Clemente VII, el papa más gafe de la historia

La Historia es de las disciplinas académicas más apasionantes que hay. Y no es porque haya sido mi materia de estudio universitaria y posuniversitaria, es que es una gran verdad. En mi experiencia, a la gente que no le gusta, suele ser porque se la explicaron de una forma aburrida cuando, si te la cuentan bien, es una fuente inagotable de anécdotas y enseñanzas… y con una parte muy divertida cuando se mira con cariño a los personajes del pasado sin entrar a juzgarlos.

Es muy importante recalcar esto las veces que haga falta: la historia no es una disciplina moralizante puesto que no podemos juzgar las acciones de personas del pasado con ojos del presente. Resulta sonrojante leer a veces que Isabel la Católica era feminista cuando el feminismo es un movimiento del siglo XIX o que Bartolomé de las Casas era una persona comprometida con los derechos humanos cuando dichos derechos son conceptos que en el XVI ni se conocían, ni mucho menos se contemplaban. 

Este miércoles da comienzo el cónclave y, además de ser un acontecimiento histórico, es un hecho de una gran relevancia informativa por cuanto representa la comunidad católica en el mundo. Desde que Jesucristo fundó la Iglesia y le encargó a Pedro ser el «primer Papa», se han sucedido hasta la fecha, incluido Francisco I, la nada despreciable cifra de 266 papas. En los próximos días se elegirá el que haga el número 267. 

Los papas, como los reyes, han sido fundamentales en la historia. Ha habido buenos, malos y peores. Corruptos, asesinos y santos. Pero si hay uno que merece ser destacado y su historia contada las veces que haga falta, ese es Clemente VII. Por una razón fundamental: con él tuvo lugar un hecho fundamental en la historia de la iglesia cristiana y, por ende, europea y es la escisión de la iglesia cristiana, lo que se llama la Contrarreforma. En su papado se sucedieron una serie de acontecimientos que dieron como resultado el nacimiento del anglicanismo, calvinismo, luteranismo y por tanto, las primeras de las muchas escisiones que tuvieron lugar en el siglo XVI en el seno del cristianismo y que todavía perduran. 

¿Quién era Clemente VII?

Se llamaba Julián y era miembro de la poderosa familia de los Médici. Fue el segundo papa que esta estirpe familiar dio a la iglesia, lo que ya nos da una idea de cómo se las gastaban en aquella época puesto que los papas no heredan su puesto, no son reyes, sino que son elegidos en cónclaves y, aunque siempre fue así, por elección, no siempre fue un proceso claro e «iluminado por el Espíritu Santo». Podemos decir de una forma suave que los intereses eclesiásticos de la época que hablamos, el siglo XVI, no eran precisamente aquellos que estaban destinados a cumplir con el Evangelio. Precisamente por ello (y entre otras muchas razones más) hubo un gran cisma en la iglesia. 

Clemente VII nació en Florencia el 26 de mayo de 1478 y era hijo ilegítimo de Juliano de Médici. El hecho de ser bastardo no le impidió, como podemos ver, llegar bien lejos, aunque a él siempre le mortificó no ser hijo legítimo. Su pontificado fue desde 1523 hasta 1534 y, a pesar de lo corto que fue, tiene un hueco enorme en la historia por varias razones.

¿Cómo era el contexto histórico del siglo XVI en Europa?

En román paladino, un guirigay. Se puede decir sin temor a contar ni una sola mentira, que el XVI fue el siglo de los grandes cambios, los que dejaron atrás la Edad Media y dieron comienzo a la Edad Moderna. El Renacimiento estaba en todo su esplendor con todo lo que ello implicaba en artes, filosofía, concepción de las monarquías y, por supuesto, teología.

