Caitlin Moran: «Los hombres lo tienen peor que las mujeres»

Que una escritora sea igual que sus libros es una prueba rara de honestidad. Los artistas vivarachos en su obra a menudo gastan una actitud introvertida, a veces incluso gruñona o flemática. Te dejan con ese mal sabor de boca del arrepentimiento. Vaya, no debería haber conocido, tête-à-tête, a la mente que mueve las manos tras la obra y ese tipo de matracas mentales… A diferencia de estas decepcionantes disonancias, Caitlin Moran (Brighton, 1975) es igual de jodidamente genial que en sus novelas. Sí, así lo suelto. Con improperio incluido. Como decía Cela, la lengua es rica y ha de ser usada en su divina profundidad.  

La autora lleva más de una década ilustrando sobre el mundo de las mujeres, sus avatares, batallas e idiosincrasias. ¿Cómo ser mujer? (2011) o ¿Cómo se hace una chica? (2015), ya son clásicos de la literatura contemporánea británica. Pero, tras haberse erguido como una de las adalides del feminismo, Moran ha decidido bucear en la masculinidad. No con mirada venenosa, juzgona o repicada, sino con un grado de comprensión, chanza y desparasitamiento de inquinas maniqueas propio de quien acaba atinando en la verdad. De esa inmersión a la psique y educación masculinas, ha escrito ¿Y los hombres qué? (Anagrama, 2025). 

Sentada en modo yogui con un vestido con floripondios y mallas negras, Caitlin recibe a sus interrogadores en una sala del hotel NH Collection Madrid Colón. Lleva el pelo enmarañado como una fregona de hebras finas, fardando orgullosa de ese mechonazo blanco, casi un gorro, que en ella es ya uniforme. Una armadura brujil que combina armoniosamente con sus densos y tiernos ojos cargados de maquillaje. Mezcla negro y verde turquesa. Modo chav. Estilo: disolución dipsómana en la Costa Brava a las dos de la tarde. Le atiza a un vaper sabor frambuesa con el mismo descarado salero con el que dispara palabras. Las ametralla. Y lo hace con una guasa que impone reverencia. Sólo con el filtro del ingenio la diarrea verbal puede convertirse en lucidez. Una agudeza que Caitlin Moran despacha con creces.  

«¡Voy a presentarme a presidenta!», vocea, sin razón aparente, alzando las manos por encima de la cabeza, como una niña que ha concluido un tornasolado dibujo. «Lo he decidido». Cuando se le pregunta de qué, o de donde, Caitlin afirma: «ah, me da igual, de cualquier país. Del Reino Unido o de España. Lo importante es la candidatura». Y aunque sea difícil de creer, tienta regalarle el voto. Visto quien calienta ahora las poltronas con sudores de buitre, la suya parece una candidatura ideal. Más divertida, al menos. 

Asegura sin reparos que durante muchos años participó en eventos feministas en los que, al ser preguntada por los hombres, su respuesta era clara: «me importan un comino los hombres, parecen estar bien, que se las apañen». Sin embargo, con el tiempo, y viendo como sus hijas crecían hasta una madurez rodeada de chicos, se dio cuenta de que esos camaradas masculinos albergaban una inquina malsana. «Decían cosas como: ‘las mujeres están ganando’, ‘los hombres están perdiendo’, ‘el feminismo ha ido demasiado lejos’, incluso les llamaban feminazis. Y pensé: aquí hay un problema gordo». Y así, sin más dilación, se puso a hacer lo que mejor sabe. Husmear y escribir. 

PREGUNTA- ¿Cuál crees que es la raíz de esa reacción masculina? 

RESPUESTA.- Creo que detrás de toda esa furia hay miedo. Me pregunté: ¿por qué están tan asustados de las mujeres?, ¿qué creen que tenemos que ellos no? Porque, objetivamente, los hombres aún tienen la mayoría del dinero, la propiedad, el poder político y empresarial. Y entonces entendí que lo que las mujeres tenemos, y ellos no, es el feminismo. El feminismo es una red global en la que las mujeres compartimos nuestros problemas, buscamos soluciones y, sobre todo, generamos esperanza. Esa esperanza colectiva es lo que los hombres no tienen. En ese sentido, los hombres lo tienen peor que las mujeres. 

P.- ¿Y ese fue el motor del libro? 

R.- Exactamente. Quise escribir un libro que ofreciera esperanza y positividad a los hombres. Porque los datos son alarmantes: los chicos tienen más probabilidades de ser excluidos del sistema educativo, medicados por problemas de conducta, caer en adicciones, terminar en prisión o en situación de pobreza extrema. Uno de cada cuatro dice no tener amigos cercanos. Y la principal causa de muerte en hombres menores de 50 años es el suicidio. Es una crisis de salud mental enorme. 

