para la vida. Sintiéndose en un callejón sin salida, esa humanidad reconoce su impotencia y sueña con liberarse por la vía apocalíptica. El temor a la muerte y el deseo de muerte colindan en los extremos y responden a un mismo instinto primario: alcanzar el estado de reposo. Aunque se trate de un no estar, de un no ser. Deseo de ser piedra.
El último libro de Yuval Noah Harari (Nexus: A Brief History of Information Networks from the Stone Age to AI, Random House, 2024; hay traducción española publicada por Debate), chamán global más que historiador y filósofo, añade a esos posibles finales del mundo ecológicos, bélicos o financieros, entre otros, los peligros de la llamada «inteligencia artificial», que no es ni lo uno ni lo otro porque en realidad no crea ni piensa nada, limitándose a computar y combinar, imitar y variar, en una especie de ars combinatoria y de gran mathesis universal. En verdad, el pensamiento y la creación no son nunca mera computación. Su calidad no depende de la cantidad de datos que se manejan o de la velocidad a la que se procesan.
En un pasaje que da que pensar, Harari nos cuenta que un programa informático que debió simular la ejecución de la orden de fabricar cuantos más clips para papel pudiera acabó «convirtiendo el entero universo físico en clips, aunque para ello tuvo que destruir la civilización humana». A Harari ese ejemplo le parece hipotético, pero representativo de los riesgos reales de la llamada «inteligencia artificial». No repara en que el sistema económico y financiero podría estar haciendo algo parecido, pues está programado para maximizar beneficios y tiende a ignorar o minimizar la importancia de sus costes para el planeta y la humanidad misma. Según Harari, si nos equivocamos en el uso de la llamada «inteligencia artificial», el resultado podría ser «no solo extinguir el dominio de la humanidad en la Tierra sino la propia luz de la conciencia, transformando el universo en un reino de la oscuridad absoluta». Así pues, la mayor amenaza de destrucción para la humanidad vendría de la «inteligencia artificial». Ahora bien, tras mostrarse tan agorero, Harari trae buenas noticias. No habría nada en la naturaleza humana que nos lleve necesariamente hacia la autodestrucción. (La «destrucción de los más listos», como la llama. Desde luego nos creemos muy listos, lo que ya es indicio de que no lo somos.) «Si hacemos un esfuerzo, podemos crear un mundo mejor», concluye Harari. ¿No os recuerda a una canción cursi que nos hacían oír en los 90, en la que un humanoide patético, roto por dentro, nos exhortaba a «curar el mundo», transmutada en filosofía pop?
Me cansé de las buenas noticias, de Harari o de quien sea. A estas alturas no hay quien se las trague. La llamada «inteligencia artificial» es una estupidez más del género humano, que se añade a las anteriores, superándolas. Cualquier artefacto creado por el ser humano va a heredar los defectos de su parvo creador. En este siglo, hemos pasado a gran velocidad de presenciar los últimos rastros de la dignidad del ser humano a instalarnos en su indignidad, en su manifiesta obsolescencia.
No creo que esa prodigiosa máquina de pensar pueda procesarlo todo certeramente, ni que llegue a ser puramente racional. Tampoco creo que una razón fría, desprovista de la parte inconsciente, pueda ser mejor. ¿Es deseable el pensamiento sin sentimiento, sin ambivalencia, sin matices? ¿Puede reducirse todo a cálculo y nada más que cálculo, estadística y probabilidad? ¿Una sombra del inconsciente humano llega a colarse en la «inteligencia artificial»? ¿Puede excluirse el sesgo en los datos procesados y en la forma de procesarlos? ¿Puede esa «inteligencia» no servir al poder que la creó? ¿O lo inconsciente, con sus polos positivo y negativo, es imprescindible para temperar la razón con las fuerzas profundas de la vida y para mantenerla en su misterio, como algo sagrado? El peligro es que la vida se convierta en algo mecánico, robótico, una vida que no vive. Porque la tecnología postiza de la que nos hemos rodeado reduce su valor, volviéndonos esclavos de nuestras prótesis digitales.