Nuestro país, denominado Monarquía Hispánica en ese momento, despedía en 1504 a Isabel la Católica y en 1516 a su marido Fernando de Aragón, pasando la corona a Juana I de Castilla quien nunca ejerció su legítimo poder de reinar, haciéndolo por ella su hijo Carlos I de España y V de Alemania. Una vez muerto este, tuvimos a Felipe II. Estos dos monarcas fueron importantísimos en la construcción de lo que luego seríamos: un imperio. Fueron los dos primeros monarcas de la dinastía de los Austrias. 

En Francia tenemos en la primera mitad del XVI a Francisco I, un monarca que se pasó la vida guerreando contra Carlos I de España provocando estas disputas grandes desgastes en guerras, diplomacias y demás asuntos de política interna y externa. 

En Inglaterra tenemos en ese comienzo del XVI a uno de los monarcas más odiados de su país por su costumbre de despreciar a su esposas incluso decapitándolas: de las seis que tuvo, le cortó la cabeza a dos, a otras dos las repudió, y las otras dos restantes se libraron de su ira porque una murió tras dar a luz y la otra porque le sobrevivió. 

Primer dolor de cabeza: Carlos I

El 6 de mayo de 1527, Roma fue saqueada por las tropas hispano-germanas de Carlos I, al mando del duque de Borbón. Este resultó crucial en el conflicto entre el emperador y la Liga de Cognac (Papado, Francia, Milán, Venecia, y Florencia firmada el 2 de mayo de 1526).

Pero Roma no fue atacada por orden del emperador, sino por iniciativa de las tropas que se rebelaron porque no les habían pagado. El papa Clemente VII había dado su apoyo a Francia en un intento por alterar el equilibrio de fuerzas en Italia y para liberar al papado de lo que muchos consideraban la dominación imperial del Sacro Imperio Romano Germánico. 

El ejército imperial atacó las murallas en el Janículo y la Colina Vaticana. El duque de Borbón fue mortalmente herido en el asalto por una bala de arcabuz en el muslo. Su muerte provocó el fin de la moderación de los soldados provocando la caída de la ciudad en horas. Prácticamente toda la guardia fue masacrada por las tropas imperiales en las escalinatas de la Basílica de San Pedro, mientras retrocedían al interior. Clemente VII se escapó a través del Passetto, un corredor secreto que todavía une la Ciudad del Vaticano con el Castillo de Sant’Angelo.

Carlos I estuvo grandemente disgustado y llegó a presentar disculpas formales ante el derrotado papa; de hecho, se vistió de luto por un buen tiempo en recuerdo de las víctimas. Clemente VII se rindió en junio, y accedió a pagar un enorme rescate y ceder una parte sustancial del territorio a Carlos, quien, aunque molesto por la conducta brutal de sus tropas, no dudó en aceptar la ventaja que el suceso le reportaba. Una cosa no quita la otra, disgustado, sí, pero encantado de ampliar fronteras, también.

Segundo dolor de cabeza: Enrique VIII de Inglaterra

Los Reyes Católicos habían dejado bien atados los matrimonios de sus hijos, entre ellos, el de Catalina que se desposó con Enrique VIII quien sería uno de los grandes dolores de cabeza de nuestro protagonista. Catalina de Aragón se había casado primero con Arturo, príncipe de Gales y, por tanto, el heredero al trono. Sin embargo este falleció a los meses de la boda quedándose Catalina en una situación bastante delicada porque era la viuda de un príncipe y ni tenía hijos ni estaba encinta. Ser la viuda del príncipe de Gales y no tener hijos era lo mismo que no ser nada. Lo normal hubiera sido mandarla de vuelta a España pero para ello había que devolver la maravillosa dote, así que se decidió tirar por la calle del medio y casarla con el siguiente en la sucesión al trono, es decir, con Enrique VIII.

Finalmente se casaron y tuvieron solo una hija que sobrevivió, la que sería la reina María Tudor. Los demás hijos en casi dos décadas de matrimonio murieron al nacer o se malograron antes de nacer. No tener hijos varones en aquella época era un drama, a veces una tragedia que provocaba problemas de sucesión y con ellos, guerras. Así que las damas que se desposaban con reyes se tomaban muy en serio dar hijos a las dinastías. 

La historia no puede determinar si Enrique VIII se encaprichó de una dama de la corte, Ana Bolena, y pidió el divorcio de su legítima esposa porque esta no le daba hijos varones o porque la «nueva» lo volvió literalmente «loco de amor» y le dijo que nones a irse a la cama con él si no pasaban primero por la vicaría. Lógicamente, Enrique VIII expuso ante la corte que lo suyo con su legítima no podía ser porque no le daba varones. Valiente excusa cuando Inglaterra no tenía Ley Sálica, de hecho a este rey le siguieron en el trono precisamente dos mujeres, ambas hijas de él, la mencionada María Tudor e Isabel I. 

La polémica estaba servida y todo terminaría mal. Enrique VIII, rey autoritario, jamás debió de pensar que el papa le negaría la disolución del matrimonio. Al fin y al cabo en esa época las cosas con el obispo de Roma se podían arreglar con bulas papales a precios razonables. Pero había un problema con el que el monarca inglés no había contado: su esposa era tía del poderosísimo emperador Carlos I (la madre de Carlos, Juana, era hermana de Catalina).

Lógicamente a Carlos I no le hizo ni pizca de gracia la humillación que el rey inglés pretendía hacerle a su sobrina así que presionó al papa para que no cediera. El papa no tenía ni la más mínima intención de enfadar a Carlos I después de lo que había sucedido años atrás. No cedió a la disolución del matrimonio, excomulgó a Enrique VIII y este rompió con la obediencia a Roma naciendo en anglicanismo que todavía hoy perdura, siendo en rey de Reino Unido siempre el jefe de la Iglesia Anglicana. Y todo por un lío de faldas… Como ven, la historia de los humanos siempre se parece por mucho que pasen los siglos.

Tercer dolor de cabeza: Martín Lutero

Uno de los mejores historiadores de la historia del siglo XVI, Lucien Febvre (1878-1956), fundador con Marc Bloch de la renovada revista Anales de la Historia Económica y Social, y uno de los mayores estudiosos de Lutero, hace un análisis profundo y complejo sobre el pensamiento del religioso alemán. Lutero ha sido odiado y respetado, denigrado y defendido tanto en su época como en los tiempos posteriores. Poseía una potentísima personalidad que hizo que muchos lo viesen como el gran ángel y otros, como el gran demonio.

Para Febre «con él no hay términos medios: sus intervenciones en acontecimientos decisivos para el futuro de la religión cristiana promovieron (y siguen haciéndolo) la diatriba de unos y la loa de los demás». El historiador francés siempre sostuvo que «el reformador impuso una nueva manera de pensar, una forma descarnada de sentir y practicar la religión y, a la vez, una peculiar expresión de la rebeldía». Al descubrir al monje agustino en su plenitud, Febvre hace algo certero: situarlo en su tiempo, ante los problemas sociales, políticos y religiosos en los que le tocó vivir y actuar. De ninguna manera lo presenta como un revolucionario, al contrario, en su obra lo presenta como el ser humano que fue con sus dudas y certezas. 

Resulta enormemente complejo resumir en un artículo el inmenso papel que este papa tuvo en el contexto de la Reforma Protestante pero basta decir que fue al que le tocó de verdad enfrentarse a la creciente influencia de la Reforma en Roma. Nada de lo que hizo resultó fructífero, no al menos en aquellos países donde había germinado la reforma como Alemania, donde no pudo detener la propagación del luteranismo.

Clemente VII quiso convocar el Concilio de Trento para tratar la crisis religiosa pero la oposición de algunos príncipes alemanes (ya luteranos) le hizo fracasar y no se celebraría hasta 11 años después de su muerte. Este papa ha pasado a la historia como el pontífice con el que la cristiana se escindió en varias y, entre otras cosas por eso se le llama «el papa gafe». No es para menos. Por cierto, era el tío de Catalina de Médici, cuya historia se la contamos hace poco aquí. 