P.- ¿Cómo abordaste estos temas? 

R.- Cada capítulo del libro está basado en un problema concreto que los propios hombres señalaron. Lo que hice fue tomar las herramientas del feminismo —la única estructura que tenemos para abordar problemas específicos de género— y aplicarlas a los problemas de los hombres. Y también he hecho muchas bromas sobre pantalones ceñidos y penes, claro. Porque hablar de temas serios no significa que no pueda ser divertido. 

P.- ¿Qué tipo de investigación hiciste para el libro? ¿Entrevistaste a hombres? 

R.- Sí, entrevisté a hombres lo más «normales» posible, para ver cómo hablan de ser hombres. Las mujeres siempre nos encontramos fascinantes entre nosotras. Podemos pasar horas hablando de un parto, de unas zapatillas, de algo que nos pasó de niñas. Por eso hay tantos libros y series sobre nuestras vidas normales. Los hombres, en cambio, no. Solo parecen interesados en superhéroes, mafia, crímenes. Cuando les pedía que contaran experiencias duras —abuso, racismo, antisemitismo— decían: «Bah, esto es aburrido». Y yo pensaba: ¡pero esto es lo que es ser un hombre! Fue lo más fascinante: hombres de todos los orígenes, edades y clases sociales que no se encontraban interesantes. ¡Es tremendo! 

P.- ¿Crees que el progresismo ha fallado en cómo comunica estas ideas? 

R.- Sí, absolutamente. Muchas veces, la izquierda progresista presenta el cambio como una obligación moral, como comerte las verduras. Tienes que ser una buena persona, muy seria, haber leído mil libros… Y eso no conecta con la gente, mucho menos con los jóvenes. En cambio, la extrema derecha presenta sus ideas como algo divertido, emocionante, lleno de humor, aunque estén basadas en odio. Mira a figuras como Andrew Tate, Jordan Peterson o incluso Trump. Hacen bromas constantemente. Nosotros también tenemos que ser accesibles, cercanos y sí, también entretenidos. 

P.- ¿Y cuál ha sido la reacción de los hombres ante tu libro? 

R.- Fue muy distinta a la de las mujeres. Cuando escribía libros para mujeres, aunque no estuvieran de acuerdo con todo, me decían: «gracias por escribir esto». Con los hombres fue diferente. Recibí dos tipos de críticas: los progresistas decían que era estereotípico hablar de hombres que no saben expresar emociones; y los conservadores decían que los hombres no deberían hablar de emociones y que yo quería convertirlos en mujeres. Ambos grupos dijeron: «a la mierda con tu libro». 

P.- ¿Y qué pensaste al respecto? 

Pensé que si esos dos grupos se juntaran a discutir si los hombres deberían hablar o no de sus emociones, eso sería el comienzo del movimiento masculino que necesitamos. Pero en lugar de eso, preferían amenazarme con violaciones y muerte, lo cual, por cierto, no va a resolver ninguno de sus problemas. 

R.- ¿Cómo lo manejaste? 

P.- Me fui de Twitter dos semanas y cuando volví otro estaba recibiendo los balazos. Mientras tanto, el libro llegó al número uno en ventas… y me compré una cocina nueva.  

P.- Hablaste antes de los hombres, pero ¿cómo ha reaccionado el feminismo, especialmente el feminismo más maduro, frente a un libro que también trata sobre los problemas de los hombres? 

R.- Hubo un tercer grupo que se enfadó mucho por internet: las feministas. Me decían: «Oh, Dios, eres una traidora. Ahora vas diciendo que las mujeres no tienen problemas y que estás del lado de los hombres». Tuve que explicar que no importa cuán poderoso sea el feminismo: el 50% de los problemas de las mujeres son los hombres. Hombres enojados, abusivos, que no saben hablar de sus emociones, que no van al médico, que ven porno compulsivamente, tu jefe sexista… Podemos empoderar a las mujeres, pero si no resolvemos los problemas de los hombres, no resolveremos los de las mujeres. 

P.- ¿Y qué descubriste mientras investigabas para escribir el libro? 

R.- Me di cuenta de que estaba respondiendo muchas preguntas que las mujeres siempre han tenido sobre los hombres: ¿Por qué no pueden hablar de sus emociones? ¿Por qué no lloran? Hablé con profesores y todos decían lo mismo: todo empieza a los seis años. Antes de eso, los niños y niñas se comportan igual. Lloran, se agarran de la mano, piden ayuda. Pero a los seis, alguien les dice: «Los chicos no lloran. ¿Eres una niña?». Y ahí empieza todo. Ese mensaje suele venir del niño más problemático de la clase, que a menudo tiene un padre o hermano abusivo. Desde entonces, se les programa. Les dicen todo lo que no pueden ser. Mientras tanto, a las niñas les enseñamos a rebelarse. A los niños, no. 

P.- Y eso impacta incluso en la adultez, ¿no? 

R.- Sí. Esos niños se convierten en hombres que no saben hablar con sus hijos porque nunca aprendieron a hablar entre ellos. Las mujeres, en cambio, tienen una comunidad: se sientan juntas, se apoyan, se dicen: «Si tienes un problema, ven a mí». Es fácil oír a alguna madre decirle a su hija: «Tienes que sentirte orgullosa de tu cuerpo, ¡incluso de tu vagina!». Pero nunca oirás a un padre decirle a su hijo: «¡Tienes que sentirte orgulloso de tu pene!». Es impensable. Pero si eso ha cambiado para las niñas, puede cambiar también para los niños. 

P.- Te preocupa que el feminismo esté retrocediendo por las actitudes machistas de los más jóvenes. 

R.- Por primera vez en Europa estamos viendo que los chicos se hacen más de derechas y las chicas más de izquierdas. ¿Por qué? Porque la izquierda progresista no está ofreciendo a los chicos herramientas para lidiar con sus problemas. La derecha, en cambio, sí ofrece una solución: volver atrás. Volver a que los hombres ganen el dinero y las mujeres estén en casa. Pero eso no va a funcionar. Uno, porque controlar a otras personas no te hace feliz. Y dos, porque el mundo se colapsaría si las mujeres dejan de trabajar. Esa fantasía de «volver atrás» no va a suceder.  

 Que una escritora sea igual que sus libros es una prueba rara de honestidad. Los artistas vivarachos en su obra a menudo gastan una actitud introvertida,  

Que una escritora sea igual que sus libros es una prueba rara de honestidad. Los artistas vivarachos en su obra a menudo gastan una actitud introvertida, a veces incluso gruñona o flemática. Te dejan con ese mal sabor de boca del arrepentimiento. Vaya, no debería haber conocido, tête-à-tête, a la mente que mueve las manos tras la obra y ese tipo de matracas mentales… A diferencia de estas decepcionantes disonancias, Caitlin Moran (Brighton, 1975) es igual de jodidamente genial que en sus novelas. Sí, así lo suelto. Con improperio incluido. Como decía Cela, la lengua es rica y ha de ser usada en su divina profundidad.  

La autora lleva más de una década ilustrando sobre el mundo de las mujeres, sus avatares, batallas e idiosincrasias. ¿Cómo ser mujer? (2011) o ¿Cómo se hace una chica? (2015), ya son clásicos de la literatura contemporánea británica. Pero, tras haberse erguido como una de las adalides del feminismo, Moran ha decidido bucear en la masculinidad. No con mirada venenosa, juzgona o repicada, sino con un grado de comprensión, chanza y desparasitamiento de inquinas maniqueas propio de quien acaba atinando en la verdad. De esa inmersión a la psique y educación masculinas, ha escrito ¿Y los hombres qué? (Anagrama, 2025). 

Sentada en modo yogui con un vestido con floripondios y mallas negras, Caitlin recibe a sus interrogadores en una sala del hotel NH Collection Madrid Colón. Lleva el pelo enmarañado como una fregona de hebras finas, fardando orgullosa de ese mechonazo blanco, casi un gorro, que en ella es ya uniforme. Una armadura brujil que combina armoniosamente con sus densos y tiernos ojos cargados de maquillaje. Mezcla negro y verde turquesa. Modo chav. Estilo: disolución dipsómana en la Costa Brava a las dos de la tarde. Le atiza a un vaper sabor frambuesa con el mismo descarado salero con el que dispara palabras. Las ametralla. Y lo hace con una guasa que impone reverencia. Sólo con el filtro del ingenio la diarrea verbal puede convertirse en lucidez. Una agudeza que Caitlin Moran despacha con creces.  

«¡Voy a presentarme a presidenta!», vocea, sin razón aparente, alzando las manos por encima de la cabeza, como una niña que ha concluido un tornasolado dibujo. «Lo he decidido». Cuando se le pregunta de qué, o de donde, Caitlin afirma: «ah, me da igual, de cualquier país. Del Reino Unido o de España. Lo importante es la candidatura». Y aunque sea difícil de creer, tienta regalarle el voto. Visto quien calienta ahora las poltronas con sudores de buitre, la suya parece una candidatura ideal. Más divertida, al menos. 

Asegura sin reparos que durante muchos años participó en eventos feministas en los que, al ser preguntada por los hombres, su respuesta era clara: «me importan un comino los hombres, parecen estar bien, que se las apañen». Sin embargo, con el tiempo, y viendo como sus hijas crecían hasta una madurez rodeada de chicos, se dio cuenta de que esos camaradas masculinos albergaban una inquina malsana. «Decían cosas como: ‘las mujeres están ganando’, ‘los hombres están perdiendo’, ‘el feminismo ha ido demasiado lejos’, incluso les llamaban feminazis. Y pensé: aquí hay un problema gordo». Y así, sin más dilación, se puso a hacer lo que mejor sabe. Husmear y escribir. 

PREGUNTA- ¿Cuál crees que es la raíz de esa reacción masculina? 

RESPUESTA.- Creo que detrás de toda esa furia hay miedo. Me pregunté: ¿por qué están tan asustados de las mujeres?, ¿qué creen que tenemos que ellos no? Porque, objetivamente, los hombres aún tienen la mayoría del dinero, la propiedad, el poder político y empresarial. Y entonces entendí que lo que las mujeres tenemos, y ellos no, es el feminismo. El feminismo es una red global en la que las mujeres compartimos nuestros problemas, buscamos soluciones y, sobre todo, generamos esperanza. Esa esperanza colectiva es lo que los hombres no tienen. En ese sentido, los hombres lo tienen peor que las mujeres. 

P.- ¿Y ese fue el motor del libro? 

R.- Exactamente. Quise escribir un libro que ofreciera esperanza y positividad a los hombres. Porque los datos son alarmantes: los chicos tienen más probabilidades de ser excluidos del sistema educativo, medicados por problemas de conducta, caer en adicciones, terminar en prisión o en situación de pobreza extrema. Uno de cada cuatro dice no tener amigos cercanos. Y la principal causa de muerte en hombres menores de 50 años es el suicidio. Es una crisis de salud mental enorme. 

P.- ¿Cómo abordaste estos temas? 

R.- Cada capítulo del libro está basado en un problema concreto que los propios hombres señalaron. Lo que hice fue tomar las herramientas del feminismo —la única estructura que tenemos para abordar problemas específicos de género— y aplicarlas a los problemas de los hombres. Y también he hecho muchas bromas sobre pantalones ceñidos y penes, claro. Porque hablar de temas serios no significa que no pueda ser divertido. 

P.- ¿Qué tipo de investigación hiciste para el libro? ¿Entrevistaste a hombres? 

R.- Sí, entrevisté a hombres lo más «normales» posible, para ver cómo hablan de ser hombres. Las mujeres siempre nos encontramos fascinantes entre nosotras. Podemos pasar horas hablando de un parto, de unas zapatillas, de algo que nos pasó de niñas. Por eso hay tantos libros y series sobre nuestras vidas normales. Los hombres, en cambio, no. Solo parecen interesados en superhéroes, mafia, crímenes. Cuando les pedía que contaran experiencias duras —abuso, racismo, antisemitismo— decían: «Bah, esto es aburrido». Y yo pensaba: ¡pero esto es lo que es ser un hombre! Fue lo más fascinante: hombres de todos los orígenes, edades y clases sociales que no se encontraban interesantes. ¡Es tremendo! 

P.- ¿Crees que el progresismo ha fallado en cómo comunica estas ideas? 

R.- Sí, absolutamente. Muchas veces, la izquierda progresista presenta el cambio como una obligación moral, como comerte las verduras. Tienes que ser una buena persona, muy seria, haber leído mil libros… Y eso no conecta con la gente, mucho menos con los jóvenes. En cambio, la extrema derecha presenta sus ideas como algo divertido, emocionante, lleno de humor, aunque estén basadas en odio. Mira a figuras como Andrew Tate, Jordan Peterson o incluso Trump. Hacen bromas constantemente. Nosotros también tenemos que ser accesibles, cercanos y sí, también entretenidos. 

P.- ¿Y cuál ha sido la reacción de los hombres ante tu libro? 

R.- Fue muy distinta a la de las mujeres. Cuando escribía libros para mujeres, aunque no estuvieran de acuerdo con todo, me decían: «gracias por escribir esto». Con los hombres fue diferente. Recibí dos tipos de críticas: los progresistas decían que era estereotípico hablar de hombres que no saben expresar emociones; y los conservadores decían que los hombres no deberían hablar de emociones y que yo quería convertirlos en mujeres. Ambos grupos dijeron: «a la mierda con tu libro». 

P.- ¿Y qué pensaste al respecto? 

Pensé que si esos dos grupos se juntaran a discutir si los hombres deberían hablar o no de sus emociones, eso sería el comienzo del movimiento masculino que necesitamos. Pero en lugar de eso, preferían amenazarme con violaciones y muerte, lo cual, por cierto, no va a resolver ninguno de sus problemas. 

R.- ