Tenían tres y cinco años, y se llamaban Rubén e Izan. Ahora han pasado a la historia, que es el lugar donde moran los muertos. Mientras los arrastraba la corriente, quizá sus vidas pasaron ante ellos a la velocidad de la luz: los rostros de sus padres, un bosque muy negro, las caras de los amigos, una tarde de sol bajo un cielo diamantino, la voz de su madre, la voz de los sueños, y luego un largo desvanecimiento que conducía al país de Irás y no Volverás. La muerte de los niños sobrecoge por toda la potencia que contienen sus menudos cuerpos, por todo el porvenir que albergan, y porque resulta indigerible que se extingan vidas tan recientes; nos parece algo contra natura, y sobre todo a los padres. Ya decían los antiguos griegos que la peor desgracia de un padre era enterrar a su hijo: se ha roto la línea de la vida, el mundo es no mundo y la vida ya no es vida para los padres que miran el cadáver del hijo. Son momentos en los que se hace añicos la figura de Dios y nos sale al camino la cara más negra del destino, la que te invita, con una sonrisa cínica, a emprender el viaje de la desesperación.
Tenían 3 y 5 años, y se llamaban Rubén e Izan. Ahora son sólo un relato, pero es en los relatos donde viven los muertos y donde continúa de alguna manera su respiración: es en ellos donde ubicar la sobrevida que puede deparar la escritura. Mientras los envolvían los remolinos, la conciencia aún poseía un leve resplandor y puede que recordaran instantes muy intensos de sus vidas. Quizá, en el último momento, se acordaron del fulgor asesino de la luz cuando salieron del vientre de su madre, al que ahora volvían, en una noche vastísima, en una noche oceánica más allá de las palabras y las cosas. Me aterra presentir la sensación de extravío que sintieron Rubén e Izan. Qué simas tan prematuras: como vivir mil años en un segundo. Se fundieron en la sombra conformando una paradoja: todo pasó tan deprisa que ni siquiera les dio tiempo a morir. Y cuando ocurre eso, la rebelión del cuerpo ante la extinción es un clamor de sangre que se agolpa y de circuitos neuronales que estallan como gigantes rojas al fondo del cielo. Algo que el lenguaje normal no puede expresar porque atañe al misterio y al silencio que se desliza por debajo de la vida y de la muerte.
«Desaparecieron las paredes, desaparecieron los muebles, desaparecieron los padres y una masa de oscuridad líquida los envolvió»
Tenían 3 y 5 años. No habían sobrepasado la primera infancia: estaban en la fase inicial del ser, la más determinante y la más parecida a una selva oscura. Vivían protegidos por sus padres en una casa. Había paredes, había muebles, había seguridad… Y de pronto, desaparecieron las paredes, desaparecieron los muebles, desaparecieron los padres y una masa de oscuridad líquida los envolvió y se los llevo al corazón de la noche. El orden invertido: cayeron por un precipicio hacia arriba y se estrellaron contra un aerolito. El terror que comunican es el terror y de las sonrisas extinguidas y de las estrellas muertas. Recuerdo unos versos de Yeats: «Donde el agua errante cae… creando lagunas entre los rápidos que casi podrían bañar una estrella…» o engullirla bajo el gran vómito que borra rostros y traga almas… Muchas almas, pero sobre todo dos, de vida muy reciente, y las vidas recientes son más inabarcables que las que no lo son, pues las vidas no recientes están parcialmente cumplidas, cuando no muy cumplidas, y las puedes medir, al menos en cierta manera, pero ¿cómo mides las vidas que son sobre todo potencia, sobre todo posibilidad, sobre todo virtualidad, sobre todo expectativa, sobre todo sueños que aún no se han cumplido, deseos que aún no se han consumado, amores que aún no han acontecido, universos que aún no se han creado? ¿Cómo medir esa infinitud? ¿Cómo abarcar ese abismo?
En la película de Visconti El inocente, una mujer le dice a su amante: «Tienes dos enemigos invencibles porque los dos están muertos». Algunos tienen en este momento más de 200 enemigos invencibles, capitaneados por dos niños terribles y sigilosos como ángeles de Rilke. Pero el tiempo pasa y los asesinos de almas tienen la memoria frágil y la mirada más muerta que la de todos los desdichados que se tragó la corriente. No hemos de esperar de ellos nada, pues tienen la conciencia sumergida en sus propias heces y buena parte de su poder se sostiene en la trivialización de la muerte.
Tenían tres y cinco años, y se llamaban Rubén e Izan. Ahora han pasado a la historia, que es el lugar donde moran los muertos. Mientras
Tenían tres y cinco años, y se llamaban Rubén e Izan. Ahora han pasado a la historia, que es el lugar donde moran los muertos. Mientras los arrastraba la corriente, quizá sus vidas pasaron ante ellos a la velocidad de la luz: los rostros de sus padres, un bosque muy negro, las caras de los amigos, una tarde de sol bajo un cielo diamantino, la voz de su madre, la voz de los sueños, y luego un largo desvanecimiento que conducía al país de Irás y no Volverás. La muerte de los niños sobrecoge por toda la potencia que contienen sus menudos cuerpos, por todo el porvenir que albergan, y porque resulta indigerible que se extingan vidas tan recientes; nos parece algo contra natura, y sobre todo a los padres. Ya decían los antiguos griegos que la peor desgracia de un padre era enterrar a su hijo: se ha roto la línea de la vida, el mundo es no mundo y la vida ya no es vida para los padres que miran el cadáver del hijo. Son momentos en los que se hace añicos la figura de Dios y nos sale al camino la cara más negra del destino, la que te invita, con una sonrisa cínica, a emprender el viaje de la desesperación.
Tenían 3 y 5 años, y se llamaban Rubén e Izan. Ahora son sólo un relato, pero es en los relatos donde viven los muertos y donde continúa de alguna manera su respiración: es en ellos donde ubicar la sobrevida que puede deparar la escritura. Mientras los envolvían los remolinos, la conciencia aún poseía un leve resplandor y puede que recordaran instantes muy intensos de sus vidas. Quizá, en el último momento, se acordaron del fulgor asesino de la luz cuando salieron del vientre de su madre, al que ahora volvían, en una noche vastísima, en una noche oceánica más allá de las palabras y las cosas. Me aterra presentir la sensación de extravío que sintieron Rubén e Izan. Qué simas tan prematuras: como vivir mil años en un segundo. Se fundieron en la sombra conformando una paradoja: todo pasó tan deprisa que ni siquiera les dio tiempo a morir. Y cuando ocurre eso, la rebelión del cuerpo ante la extinción es un clamor de sangre que se agolpa y de circuitos neuronales que estallan como gigantes rojas al fondo del cielo. Algo que el lenguaje normal no puede expresar porque atañe al misterio y al silencio que se desliza por debajo de la vida y de la muerte.
«Desaparecieron las paredes, desaparecieron los muebles, desaparecieron los padres y una masa de oscuridad líquida los envolvió»
Tenían 3 y 5 años. No habían sobrepasado la primera infancia: estaban en la fase inicial del ser, la más determinante y la más parecida a una selva oscura. Vivían protegidos por sus padres en una casa. Había paredes, había muebles, había seguridad… Y de pronto, desaparecieron las paredes, desaparecieron los muebles, desaparecieron los padres y una masa de oscuridad líquida los envolvió y se los llevo al corazón de la noche. El orden invertido: cayeron por un precipicio hacia arriba y se estrellaron contra un aerolito. El terror que comunican es el terror y de las sonrisas extinguidas y de las estrellas muertas. Recuerdo unos versos de Yeats: «Donde el agua errante cae… creando lagunas entre los rápidos que casi podrían bañar una estrella…» o engullirla bajo el gran vómito que borra rostros y traga almas… Muchas almas, pero sobre todo dos, de vida muy reciente, y las vidas recientes son más inabarcables que las que no lo son, pues las vidas no recientes están parcialmente cumplidas, cuando no muy cumplidas, y las puedes medir, al menos en cierta manera, pero ¿cómo mides las vidas que son sobre todo potencia, sobre todo posibilidad, sobre todo virtualidad, sobre todo expectativa, sobre todo sueños que aún no se han cumplido, deseos que aún no se han consumado, amores que aún no han acontecido, universos que aún no se han creado? ¿Cómo medir esa infinitud? ¿Cómo abarcar ese abismo?
En la película de Visconti El inocente, una mujer le dice a su amante: «Tienes dos enemigos invencibles porque los dos están muertos». Algunos tienen en este momento más de 200 enemigos invencibles, capitaneados por dos niños terribles y sigilosos como ángeles de Rilke. Pero el tiempo pasa y los asesinos de almas tienen la memoria frágil y la mirada más muerta que la de todos los desdichados que se tragó la corriente. No hemos de esperar de ellos nada, pues tienen la conciencia sumergida en sus propias heces y buena parte de su poder se sostiene en la trivialización de la muerte.
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