 La Historia es de las disciplinas académicas más apasionantes que hay. Y no es porque haya sido mi materia de estudio universitaria y posuniversitaria, es que  

La Historia es de las disciplinas académicas más apasionantes que hay. Y no es porque haya sido mi materia de estudio universitaria y posuniversitaria, es que es una gran verdad. En mi experiencia, a la gente que no le gusta, suele ser porque se la explicaron de una forma aburrida cuando, si te la cuentan bien, es una fuente inagotable de anécdotas y enseñanzas… y con una parte muy divertida cuando se mira con cariño a los personajes del pasado sin entrar a juzgarlos.

Es muy importante recalcar esto las veces que haga falta: la historia no es una disciplina moralizante puesto que no podemos juzgar las acciones de personas del pasado con ojos del presente. Resulta sonrojante leer a veces que Isabel la Católica era feminista cuando el feminismo es un movimiento del siglo XIX o que Bartolomé de las Casas era una persona comprometida con los derechos humanos cuando dichos derechos son conceptos que en el XVI ni se conocían, ni mucho menos se contemplaban. 

Este miércoles da comienzo el cónclave y, además de ser un acontecimiento histórico, es un hecho de una gran relevancia informativa por cuanto representa la comunidad católica en el mundo. Desde que Jesucristo fundó la Iglesia y le encargó a Pedro ser el «primer Papa», se han sucedido hasta la fecha, incluido Francisco I, la nada despreciable cifra de 266 papas. En los próximos días se elegirá el que haga el número 267. 

Los papas, como los reyes, han sido fundamentales en la historia. Ha habido buenos, malos y peores. Corruptos, asesinos y santos. Pero si hay uno que merece ser destacado y su historia contada las veces que haga falta, ese es Clemente VII. Por una razón fundamental: con él tuvo lugar un hecho fundamental en la historia de la iglesia cristiana y, por ende, europea y es la escisión de la iglesia cristiana, lo que se llama la Contrarreforma. En su papado se sucedieron una serie de acontecimientos que dieron como resultado el nacimiento del anglicanismo, calvinismo, luteranismo y por tanto, las primeras de las muchas escisiones que tuvieron lugar en el siglo XVI en el seno del cristianismo y que todavía perduran. 

Se llamaba Julián y era miembro de la poderosa familia de los Médici. Fue el segundo papa que esta estirpe familiar dio a la iglesia, lo que ya nos da una idea de cómo se las gastaban en aquella época puesto que los papas no heredan su puesto, no son reyes, sino que son elegidos en cónclaves y, aunque siempre fue así, por elección, no siempre fue un proceso claro e «iluminado por el Espíritu Santo». Podemos decir de una forma suave que los intereses eclesiásticos de la época que hablamos, el siglo XVI, no eran precisamente aquellos que estaban destinados a cumplir con el Evangelio. Precisamente por ello (y entre otras muchas razones más) hubo un gran cisma en la iglesia. 

Clemente VII nació en Florencia el 26 de mayo de 1478 y era hijo ilegítimo de Juliano de Médici. El hecho de ser bastardo no le impidió, como podemos ver, llegar bien lejos, aunque a él siempre le mortificó no ser hijo legítimo. Su pontificado fue desde 1523 hasta 1534 y, a pesar de lo corto que fue, tiene un hueco enorme en la historia por varias razones.

En román paladino, un guirigay. Se puede decir sin temor a contar ni una sola mentira, que el XVI fue el siglo de los grandes cambios, los que dejaron atrás la Edad Media y dieron comienzo a la Edad Moderna. El Renacimiento estaba en todo su esplendor con todo lo que ello implicaba en artes, filosofía, concepción de las monarquías y, por supuesto, teología.

Nuestro país, denominado Monarquía Hispánica en ese momento, despedía en 1504 a Isabel la Católica y en 1516 a su marido Fernando de Aragón, pasando la corona a Juana I de Castilla quien nunca ejerció su legítimo poder de reinar, haciéndolo por ella su hijo Carlos I de España y V de Alemania. Una vez muerto este, tuvimos a Felipe II. Estos dos monarcas fueron importantísimos en la construcción de lo que luego seríamos: un imperio. Fueron los dos primeros monarcas de la dinastía de los Austrias. 

En Francia tenemos en la primera mitad del XVI a Francisco I, un monarca que se pasó la vida guerreando contra Carlos I de España provocando estas disputas grandes desgastes en guerras, diplomacias y demás asuntos de política interna y externa. 

En Inglaterra tenemos en ese comienzo del XVI a uno de los monarcas más odiados de su país por su costumbre de despreciar a su esposas incluso decapitándolas: de las seis que tuvo, le cortó la cabeza a dos, a otras dos las repudió, y las otras dos restantes se libraron de su ira porque una murió tras dar a luz y la otra porque le sobrevivió. 

El 6 de mayo de 1527, Roma fue saqueada por las tropas hispano-germanas de Carlos I, al mando del duque de Borbón. Este resultó crucial en el conflicto entre el emperador y la Liga de Cognac (Papado, Francia, Milán, Venecia, y Florencia firmada el 2 de mayo de 1526).

Pero Roma no fue atacada por orden del emperador, sino por iniciativa de las tropas que se rebelaron porque no les habían pagado. El papa Clemente VII había dado su apoyo a Francia en un intento por alterar el equilibrio de fuerzas en Italia y para liberar al papado de lo que muchos consideraban la dominación imperial del Sacro Imperio Romano Germánico. 

El ejército imperial atacó las murallas en el Janículo y la Colina Vaticana. El duque de Borbón fue mortalmente herido en el asalto por una bala de arcabuz en el muslo. Su muerte provocó el fin de la moderación de los soldados provocando la caída de la ciudad en horas. Prácticamente toda la guardia fue masacrada por las tropas imperiales en las escalinatas de la Basílica de San Pedro, mientras retrocedían al interior. Clemente VII se escapó a través del Passetto, un corredor secreto que todavía une la Ciudad del Vaticano con el Castillo de Sant’Angelo.

Carlos I estuvo grandemente disgustado y llegó a presentar disculpas formales ante el derrotado papa; de hecho, se vistió de luto por un buen tiempo en recuerdo de las víctimas. Clemente VII se rindió en junio, y accedió a pagar un enorme rescate y ceder una parte sustancial del territorio a Carlos, quien, aunque molesto por la conducta brutal de sus tropas, no dudó en aceptar la ventaja que el suceso le reportaba. Una cosa no quita la otra, disgustado, sí, pero encantado de ampliar fronteras, también.

Los Reyes Católicos habían dejado bien atados los matrimonios de sus hijos, entre ellos, el de Catalina que se desposó con Enrique VIII quien sería uno de los grandes dolores de cabeza de nuestro protagonista. Catalina de Aragón se había casado primero con Arturo, príncipe de Gales y, por tanto, el heredero al trono. Sin embargo este falleció a los meses de la boda quedándose Catalina en una situación bastante delicada porque era la viuda de un príncipe y ni tenía hijos ni estaba encinta. Ser la viuda del príncipe de Gales y no tener hijos era lo mismo que no ser nada. Lo normal hubiera sido mandarla de vuelta a España pero para ello había que devolver la maravillosa dote, así que se decidió tirar por la calle del medio y casarla con el siguiente en la sucesión al trono, es decir, con Enrique VIII.

Finalmente se casaron y tuvieron solo una hija que sobrevivió, la que sería la reina María Tudor. Los demás hijos en casi dos décadas de matrimonio murieron al nacer o se malograron antes de nacer. No tener hijos varones en aquella época era un drama, a veces una tragedia que provocaba problemas de sucesión y con ellos, guerras. Así que las damas que se desposaban con reyes se tomaban muy en serio dar hijos a las dinastías. 

La historia no puede determinar si Enrique VIII se encaprichó de una dama de la corte, Ana Bolena, y pidió el divorcio de su legítima esposa porque esta no le daba hijos varones o porque la «nueva» lo volvió literalmente «loco de amor» y le dijo que nones a irse a la cama con él si no pasaban primero por la vicaría. Lógicamente, Enrique VIII expuso ante la corte que lo suyo con su legítima no podía ser porque no le daba varones. Valiente excusa cuando Inglaterra no tenía Ley Sálica, de hecho a este rey le siguieron en el trono precisamente dos mujeres, ambas hijas de él, la mencionada María Tudor e Isabel I. 

La polémica estaba servida y todo terminaría mal. Enrique VIII, rey autoritario, jamás debió de pensar que el papa le negaría la disolución del matrimonio. Al fin y al cabo en esa época las cosas con el obispo de Roma se podían arreglar con bulas papales a precios razonables. Pero había un problema con el que el monarca inglés no había contado: su esposa era tía del poderosísimo emperador Carlos I (la madre de Carlos, Juana, era hermana de Catalina).

Lógicamente a Carlos I no le hizo ni pizca de gracia la humillación que el rey inglés pretendía hacerle a su sobrina así que presionó al papa para que no cediera. El papa no tenía ni la más mínima intención de enfadar a Carlos I después de lo que había sucedido años atrás. No cedió a la disolución del matrimonio, excomulgó a Enrique VIII y este rompió con la obediencia a Roma naciendo en anglicanismo que todavía hoy perdura, siendo en rey de Reino Unido siempre el jefe de la Iglesia Anglicana. Y todo por un lío de faldas… Como ven, la historia de los humanos siempre se parece por mucho que pasen los siglos.

Uno de los mejores historiadores de la historia del siglo XVI, Lucien Febvre (1878-1956), fundador con Marc Bloch de la renovada revista Anales de la Historia Económica y Social, y uno de los mayores estudiosos de Lutero, hace un análisis profundo y complejo sobre el pensamiento del religioso alemán. Lutero ha sido odiado y respetado, denigrado y defendido tanto en su época como en los tiempos posteriores. Poseía una potentísima personalidad que hizo que muchos lo viesen como el gran ángel y otros, como el gran demonio.

Para Febre «con él no hay términos medios: sus intervenciones en acontecimientos decisivos para el futuro de la religión cristiana promovieron (y siguen haciéndolo) la diatriba de unos y la loa de los demás». El historiador francés siempre sostuvo que «el reformador impuso una nueva manera de pensar, una forma descarnada de sentir y practicar la religión y, a la vez, una peculiar expresión de la rebeldía». Al descubrir al monje agustino en su plenitud, Febvre hace algo certero: situarlo en su tiempo, ante los problemas sociales, políticos y religiosos en los que le tocó vivir y actuar. De ninguna manera lo presenta como un revolucionario, al contrario, en su obra lo presenta como el ser humano que fue con sus dudas y certezas. 

Resulta enormemente complejo resumir en un artículo el inmenso papel que este papa tuvo en el contexto de la Reforma Protestante pero basta decir que fue al que le tocó de verdad enfrentarse a la creciente influencia de la Reforma en Roma. Nada de lo que hizo resultó fructífero, no al menos en aquellos países donde había germinado la reforma como Alemania, donde no pudo detener la propagación del luteranismo.

Clemente VII quiso convocar el Concilio de Trento para tratar la crisis religiosa pero la oposición de algunos príncipes alemanes (ya luteranos) le hizo fracasar y no se celebraría hasta 11 años después de su muerte. Este papa ha pasado a la historia como el pontífice con el que la cristiana se escindió en varias y, entre otras cosas por eso se le llama «el papa gafe». No es para menos. Por cierto, era el tío de Catalina de Médici, cuya historia se la contamos hace poco aquí. 

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