Celibidache inédito

La gran paradoja de Sergiu Celibidache (1912-1996) es que, siendo como fue uno de los principales detractores de la industria discográfica, su posteridad se ha consagrado gracias a las grabaciones de las que tanto abominó. Rumano formado en Alemania, políglota, filósofo y budista, Celibidache fue uno de los grandes pensadores de la música que nos dejó el pasado siglo. Como director, empezó su carrera al frente de la Filarmónica de Berlín, donde en 1945, con apenas treinta y tres años, sustituyó nada menos que a Wilhelm Furtwängler, sometido por entonces a un proceso de desnazificación. Celibidache sería director interino hasta 1952, cuando su maestro pudo volver a subirse al podio. Tras la muerte de Furtwängler en 1954, los músicos de la Filarmónica, que también celebran su particular cónclave, eligieron contra todo pronóstico a Herbert von Karajan, que había sido el gran rival del viejo maestro en la década anterior.

Durante aquellos primeros años, Celibidache ya había dado muestras de lo que sería su estilo maduro. Su sentido radical de las formas le obligaba a ensayar hasta el agotamiento, provocando a menudo enfrentamientos con músicos mucho mayores que él. Su exigencia no siempre se entendió y por eso la orquesta terminó inclinándose por Karajan, un director pragmático y con instinto comercial que rompió con la tradición de Furtwängler que Celibidache veneraba. El rumano no volvería a dirigir a los berlineses hasta 1992, tras la muerte de Karajan, en un concierto memorable en el que sonó la séptima de Bruckner. Durante los ensayos, de los que afortunadamente nos ha quedado grabación fílmica, puede apreciarse cómo Celi –así se le llamaba en los círculos musicales– disfruta destruyendo todos los tics de Karajan. Warum vibrato? Ohne Grund. Wir sind die Berliner Philharmoniker und dafür sind wir bekannt. («¿Por qué vibrato? Ningún motivo. Somos la Filarmónica de Berlín y se nos conoce por ello»).

Como recuerdan aún muchos de los que trabajaron con él, Celibidache, profesor a tiempo completo además de director, siempre obligaba a sus músicos a preguntarse por qué. Esa pulsión interrogativa fue lo que lo llevó, durante su largo exilio con diversas orquestas europeas y americanas, a reformular la técnica de la dirección orquestal y a proponer una nueva fenomenología de la música, basada en la terminología de Edmund Husserl y la propedéutica de Ernst Ansermet. En la década de 1960 y 1970, Celibidache desarrolló todo un sistema práctico y teórico de ejecución y epistemología musicales que fue impartiendo en seminarios, escuelas y universidades hasta su muerte. Nadie ha vuelto a pensar con tanta ambición los fundamentos del arte de la dirección, entendido como una forma de estructurar la masa sonora en el espacio y el tiempo. La fenomenología, por otra parte, le sirvió para describir la incidencia del sonido vivo en la conciencia. La música era para él una vía de acceso al presente y a la eternidad, de ahí su rechazo al disco, a su juicio «una fotografía de algo que no se puede fotografiar».

Cuando en 1979 la Filarmónica de Munich lo nombró director titular, Celibidache reapareció en la primera línea, pero con un bagaje que la mayoría de sus compañeros no tenía. Sin su destierro de Berlín en 1954, el rumano no podría haber desarrollado esa silenciosa y profunda labor de estudio que luego, ya al final de su vida, le permitió ensayar su particular Spätstil –su estilo tardío– al frente de una orquesta de primer nivel con la que se empleó a fondo para poner en práctica todo el conocimiento que había acumulado y divulgado a lo largo de décadas. Hasta su muerte en 1996, Celi trabajó intensamente con su filarmónica, viajando con ella por todo el mundo y tratando de ofrecer una experiencia musical que se oponía, con una terquedad fascinante y suicida, a la velocidad, la simplificación y la comercialidad propias de la época.

Dueño de una memoria preternatural, Celibidache abordó durante aquellos años prácticamente la totalidad del repertorio clásico y romántico, cavando cada vez más hondo, hasta llegar, en sus últimos años, a una dimensión nunca antes explorada en la música sinfónica. Siguiendo en ello a Ansermet, se negó a aceptar los dogmas de las vanguardias, llegando a decir que el dodecafonismo era una fracaso comparable al sistema comunista, una broma muy aguda que los entendidos comprenderán enseguida. Para él, incluso Mahler era ya un desastre y por eso rechazó dirigirlo, salvo unos deliciosos Kindertotenlieder, recientemente rescatados. A pesar de que sus strong opinions eran a menudo exageraciones que encerraban injusticias –como en el caso de Mahler, sin ir más lejos–, no es menos cierto que, pasada la resaca del absolutismo vanguardista del pasado siglo, muchas de sus afirmaciones han terminado por revelarse incontrovertibles.

La concepción musical de Celibidache, caracterizada por unos tempi siempre lentísimos y dilatados, con la intención de dar espacio a cada fonema vivo y fresco, no sirve por otra parte con igual fortuna para todos los compositores. Su Beethoven, por ejemplo, es desigual. La quinta nunca le gustó demasiado y el desagrado se le nota. (Solía decir que Beethoven era un pésimo instrumentista). En cambio, la marcha fúnebre de la Heroica es una de las mejores, grave, pausada y dramática como pocas, pero en el allegretto de la séptima no llegó a la altura de su maestro Furtwängler, al que a veces quiere resucitar mediante un sobresfuerzo técnico que termina por ahogarlo. Su Shostakovich se resiente de no haber entendido a Mahler y de querer retenerlo entre las filas del clasicismo. En cambio, donde siempre reinó con absoluta maestría fue en la música francesa –sobre todo Debussy, Ravel o Dutilleux– y en Bruckner, un compositor con el que llegó a identificarse de manera obsesiva.

En la última década larga de su vida, Celibidache fue perfeccionando con los de Múnich el corpus sinfónico de Bruckner, de la tercera a la novena, con el añadido de alguna misa temprana. Nadie ha amado y comprendido esa música como él. Gracias a Celi, Bruckner pasó de ser un tardorromántico wagneriano a un compositor a la altura de Bach, religioso en un sentido ecuménico, liberado de la subjetividad moderna. Bajo su batuta, sus sinfonías descubrieron un planeta sonoro enterrado, una Atlántida del espíritu de la que, gracias a la bendita tecnología, nos ha quedado al menos un recuerdo. Ahora el sello de la Filarmónica de Munich, que desde hace años viene ofreciendo un goteo de registros de archivo, acaba de publicar dos grabaciones más o menos inéditas –habían salido antes en sellos menores o clandestinos–, convenientemente remasterizadas.

Se trata de la séptima y la octava de Bruckner, en dos conciertos de 1984 y 1985, todavía en la Herkulessaal, antes de la inauguración de la colosal sala «am Gasteig», sede de la orquesta. Podríamos decir que Celi está aquí aún nel mezzo del cammin que culminaría en sus fabulosas versiones de principios de la década de 1990, cuando el acuerdo entre él y sus músicos ya era total. El intenso trabajo que había hecho con ellos durante diez años fructificaba al fin, ofreciendo una visión de Bruckner que nunca ha vuelto a experimentarse. Old men ought to be explorers, dice un verso de T. S. Eliot, los viejos deberían ser exploradores. Hay una especial intensidad en el arte de algunos ancianos que es irrepetible y única, una libertad alciónica y sin esperanza que confiere a sus creaciones una verdad seca y desnuda.

Esta séptima inédita se parece bastante ya a las últimas, sobre todo a las del ciclo compilado por Sony, las más perfectas. Desde la inicial y morosa frase de los chelos hasta el adagio soberbio –el planto por la muerte de Wagner–, el scherzo –la llamada danza de los elefantes– o el finale bombástico, todo está armoniosamente equilibrado. El dominio que tenía Celi de las dinámicas, los empastes, las transiciones, su conocimiento de las posibilidades de las cuerdas o de los metales, es siempre asombroso. Es interesante, además, comprobar cómo en la séptima no puede forzar hasta los límites el tempo, puesto que la propia estructura de la sinfonía se lo impide. Es algo en lo que ayuda a pensar esta nueva octava, aún muy fría, como descompuesta en planos, todavía investigada más que plenamente ejecutada.

Celibidache consideraba la octava de Bruckner la reina de las sinfonías y a ella se entregó con un riesgo abisal, llegando a rebasar la hora y cuarenta minutos en sus versiones más tardías, como la de Sony, grabada en Tokio en 1990. (La duración media de la sinfonía suele ser de hora y cuarto). Pero es que la propia obra le permite abrir intersticios con los que mostrarnos toda la trama de la partitura como al trasluz, haciendo al mismo tiempo de la audición una experiencia de ampliación interna, elevada al cubo, breit und immer breiter, hasta llegar a ese final que no acaba y que anuncia un nuevo principio.

