Cansinos Assens y la posguerra microscópica

En la «Nota a la Edición» que cierra Madrid, 1943, el primer tomo de los dietarios (inéditos) de Rafael Cansinos Assens (1882-1964), su hijo, heredero y editor, Rafael Manuel Cansinos Galán, escribe: «El mecanoescrito consta de 234 cuartillas numeradas de varias medidas, entre 248 mm x 186 mm y 280 mm x 203 mm. El escritor las plegaba al centro para introducirlas en la máquina de escribir, su Royal 10. Le quedaba a un tamaño final entre 124 mm y 186 mm y 140 mm x 203 mm. Una vez doblada la hoja escribía la primera cara. Extraía la hoja de la máquina, la abría y la doblaba hacia atrás, introduciéndola de nuevo en el rodillo. De esta forma le quedaban mecanografiadas la página 1 y la página 3 del pliego. La 2 y la 4 quedan blancas. Así iba construyendo su librito diario». 

Esta descripción, más que una anécdota, denota un carácter: el de un hombre que, lejanísimo, en el último trayecto de su existencia, exiliado inmóvil de sus años de gloria, que son los que vivió en Madrid —la corte de los milagros— tras arribar a la capital desde Sevilla, su tierra natal, para intentar triunfar en el carrusel de las letras patrias, persistía en su vocación, convertida ya en oficio obstinado: la escritura. Cansinos Assens aparece en las fotos de la década de los cuarenta, plena posguerra, bicarbonato, estraperlo y pan de higo, con un grueso y desgastado batín a cuadros, el cabello vuelto de plata, despeinado y débil, pero todavía resistente, como si fuera un casco fijado sobre su testa, noble y antigua, y un bigote ralo, desecho, ceniza. A pesar del pronunciado desgaste del tiempo conserva cierto porte patricio. 

La mirada es la de un hombre que lo ha visto todo. Que se ha preocupado de dejarlo por escrito en los tres tomos de La novela de un literato, un friso de época de un tiempo miserable y glorioso, sin que esto suponga contradicción alguna. Que ha dedicado un libro al divino fracaso que espera a casi todos los autores, los más afortunados de entre ellos convertidos, como señaló Borges, su discípulo, en un nombre en un índice. Tristes pies de página en la historia de la literatura. Cansinos era —su método de trabajo lo muestra— un artesano de las letras. Y, como tal, además de sus obras mayores, hizo un sinfín de menores (traducciones, libros de encargo, biografías) y piezas inéditas o privadas, como las que Arca Ediciones, el sello de la fundación que conserva su legado, está poniendo por vez primera en las librerías.

De entre ellas destacan sus diarios de posguerra. El pasado año salió el primer tomo (1943) y hace días el segundo, correspondiente a 1944. Los títulos originales se limitan a los citados años. Sin más. Son calendarios que, pareciendo ser prosa de interiores, discreta, hecha con fragmentos, ideas y recuerdos, relatan la extraña atmósfera de la posguerra española. Andrés Trapiello ha utilizado muchos de los detalles de la primera entrega, rindiendo los correspondientes créditos, para construir la ambientación de Me piden que regrese, la novela que lo consagra como el narrador que desde el principio de su trayectoria siempre quiso ser. 

El segundo dietario documenta cómo se vivió en aquel Madrid de tertulias tristes, «con voces aburridas, cómicas aturdidas y hombres gastados», el giro de la Segunda Guerra Mundial en contra de las aspiraciones del Eje Roma-Berlín, en el que la España de Franco (media España) se vio obligada a cambiar súbitamente de ropaje y diluir el falangismo escénico en el impío nacional-catolicismo. Los espacios geográficos son muy similares al diario de 1943: los cafés Marfil y El Cocodrilo (antes fue El Gato Negro, junto al teatro de la Comedia), las cuerdas de presos que andan —esposados y en grupo— por las calles, el domicilio familiar y ese espacio, indeterminado, donde uno descubre que sus deseos no van a casar nunca con la realidad. 

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Diario de posguerra en Madrid, 1944
Rafael Cansinos Assens

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Miedo, hambre, silencio

Igual que el primer tomo, este dietario de 1944 es un cuaderno de anotaciones sobre la vida íntima de Cansinos Assens: estampas familiares con sus hermanas; Josefina, la eterna novia de pueblo (Don Benito, Badajoz), las incertidumbres, los encuentros y las salidas, los itinerarios húmedos y grises donde el escritor se convierte en testigo de su propio drama, que es a la vez el de otros muchísimos supervivientes. Conversaciones e impresiones, muchas a vuelapluma, sobre un telón de fondo —la vida, entonces y ahora, siempre tiene lugar sobre un escenario— marcado por el miedo, el hambre muda y la extrema arbitrariedad de la represión. 