En su libro, Harari parte de un axioma que no cuestiona. Se trata del valor que parece dar a la vida humana y a la vida en general. No se percata de que considerada en sí misma la vida, humana o no humana, no tiene ningún valor, más allá del valor subjetivo que le da nuestra conciencia. Como con la muerte individual, que debemos aceptar no solo como algo inevitable, a regañadientes, sino como parte inescindible de la vida, también debemos abrazar la finitud y mortalidad de la especie y del universo. Esa aceptación, comprender que el ocaso de la humanidad no es ninguna desgracia, tal vez pueda ayudarnos a vivir y a morir mejor, y a reducir la aceleración paroxística de despropósitos en la que estamos metidos.
Como dice Kenko (Essays in Idleness, Columbia University Press, 1998, en magnífica versión de Donald Keene; hay traducción española, de Justino Rodríguez, Ocurrencias de un ocioso, Hiperión, 1996), es precisamente en la fragilidad y en el carácter perecedero de las cosas donde radica su dignidad y su belleza. Kenko también recuerda que las mejores horas de su vida las pasó apartado del mundo, en soledad, leyendo libros escritos siglos atrás. Siguiendo su ejemplo, debemos alejarnos de las escatologías occidentales, teológicas y teleológicas, y de los dispositivos que han producido, para intentar reconciliarnos con la endiablada estructura del mundo, que no nos lo pone nada fácil. La frugalidad, la lectura, los paseos, la desconexión de los aparatos, la conexión con las personas que nos importan y con nosotros mismos, la resistencia activa a todos los estímulos alienantes que nos rodean, son nuestra tarea más urgente.
El mayor peligro para la humanidad no proviene de la llamada «inteligencia artificial» sino de la «inteligencia natural», es decir, de la infinita estupidez y engreimiento del género humano. En el fondo, la inteligencia artificial es un precipitado de los delirios de grandeza y entusiasmos infantiloides de sus «mejores» exponentes, que ayer lanzaron un bólido al espacio por capricho, hoy se fuman mil millones de dólares en una tarde de pirotecnia y mañana, para huir del tedio de una vida que no saben vivir, tal vez se metan en política. En verdad, lo único que habría sido capaz de proteger a la humanidad de sí misma son las tecnologías del yo y del deseo. Pero ese yo ya se está desmoronando en la esfera digital, una esfera cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna, hecha de deseos insaciables e incontrolables que proliferan por sí mismos, como la levadura. Muy pronto esas tecnologías no tendrán ningún sujeto al que aplicarse.
La verdadera vocación de nuestro tiempo parecen ser las catástrofes, la destrucción. Si no fuera tan deprimente, podría incluso resultar hilarante. Nada más escribirla, la expresión
La verdadera vocación de nuestro tiempo parecen ser las catástrofes, la destrucción. Si no fuera tan deprimente, podría incluso resultar hilarante.
Nada más escribirla, la expresión «nuestro tiempo» me ha sonado rara. Ya hace mucho que he dejado de sentirme parte de este tiempo que nos ha tocado vivir. Como San Policarpo, el patrón de Flaubert, podría exclamar: «¡Dios mío! ¿En qué siglo me hiciste nacer?» Primero poco a poco y luego más decididamente me he convertido en alguien de otros tiempos, desfasado, anticuado. Estos tiempos son de otros, si es que llegan a pertenecer a alguien, visto que la gente se encuentra atrapada en una época vertiginosa, envolvente… Gente cada vez menos dueña de su ser y su destino. ¿Cuántos somos, los que no nos sentimos a gusto aquí y ahora? Claro que tampoco añoramos el pasado, ni deseamos la inmovilidad, pero nos habría gustado que las cosas hubieran seguido un rumbo menos alienante, más constructivo y hospitalario, que hubiera dejado espacio para la esperanza.
Durante muchos años, gran parte de las películas hechas en las zonas hegemónicas del planeta, narraciones que reflejan a la vez que conforman el inconsciente colectivo, han sido variaciones sobre una catástrofe por venir, aunque lo que simbolizaban probablemente ya había ocurrido: dinosaurios resucitados, muertos vivientes, meteoritos gigantescos, glaciaciones, invasiones extraterrestres, pandemias, distopias de todo género. Por supuesto, esas historias no son más que proyecciones de miedos y de partes malas de la humanidad. En ellas se concentra nuestra agresividad, la sensación interior de que estamos muy enfermos o incluso ya muertos, como especie, un malestar colectivo, inquietud, temor a la muerte y a la extinción, junto al temor a la vida. Todo eso unido, como el otro lado de la medalla, a un poderoso deseo de muerte y quietud como única salida posible, en cualquier caso la más sencilla.