 La gran paradoja de Sergiu Celibidache (1912-1996) es que, siendo como fue uno de los principales detractores de la industria discográfica, su posteridad se ha consagrado  

La gran paradoja de Sergiu Celibidache (1912-1996) es que, siendo como fue uno de los principales detractores de la industria discográfica, su posteridad se ha consagrado gracias a las grabaciones de las que tanto abominó. Rumano formado en Alemania, políglota, filósofo y budista, Celibidache fue uno de los grandes pensadores de la música que nos dejó el pasado siglo. Como director, empezó su carrera al frente de la Filarmónica de Berlín, donde en 1945, con apenas treinta y tres años, sustituyó nada menos que a Wilhelm Furtwängler, sometido por entonces a un proceso de desnazificación. Celibidache sería director interino hasta 1952, cuando su maestro pudo volver a subirse al podio. Tras la muerte de Furtwängler en 1954, los músicos de la Filarmónica, que también celebran su particular cónclave, eligieron contra todo pronóstico a Herbert von Karajan, que había sido el gran rival del viejo maestro en la década anterior.

Durante aquellos primeros años, Celibidache ya había dado muestras de lo que sería su estilo maduro. Su sentido radical de las formas le obligaba a ensayar hasta el agotamiento, provocando a menudo enfrentamientos con músicos mucho mayores que él. Su exigencia no siempre se entendió y por eso la orquesta terminó inclinándose por Karajan, un director pragmático y con instinto comercial que rompió con la tradición de Furtwängler que Celibidache veneraba. El rumano no volvería a dirigir a los berlineses hasta 1992, tras la muerte de Karajan, en un concierto memorable en el que sonó la séptima de Bruckner. Durante los ensayos, de los que afortunadamente nos ha quedado grabación fílmica, puede apreciarse cómo Celi –así se le llamaba en los círculos musicales– disfruta destruyendo todos los tics de Karajan. Warum vibrato? Ohne Grund. Wir sind die Berliner Philharmoniker und dafür sind wir bekannt. («¿Por qué vibrato? Ningún motivo. Somos la Filarmónica de Berlín y se nos conoce por ello»).

Como recuerdan aún muchos de los que trabajaron con él, Celibidache, profesor a tiempo completo además de director, siempre obligaba a sus músicos a preguntarse por qué. Esa pulsión interrogativa fue lo que lo llevó, durante su largo exilio con diversas orquestas europeas y americanas, a reformular la técnica de la dirección orquestal y a proponer una nueva fenomenología de la música, basada en la terminología de Edmund Husserl y la propedéutica de Ernst Ansermet. En la década de 1960 y 1970, Celibidache desarrolló todo un sistema práctico y teórico de ejecución y epistemología musicales que fue impartiendo en seminarios, escuelas y universidades hasta su muerte. Nadie ha vuelto a pensar con tanta ambición los fundamentos del arte de la dirección, entendido como una forma de estructurar la masa sonora en el espacio y el tiempo. La fenomenología, por otra parte, le sirvió para describir la incidencia del sonido vivo en la conciencia. La música era para él una vía de acceso al presente y a la eternidad, de ahí su rechazo al disco, a su juicio «una fotografía de algo que no se puede fotografiar».

Cuando en 1979 la Filarmónica de Munich lo nombró director titular, Celibidache reapareció en la primera línea, pero con un bagaje que la mayoría de sus compañeros no tenía. Sin su destierro de Berlín en 1954, el rumano no podría haber desarrollado esa silenciosa y profunda labor de estudio que luego, ya al final de su vida, le permitió ensayar su particular Spätstil –su estilo tardío– al frente de una orquesta de primer nivel con la que se empleó a fondo para poner en práctica todo el conocimiento que había acumulado y divulgado a lo largo de décadas. Hasta su muerte en 1996, Celi trabajó intensamente con su filarmónica, viajando con ella por todo el mundo y tratando de ofrecer una experiencia musical que se oponía, con una terquedad fascinante y suicida, a la velocidad, la simplificación y la comercialidad propias de la época.

Dueño de una memoria preternatural, Celibidache abordó durante aquellos años prácticamente la totalidad del repertorio clásico y romántico, cavando cada vez más hondo, hasta llegar, en sus últimos años, a una dimensión nunca antes explorada en la música sinfónica. Siguiendo en ello a Ansermet, se negó a aceptar los dogmas de las vanguardias, llegando a decir que el dodecafonismo era una fracaso comparable al sistema comunista, una broma muy aguda que los entendidos comprenderán enseguida. Para él, incluso Mahler era ya un desastre y por eso rechazó dirigirlo, salvo unos deliciosos Kindertotenlieder, recientemente rescatados. A pesar de que sus strong opinions eran a menudo exageraciones que encerraban injusticias –como en el caso de Mahler, sin ir más lejos–, no es menos cierto que, pasada la resaca del absolutismo vanguardista del pasado siglo, muchas de sus afirmaciones han terminado por revelarse incontrovertibles.