Nadie está por completo a salvo, ni siquiera parte de los propios vencedores de la Cruzada. Cansinos traduce las Mil y una noches, sueña con todas las Sherezades del mundo (serranas y odaliscas) y escribe su biografía para las obras completas de Goethe en la editorial Aguilar, pero en su día a día, descrito con sumo detalle y prosaísmo, no aparecen brillos orientales, ni magia. Tampoco queda rastro del misticismo espiritual del romanticismo. La España de la posguerra, contextualizada gracias las notas al pie que su hijo ha redactado en esta edición, no era una corte de laureles y misas, aunque tuviera como dueño a un general enano, cruel y cuartelero. Fue otra cosa muy distinta y, en general, descorazonadora: una sucesión de días sin objeto, generosos en carencias y avaros en alegrías, donde nadie puede decir lo que piensa (en silencio, siempre en silencio) y todo el mundo tiene un trauma y un nombre desaparecido.

Con toda esta materia humana Cansinos hacía parsimoniosas miniaturas en su máquina Royal, doblando las cuartillas en sus pliegos, tras pasar horas traduciendo y esperando —como tantos otros en esos mismos años— a que le rindiera el sueño y, de camino, se le atenuase la pulsión sanguínea de la entrepierna. Las anotaciones del escritor sevillano dan la impresión de ser casuales, hojas pasajeras. Y, en efecto, lo son. Pero en muchísimas de ellas, sin querer, señala detalles concretos y desconocidos, por su trágica simpleza, de aquella victoria que causó casi mucho más daño que la guerra civil, dejándonos un legado de taras en el espíritu, la moral y el corazón. Estos diarios son quizás menos sabrosos —en maldades y retratos del natural— que sus célebres memorias literarias, donde Cansinos no toma prisioneros e inmortaliza a todos los animales del bestiarium de las letras españolas de comienzos del pasado siglo. 

Los dietarios son excelentes pero tienen un registro diferente. En ellos sobresalen otra clase de destrezas: el arte del vislumbre, el don de la sugerencia, los sublimes efectos de los sobreentendidos. Casas con visillos. Perspectivas de hastío. Instantes de melancolía. Charlas bizantinas. Para explicar, por ejemplo, que un hombre —el joven Saro— maltrataba a su mujer (Conchita) contrapone la vehemencia del muchacho —«El amor se hace a golpes»— con la censura moral de la cofradía del café: «Usted sigue con la mentalidad de la guerra. Los golpes no convencen a nadie y menos a las mujeres».

La memoria de todos

Cansinos rara vez se embellece: «Un hombre solo y resignado que sólo aspira a entretener el tiempo para ir luego a la tertulia de los amigos». Tampoco se enmascara. Y confiesa al único lector que hasta ahora habían tenido estos libros —él mismo— cómo lo distraen los ruidosos taconeos de las muchachas. Escribe endechas sobre la juventud desaparecida y los deseos rebosantes, nunca colmados. «Como hoy ocurre en todo, envase espléndido; dentro, nada. Nunca como hoy, que no tienen nada que vender, fueron tan lindas y de buen gusto las vitrinas de los museos». No se pueden explicar con menos palabras los estragos de la calamitosa autarquía de la España de los cuarenta. 

A Cansinos lo creyeron sospechoso de ser falangista en el Madrid del Frente Popular y durante la dictadura lo vigilaron por considerarlo un judío rojo. No fue ni lo uno ni lo otro. Nunca se fue. No huyó. Se resignó, igual que un estoico en la Meseta, a sobrellevar una vida triste con levísimos destellos de desesperanza vana, sin jabón en una casa cerca del Retiro y castigado por los gélidos fríos madrileños, refugiado en un viejo sillón hundido. Olvidado. Desahuciado en términos artísticos, pero salvado (en lo material) por una herencia inesperada. 

Han sido legión los escritores españoles que han escrito sobre este tiempo (angustioso) de la posguerra. Pero pocos lo han hecho como él: con un tono microscópico. Levantando actas exactas de alguien que sabe contar todo lo que vivió y cómo lo vivió. Sin épica. Sin darse importancia. Confesándose. La fundación que lleva su nombre debería publicar el resto de sus dietarios inéditos —1945 y 1946— y también los escritos durante la contienda (in)civil, redactados en inglés, francés, alemán y árabe. España merece conocer toda la memoria histórica de Cansinos Assens. No es ni la de unos ni la de otros. Es, sencillamente, la de todos.

 En la «Nota a la Edición» que cierra Madrid, 1943, el primer tomo de los dietarios (inéditos) de Rafael Cansinos Assens (1882-1964), su hijo, heredero y  

En la «Nota a la Edición» que cierra Madrid, 1943, el primer tomo de los dietarios (inéditos) de Rafael Cansinos Assens (1882-1964), su hijo, heredero y editor, Rafael Manuel Cansinos Galán, escribe: «El mecanoescrito consta de 234 cuartillas numeradas de varias medidas, entre 248 mm x 186 mm y 280 mm x 203 mm. El escritor las plegaba al centro para introducirlas en la máquina de escribir, su Royal 10. Le quedaba a un tamaño final entre 124 mm y 186 mm y 140 mm x 203 mm. Una vez doblada la hoja escribía la primera cara. Extraía la hoja de la máquina, la abría y la doblaba hacia atrás, introduciéndola de nuevo en el rodillo. De esta forma le quedaban mecanografiadas la página 1 y la página 3 del pliego. La 2 y la 4 quedan blancas. Así iba construyendo su librito diario». 

Esta descripción, más que una anécdota, denota un carácter: el de un hombre que, lejanísimo, en el último trayecto de su existencia, exiliado inmóvil de sus años de gloria, que son los que vivió en Madrid —la corte de los milagros— tras arribar a la capital desde Sevilla, su tierra natal, para intentar triunfar en el carrusel de las letras patrias, persistía en su vocación, convertida ya en oficio obstinado: la escritura. Cansinos Assens aparece en las fotos de la década de los cuarenta, plena posguerra, bicarbonato, estraperlo y pan de higo, con un grueso y desgastado batín a cuadros, el cabello vuelto de plata, despeinado y débil, pero todavía resistente, como si fuera un casco fijado sobre su testa, noble y antigua, y un bigote ralo, desecho, ceniza. A pesar del pronunciado desgaste del tiempo conserva cierto porte patricio. 

La mirada es la de un hombre que lo ha visto todo. Que se ha preocupado de dejarlo por escrito en los tres tomos de La novela de un literato, un friso de época de un tiempo miserable y glorioso, sin que esto suponga contradicción alguna. Que ha dedicado un libro al divino fracaso que espera a casi todos los autores, los más afortunados de entre ellos convertidos, como señaló Borges, su discípulo, en un nombre en un índice. Tristes pies de página en la historia de la literatura. Cansinos era —su método de trabajo lo muestra— un artesano de las letras. Y, como tal, además de sus obras mayores, hizo un sinfín de menores (traducciones, libros de encargo, biografías) y piezas inéditas o privadas, como las que Arca Ediciones, el sello de la fundación que conserva su legado, está poniendo por vez primera en las librerías.

De entre ellas destacan sus diarios de posguerra. El pasado año salió el primer tomo (1943) y hace días el segundo, correspondiente a 1944. Los títulos originales se limitan a los citados años. Sin más. Son calendarios que, pareciendo ser prosa de interiores, discreta, hecha con fragmentos, ideas y recuerdos, relatan la extraña atmósfera de la posguerra española. Andrés Trapiello ha utilizado muchos de los detalles de la primera entrega, rindiendo los correspondientes créditos, para construir la ambientación de Me piden que regrese, la novela que lo consagra como el narrador que desde el principio de su trayectoria siempre quiso ser. 

El segundo dietario documenta cómo se vivió en aquel Madrid de tertulias tristes, «con voces aburridas, cómicas aturdidas y hombres gastados», el giro de la Segunda Guerra Mundial en contra de las aspiraciones del Eje Roma-Berlín, en el que la España de Franco (media España) se vio obligada a cambiar súbitamente de ropaje y diluir el falangismo escénico en el impío nacional-catolicismo. Los espacios geográficos son muy similares al diario de 1943: los cafés Marfil y El Cocodrilo (antes fue El Gato Negro, junto al teatro de la Comedia), las cuerdas de presos que andan —esposados y en grupo— por las calles, el domicilio familiar y ese espacio, indeterminado, donde uno descubre que sus deseos no van a casar nunca con la realidad. 

Igual que el primer tomo, este dietario de 1944 es un cuaderno de anotaciones sobre la vida íntima de Cansinos Assens: estampas familiares con sus hermanas; Josefina, la eterna novia de pueblo (Don Benito, Badajoz), las incertidumbres, los encuentros y las salidas, los itinerarios húmedos y grises donde el escritor se convierte en testigo de su propio drama, que es a la vez el de otros muchísimos supervivientes. Conversaciones e impresiones, muchas a vuelapluma, sobre un telón de fondo —la vida, entonces y ahora, siempre tiene lugar sobre un escenario— marcado por el miedo, el hambre muda y la extrema arbitrariedad de la represión. 

Nadie está por completo a salvo, ni siquiera parte de los propios vencedores de la Cruzada. Cansinos traduce las Mil y una noches, sueña con todas las Sherezades del mundo (serranas y odaliscas) y escribe su biografía para las obras completas de Goethe en la editorial Aguilar, pero en su día a día, descrito con sumo detalle y prosaísmo, no aparecen brillos orientales, ni magia. Tampoco queda rastro del misticismo espiritual del romanticismo. La España de la posguerra, contextualizada gracias las notas al pie que su hijo ha redactado en esta edición, no era una corte de laureles y misas, aunque tuviera como dueño a un general enano, cruel y cuartelero. Fue otra cosa muy distinta y, en general, descorazonadora: una sucesión de días sin objeto, generosos en carencias y avaros en alegrías, donde nadie puede decir lo que piensa (en silencio, siempre en silencio) y todo el mundo tiene un trauma y un nombre desaparecido.

Con toda esta materia humana Cansinos hacía parsimoniosas miniaturas en su máquina Royal, doblando las cuartillas en sus pliegos, tras pasar horas traduciendo y esperando —como tantos otros en esos mismos años— a que le rindiera el sueño y, de camino, se le atenuase la pulsión sanguínea de la entrepierna. Las anotaciones del escritor sevillano dan la impresión de ser casuales, hojas pasajeras. Y, en efecto, lo son. Pero en muchísimas de ellas, sin querer, señala detalles concretos y desconocidos, por su trágica simpleza, de aquella victoria que causó casi mucho más daño que la guerra civil, dejándonos un legado de taras en el espíritu, la moral y el corazón. Estos diarios son quizás menos sabrosos —en maldades y retratos del natural— que sus célebres memorias literarias, donde Cansinos no toma prisioneros e inmortaliza a todos los animales del bestiarium de las letras españolas de comienzos del pasado siglo. 

Los dietarios son excelentes pero tienen un registro diferente. En ellos sobresalen otra clase de destrezas: el arte del vislumbre, el don de la sugerencia, los sublimes efectos de los sobreentendidos. Casas con visillos. Perspectivas de hastío. Instantes de melancolía. Charlas bizantinas. Para explicar, por ejemplo, que un hombre —el joven Saro— maltrataba a su mujer (Conchita) contrapone la vehemencia del muchacho —«El amor se hace a golpes»— con la censura moral de la cofradía del café: «Usted sigue con la mentalidad de la guerra. Los golpes no convencen a nadie y menos a las mujeres».

Cansinos rara vez se embellece: «Un hombre solo y resignado que sólo aspira a entretener el tiempo para ir luego a la tertulia de los amigos». Tampoco se enmascara. Y confiesa al único lector que hasta ahora habían tenido estos libros —él mismo— cómo lo distraen los ruidosos taconeos de las muchachas. Escribe endechas sobre la juventud desaparecida y los deseos rebosantes, nunca colmados. «Como hoy ocurre en todo, envase espléndido; dentro, nada. Nunca como hoy, que no tienen nada que vender, fueron tan lindas y de buen gusto las vitrinas de los museos». No se pueden explicar con menos palabras los estragos de la calamitosa autarquía de la España de los cuarenta. 

A Cansinos lo creyeron sospechoso de ser falangista en el Madrid del Frente Popular y durante la dictadura lo vigilaron por considerarlo un judío rojo. No fue ni lo uno ni lo otro. Nunca se fue. No huyó. Se resignó, igual que un estoico en la Meseta, a sobrellevar una vida triste con levísimos destellos de desesperanza vana, sin jabón en una casa cerca del Retiro y castigado por los gélidos fríos madrileños, refugiado en un viejo sillón hundido. Olvidado. Desahuciado en términos artísticos, pero salvado (en lo material) por una herencia inesperada. 

Han sido legión los escritores españoles que han escrito sobre este tiempo (angustioso) de la posguerra. Pero pocos lo han hecho como él: con un tono microscópico. Levantando actas exactas de alguien que sabe contar todo lo que vivió y cómo lo vivió. Sin épica. Sin darse importancia. Confesándose. La fundación que lleva su nombre debería publicar el resto de sus dietarios inéditos —1945 y 1946— y también los escritos durante la contienda (in)civil, redactados en inglés, francés, alemán y árabe. España merece conocer toda la memoria histórica de Cansinos Assens. No es ni la de unos ni la de otros. Es, sencillamente, la de todos.

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