Esos dinosaurios que tanto fascinan a los niños representan lo más íntimo de la humanidad, los instintos y pulsiones que llevamos inscritos en el ADN, la lucha feroz por la vida, la violencia que, unida a las muletas de la tecnología, amenaza con derramarse y arruinarlo todo en cualquier momento. Nos vemos, pues, como una especie que se dirige a la extinción, cuya vida es un breve tránsito y a la que solo cabe esperar la destrucción final. Los zombis que siempre proliferan en gasolineras, centros comerciales y otros espacios privilegiados del capitalismo global no hace falta ni siquiera interpretarlos. El significado y la moraleja de todas esas historias son demasiado transparentes para quien quiera ver lo que nos están diciendo. Y en todas ellas siempre surge el héroe o heroína providencial que salva el mundo, in extremis, a menudo sacrificándose. Siempre la misma vieja historia de sacrificio y redención, regurgitada sin cesar. Siempre el final feliz inverosímil. ¿No nos hemos cansado de sorber el mismo bodrio recalentado?
Últimamente las ficciones apocalípticas son menos frecuentes en las salas de los cines, a las que ya no va casi nadie, y han irrumpido en los telediarios, que ya casi nadie ve. Basta encender la televisión para presenciar en directo las catástrofes que asolan a una humanidad desnortada. Incendios, inundaciones, huracanes, sequías, hambrunas, guerras, apuñalamientos, naufragios, ahogamientos, tiroteos, epidemias, problemas económicos, ambientales, quiebra de las democracias, múltiples crisis sin fin… Contrariamente al cine estadounidense, aquí no hay héroe providencial que valga, ni sacrificio, ni redención, ni final feliz. Algunas semanas se diría que todo está a punto de saltar por los aires. Los que tenemos hijos, algunas noches nos preguntamos: ¿A qué mundo los hemos convocado? ¿Hicimos bien? ¿Qué cabe esperar del futuro? ¿Queda espacio para la esperanza?
La impresión que nos deja esa mezcla de moderna mitología y realidad es que la humanidad, al menos la sección que se cree poderosa, siente vértigo ante la complejidad de los sistemas que ha creado y que han escapado de su control, por la dificultad y casi imposibilidad de solucionar sus problemas y crear un marco estable y sostenible para la vida. Sintiéndose en un callejón sin salida, esa humanidad reconoce su impotencia y sueña con liberarse por la vía apocalíptica. El temor a la muerte y el deseo de muerte colindan en los extremos y responden a un mismo instinto primario: alcanzar el estado de reposo. Aunque se trate de un no estar, de un no ser. Deseo de ser piedra.
El último libro de Yuval Noah Harari (Nexus: A Brief History of Information Networks from the Stone Age to AI, Random House, 2024; hay traducción española publicada por Debate), chamán global más que historiador y filósofo, añade a esos posibles finales del mundo ecológicos, bélicos o financieros, entre otros, los peligros de la llamada «inteligencia artificial», que no es ni lo uno ni lo otro porque en realidad no crea ni piensa nada, limitándose a computar y combinar, imitar y variar, en una especie de ars combinatoria y de gran mathesis universal. En verdad, el pensamiento y la creación no son nunca mera computación. Su calidad no depende de la cantidad de datos que se manejan o de la velocidad a la que se procesan.
En un pasaje que da que pensar, Harari nos cuenta que un programa informático que debió simular la ejecución de la orden de fabricar cuantos más clips para papel pudiera acabó «convirtiendo el entero universo físico en clips, aunque para ello tuvo que destruir la civilización humana». A Harari ese ejemplo le parece hipotético, pero representativo de los riesgos reales de la llamada «inteligencia artificial». No repara en que el sistema económico y financiero podría estar haciendo algo parecido, pues está programado para maximizar beneficios y tiende a ignorar o minimizar la importancia de sus costes para el planeta y la humanidad misma. Según Harari, si nos equivocamos en el uso de la llamada «inteligencia artificial», el resultado podría ser «no solo extinguir el dominio de la humanidad en la Tierra sino la propia luz de la conciencia, transformando el universo en un reino de la oscuridad absoluta». Así pues, la mayor amenaza de destrucción para la humanidad vendría de la «inteligencia artificial». Ahora bien, tras mostrarse tan agorero, Harari trae buenas noticias. No habría nada en la naturaleza humana que nos lleve necesariamente hacia la autodestrucción. (La «destrucción de los más listos», como la llama. Desde luego nos creemos muy listos, lo que ya es indicio de que no lo somos.) «Si hacemos un esfuerzo, podemos crear un mundo mejor», concluye Harari. ¿No os recuerda a una canción cursi que nos hacían oír en los 90, en la que un humanoide patético, roto por dentro, nos exhortaba a «curar el mundo», transmutada en filosofía pop?
Me cansé de las buenas noticias, de Harari o de quien sea. A estas alturas no hay quien se las trague. La llamada «inteligencia artificial» es una estupidez más del género humano, que se añade a las anteriores, superándolas. Cualquier artefacto creado por el ser humano va a heredar los defectos de su parvo creador. En este siglo, hemos pasado a gran velocidad de presenciar los últimos rastros de la dignidad del ser humano a instalarnos en su indignidad, en su manifiesta obsolescencia.
No creo que esa prodigiosa máquina de pensar pueda procesarlo todo certeramente, ni que llegue a ser puramente racional. Tampoco creo que una razón fría, desprovista de la parte inconsciente, pueda ser mejor. ¿Es deseable el pensamiento sin sentimiento, sin ambivalencia, sin matices? ¿Puede reducirse todo a cálculo y nada más que cálculo, estadística y probabilidad? ¿Una sombra del inconsciente humano llega a colarse en la «inteligencia artificial»? ¿Puede excluirse el sesgo en los datos procesados y en la forma de procesarlos? ¿Puede esa «inteligencia» no servir al poder que la creó? ¿O lo inconsciente, con sus polos positivo y negativo, es imprescindible para temperar la razón con las fuerzas profundas de la vida y para mantenerla en su misterio, como algo sagrado? El peligro es que la vida se convierta en algo mecánico, robótico, una vida que no vive. Porque la tecnología postiza de la que nos hemos rodeado reduce su valor, volviéndonos esclavos de nuestras prótesis digitales.
En su libro, Harari parte de un axioma que no cuestiona. Se trata del valor que parece dar a la vida humana y a la vida en general. No se percata de que considerada en sí misma la vida, humana o no humana, no tiene ningún valor, más allá del valor subjetivo que le da nuestra conciencia. Como con la muerte individual, que debemos aceptar no solo como algo inevitable, a regañadientes, sino como parte inescindible de la vida, también debemos abrazar la finitud y mortalidad de la especie y del universo. Esa aceptación, comprender que el ocaso de la humanidad no es ninguna desgracia, tal vez pueda ayudarnos a vivir y a morir mejor, y a reducir la aceleración paroxística de despropósitos en la que estamos metidos.
Como dice Kenko (Essays in Idleness, Columbia University Press, 1998, en magnífica versión de Donald Keene; hay traducción española, de Justino Rodríguez, Ocurrencias de un ocioso, Hiperión, 1996), es precisamente en la fragilidad y en el carácter perecedero de las cosas donde radica su dignidad y su belleza. Kenko también recuerda que las mejores horas de su vida las pasó apartado del mundo, en soledad, leyendo libros escritos siglos atrás. Siguiendo su ejemplo, debemos alejarnos de las escatologías occidentales, teológicas y teleológicas, y de los dispositivos que han producido, para intentar reconciliarnos con la endiablada estructura del mundo, que no nos lo pone nada fácil. La frugalidad, la lectura, los paseos, la desconexión de los aparatos, la conexión con las personas que nos importan y con nosotros mismos, la resistencia activa a todos los estímulos alienantes que nos rodean, son nuestra tarea más urgente.
El mayor peligro para la humanidad no proviene de la llamada «inteligencia artificial» sino de la «inteligencia natural», es decir, de la infinita estupidez y engreimiento del género humano. En el fondo, la inteligencia artificial es un precipitado de los delirios de grandeza y entusiasmos infantiloides de sus «mejores» exponentes, que ayer lanzaron un bólido al espacio por capricho, hoy se fuman mil millones de dólares en una tarde de pirotecnia y mañana, para huir del tedio de una vida que no saben vivir, tal vez se metan en política. En verdad, lo único que habría sido capaz de proteger a la humanidad de sí misma son las tecnologías del yo y del deseo. Pero ese yo ya se está desmoronando en la esfera digital, una esfera cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna, hecha de deseos insaciables e incontrolables que proliferan por sí mismos, como la levadura. Muy pronto esas tecnologías no tendrán ningún sujeto al que aplicarse.
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