La escritura no puede forzarse. O brota o se estanca. Se deja fluir, sin cortapisas. Y si viene una temporada baja, se toma unas vacaciones. Seguro que más de un autor, de esos «profesionales de la palabra», discutiría estas afirmaciones, pero al leer a Camila Sosa Villada (Córdoba, Argentina, 1982) se entiende por qué ella no concibe este arte de otra manera. Su escritura, su voz, son ella misma, surgen de una pulsión que une la vida, desde la infancia, con la literatura, con la exploración de sí misma, de su mundo. Esa clase de escritura, visceral y a la vez sagaz, como la de una Marguerite Duras, una Alejandra Pizarnik o una Clarice Lispector.
«Si el deseo no está, la escritura no sucede e intentarlo, querer escribir eso que no nace del deseo, es matarse un poco y matar con nosotros a la literatura» (p. 89), dice Camila Sosa. En El viaje inútil, un libro autobiográfico publicado por primera vez en 2018 que Tusquets acaba de publicar en España, la autora excava los cimientos de su pulsión por las letras, inseparables de la vida, de la herida, que, como toda herida sin remedio, nace en la infancia, en la relación con los progenitores, en la acogida o el rechazo del mundo hacia nosotros. «Permitimos que la locura nos ocupe por completo con tal de resistir la pobreza» (p. 24): la pobreza, el padre alcohólico, la callada desesperación de la madre, el sentido del sacrificio enquistado en el linaje de una familia como un mal hereditario.
Y travestismo, sobre todo travestismo. De la identidad, del cuerpo; pero también (cómo no, por supuesto), de la literatura. «Mi primer acto de travestismo no fue salir a la calle vestida de mujer con todas las de la ley», confiesa, «mi primer acto de travestismo fue a través de la escritura» (p. 32). Adoptó la identidad de una chica enamorada en un texto que acabó pagando caro, una suerte de rito iniciático involuntario con el que descubrió que la escritura nunca es, nunca puede ser, inocente. Y a través de la escritura se vengó, se creó un espacio habitable. Desde el principio tuvo muy claro que ella se hacía con la escritura, que la literatura la encarnaba, que las palabras no serían un mero pasatiempo, que serían la llaga y el lenitivo: «Yo acabo por ser todo lo que mi papá nunca hubiera querido para un hijo» (p. 11). ¿Puede haber fractura más cruel?
Sin embargo, Camila Sosa no escribe como una doliente, ni en el tono –apasionado, de esa pasión que rebasa aliento, intimidad, fiebre–, ni en el qué –la ternura del padre, del hombre que era el padre cuando le enseñó a escribir («Enseñarme a escribir es el gesto de amor que mi papá tiene para mí», p. 10), el feliz hallazgo de la gran literatura, de la poesía, del teatro, que le proporcionan diálogo, compañía, hogar («Yo estoy frente a la poesía como frente a una película maravillosa», p. 27, dice tras descubrir a Lorca), o «el goce de ser travesti. La fiesta de ser travesti. La fiesta de ser mujer» (p. 43)–. Como ya demostró en Las malas (Tusquets, 2019), la novela que selló su nombre en la literatura después de una carrera consagrada a los escenarios, se puede, ella puede, narrar la calle, las noches de las prostitutas travestis, sin autocompasión y, lo más importante, lo único importante en realidad, con la textura literaria de quien sabe escribir, de quien ha leído.
Porque hay violencia en estas memorias, como la había en Las malas y la hay en la voz de tantas autoras hispanoamericanas (y no solo) de hoy; la inocencia no perdura cuando el entorno resulta hostil. Pero crudeza, dolor, desarraigo no tienen por qué desligarse de la celebración de estar viva, de la rebeldía, la resistencia de estar viva y abrirse camino a pesar de todo. «Algo significó en mi vida ser una travesti muy joven en un pueblo muy pequeño» (p. 44). Su existencia –su identidad travesti, su identidad escritora– se recibía como una amenaza, cuando no una tara, una vergüenza. Solo que ella se des-vergonzó, encontró su medio de expresión, y de libertad, en el teatro y en sus escritos, tan pegados a la piel, tan llenos del calor de la vida. La suya es una literatura que respira, que alienta en su oscuridad, que desgarra y al tiempo ofrece un punto de cobijo, de reencuentro.
Se presenta como una mentirosa; la literatura es una mentira y el escritor, un impostor. Y aun así, en esa máscara de la narrativa subyace un acto de desnudarse, de mirarse al espejo. Como los actores en escena, y en eso ella tiene experiencia, sale de sí misma por un rato y es en ese rato que es más que nunca ella misma, ella en plenitud. Busca en las palabras una traslación del habla oral («Por eso me gusta tanto Roberto Bolaño, porque cuando lo leo siento que lo escucho hablarme», p. 45), y sí, la encuentra, su prosa fluye con naturalidad, vibrante, con ritmo, con cadencia. Debe mucho a su trabajo en el teatro (como dramaturga –creando los personajes que echa de menos en la literatura existente– y como actriz); y también a los novelistas que considera los cuatro puntos cardinales de su formación: Marguerite Duras («habla sobre su vida y su deseo con tal honestidad que me digo […] que para escribir es necesario dejar los secretos y la carne en los libros», p. 73), Wislawa Szymborska («un gran aprendizaje, el de no tomarse nunca en serio», p. 74), Carson McCullers («cierta brutalidad sureña hiere sus novelas y cuentos», p. 76) y Truman Capote («esa cuota de astucia, malicia y traición de la escritura», p. 77).
A veces, después de un fenómeno como lo fue Las malas, las editoriales bucean en los libros previos del autor y los recuperan, aunque no tengan el nivel deseable, para estirar el chicle. Por suerte, no es ese el caso de El viaje inútil: este breve relato confesional no solo no desmerece su título más aclamado, sino que confirma que no fue flor de un día: Camila Sosa ya existía como escritora, como gran escritora. El viaje inútil es un viaje al origen que sirve tanto como puerta de acceso a su obra como ampliación de esa línea singularísima que continuó después del éxito con Tesis sobre una domesticación (2019; Tusquets, 2023) y Soy una tonta por quererte (Tusquets, 2022). Dice que su escritura no puede forzarse, pero, y esto es también una suerte, de momento no se cansa de escribir. Solo queda desearle que le dure, y que continúe regalándonos más páginas incisivas y traviesas y conmovedoras como estas.
La escritura no puede forzarse. O brota o se estanca. Se deja fluir, sin cortapisas. Y si viene una temporada baja, se toma unas vacaciones. Seguro
La escritura no puede forzarse. O brota o se estanca. Se deja fluir, sin cortapisas. Y si viene una temporada baja, se toma unas vacaciones. Seguro que más de un autor, de esos «profesionales de la palabra», discutiría estas afirmaciones, pero al leer a Camila Sosa Villada (Córdoba, Argentina, 1982) se entiende por qué ella no concibe este arte de otra manera. Su escritura, su voz, son ella misma, surgen de una pulsión que une la vida, desde la infancia, con la literatura, con la exploración de sí misma, de su mundo. Esa clase de escritura, visceral y a la vez sagaz, como la de una Marguerite Duras, una Alejandra Pizarnik o una Clarice Lispector.
«Si el deseo no está, la escritura no sucede e intentarlo, querer escribir eso que no nace del deseo, es matarse un poco y matar con nosotros a la literatura» (p. 89), dice Camila Sosa. En El viaje inútil, un libro autobiográfico publicado por primera vez en 2018 que Tusquets acaba de publicar en España, la autora excava los cimientos de su pulsión por las letras, inseparables de la vida, de la herida, que, como toda herida sin remedio, nace en la infancia, en la relación con los progenitores, en la acogida o el rechazo del mundo hacia nosotros. «Permitimos que la locura nos ocupe por completo con tal de resistir la pobreza» (p. 24): la pobreza, el padre alcohólico, la callada desesperación de la madre, el sentido del sacrificio enquistado en el linaje de una familia como un mal hereditario.
Y travestismo, sobre todo travestismo. De la identidad, del cuerpo; pero también (cómo no, por supuesto), de la literatura. «Mi primer acto de travestismo no fue salir a la calle vestida de mujer con todas las de la ley», confiesa, «mi primer acto de travestismo fue a través de la escritura» (p. 32). Adoptó la identidad de una chica enamorada en un texto que acabó pagando caro, una suerte de rito iniciático involuntario con el que descubrió que la escritura nunca es, nunca puede ser, inocente. Y a través de la escritura se vengó, se creó un espacio habitable. Desde el principio tuvo muy claro que ella se hacía con la escritura, que la literatura la encarnaba, que las palabras no serían un mero pasatiempo, que serían la llaga y el lenitivo: «Yo acabo por ser todo lo que mi papá nunca hubiera querido para un hijo» (p. 11). ¿Puede haber fractura más cruel?
Sin embargo, Camila Sosa no escribe como una doliente, ni en el tono –apasionado, de esa pasión que rebasa aliento, intimidad, fiebre–, ni en el qué –la ternura del padre, del hombre que era el padre cuando le enseñó a escribir («Enseñarme a escribir es el gesto de amor que mi papá tiene para mí», p. 10), el feliz hallazgo de la gran literatura, de la poesía, del teatro, que le proporcionan diálogo, compañía, hogar («Yo estoy frente a la poesía como frente a una película maravillosa», p. 27, dice tras descubrir a Lorca), o «el goce de ser travesti. La fiesta de ser travesti. La fiesta de ser mujer» (p. 43)–. Como ya demostró en Las malas (Tusquets, 2019), la novela que selló su nombre en la literatura después de una carrera consagrada a los escenarios, se puede, ella puede, narrar la calle, las noches de las prostitutas travestis, sin autocompasión y, lo más importante, lo único importante en realidad, con la textura literaria de quien sabe escribir, de quien ha leído.
Porque hay violencia en estas memorias, como la había en Las malas y la hay en la voz de tantas autoras hispanoamericanas (y no solo) de hoy; la inocencia no perdura cuando el entorno resulta hostil. Pero crudeza, dolor, desarraigo no tienen por qué desligarse de la celebración de estar viva, de la rebeldía, la resistencia de estar viva y abrirse camino a pesar de todo. «Algo significó en mi vida ser una travesti muy joven en un pueblo muy pequeño» (p. 44). Su existencia –su identidad travesti, su identidad escritora– se recibía como una amenaza, cuando no una tara, una vergüenza. Solo que ella se des-vergonzó, encontró su medio de expresión, y de libertad, en el teatro y en sus escritos, tan pegados a la piel, tan llenos del calor de la vida. La suya es una literatura que respira, que alienta en su oscuridad, que desgarra y al tiempo ofrece un punto de cobijo, de reencuentro.
Se presenta como una mentirosa; la literatura es una mentira y el escritor, un impostor. Y aun así, en esa máscara de la narrativa subyace un acto de desnudarse, de mirarse al espejo. Como los actores en escena, y en eso ella tiene experiencia, sale de sí misma por un rato y es en ese rato que es más que nunca ella misma, ella en plenitud. Busca en las palabras una traslación del habla oral («Por eso me gusta tanto Roberto Bolaño, porque cuando lo leo siento que lo escucho hablarme», p. 45), y sí, la encuentra, su prosa fluye con naturalidad, vibrante, con ritmo, con cadencia. Debe mucho a su trabajo en el teatro (como dramaturga –creando los personajes que echa de menos en la literatura existente– y como actriz); y también a los novelistas que considera los cuatro puntos cardinales de su formación: Marguerite Duras («habla sobre su vida y su deseo con tal honestidad que me digo […] que para escribir es necesario dejar los secretos y la carne en los libros», p. 73), Wislawa Szymborska («un gran aprendizaje, el de no tomarse nunca en serio», p. 74), Carson McCullers («cierta brutalidad sureña hiere sus novelas y cuentos», p. 76) y Truman Capote («esa cuota de astucia, malicia y traición de la escritura», p. 77).
A veces, después de un fenómeno como lo fue Las malas, las editoriales bucean en los libros previos del autor y los recuperan, aunque no tengan el nivel deseable, para estirar el chicle. Por suerte, no es ese el caso de El viaje inútil: este breve relato confesional no solo no desmerece su título más aclamado, sino que confirma que no fue flor de un día: Camila Sosa ya existía como escritora, como gran escritora. El viaje inútil es un viaje al origen que sirve tanto como puerta de acceso a su obra como ampliación de esa línea singularísima que continuó después del éxito con Tesis sobre una domesticación (2019; Tusquets, 2023) y Soy una tonta por quererte (Tusquets, 2022). Dice que su escritura no puede forzarse, pero, y esto es también una suerte, de momento no se cansa de escribir. Solo queda desearle que le dure, y que continúe regalándonos más páginas incisivas y traviesas y conmovedoras como estas.
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