La concepción musical de Celibidache, caracterizada por unos tempi siempre lentísimos y dilatados, con la intención de dar espacio a cada fonema vivo y fresco, no sirve por otra parte con igual fortuna para todos los compositores. Su Beethoven, por ejemplo, es desigual. La quinta nunca le gustó demasiado y el desagrado se le nota. (Solía decir que Beethoven era un pésimo instrumentista). En cambio, la marcha fúnebre de la Heroica es una de las mejores, grave, pausada y dramática como pocas, pero en el allegretto de la séptima no llegó a la altura de su maestro Furtwängler, al que a veces quiere resucitar mediante un sobresfuerzo técnico que termina por ahogarlo. Su Shostakovich se resiente de no haber entendido a Mahler y de querer retenerlo entre las filas del clasicismo. En cambio, donde siempre reinó con absoluta maestría fue en la música francesa –sobre todo Debussy, Ravel o Dutilleux– y en Bruckner, un compositor con el que llegó a identificarse de manera obsesiva.

En la última década larga de su vida, Celibidache fue perfeccionando con los de Múnich el corpus sinfónico de Bruckner, de la tercera a la novena, con el añadido de alguna misa temprana. Nadie ha amado y comprendido esa música como él. Gracias a Celi, Bruckner pasó de ser un tardorromántico wagneriano a un compositor a la altura de Bach, religioso en un sentido ecuménico, liberado de la subjetividad moderna. Bajo su batuta, sus sinfonías descubrieron un planeta sonoro enterrado, una Atlántida del espíritu de la que, gracias a la bendita tecnología, nos ha quedado al menos un recuerdo. Ahora el sello de la Filarmónica de Munich, que desde hace años viene ofreciendo un goteo de registros de archivo, acaba de publicar dos grabaciones más o menos inéditas –habían salido antes en sellos menores o clandestinos–, convenientemente remasterizadas.

Se trata de la séptima y la octava de Bruckner, en dos conciertos de 1984 y 1985, todavía en la Herkulessaal, antes de la inauguración de la colosal sala «am Gasteig», sede de la orquesta. Podríamos decir que Celi está aquí aún nel mezzo del cammin que culminaría en sus fabulosas versiones de principios de la década de 1990, cuando el acuerdo entre él y sus músicos ya era total. El intenso trabajo que había hecho con ellos durante diez años fructificaba al fin, ofreciendo una visión de Bruckner que nunca ha vuelto a experimentarse. Old men ought to be explorers, dice un verso de T. S. Eliot, los viejos deberían ser exploradores. Hay una especial intensidad en el arte de algunos ancianos que es irrepetible y única, una libertad alciónica y sin esperanza que confiere a sus creaciones una verdad seca y desnuda.

Esta séptima inédita se parece bastante ya a las últimas, sobre todo a las del ciclo compilado por Sony, las más perfectas. Desde la inicial y morosa frase de los chelos hasta el adagio soberbio –el planto por la muerte de Wagner–, el scherzo –la llamada danza de los elefantes– o el finale bombástico, todo está armoniosamente equilibrado. El dominio que tenía Celi de las dinámicas, los empastes, las transiciones, su conocimiento de las posibilidades de las cuerdas o de los metales, es siempre asombroso. Es interesante, además, comprobar cómo en la séptima no puede forzar hasta los límites el tempo, puesto que la propia estructura de la sinfonía se lo impide. Es algo en lo que ayuda a pensar esta nueva octava, aún muy fría, como descompuesta en planos, todavía investigada más que plenamente ejecutada.

Celibidache consideraba la octava de Bruckner la reina de las sinfonías y a ella se entregó con un riesgo abisal, llegando a rebasar la hora y cuarenta minutos en sus versiones más tardías, como la de Sony, grabada en Tokio en 1990. (La duración media de la sinfonía suele ser de hora y cuarto). Pero es que la propia obra le permite abrir intersticios con los que mostrarnos toda la trama de la partitura como al trasluz, haciendo al mismo tiempo de la audición una experiencia de ampliación interna, elevada al cubo, breit und immer breiter, hasta llegar a ese final que no acaba y que anuncia un nuevo principio.

 Noticias de Cultura: Última hora de hoy en THE OBJECTIVE

Noticias Similares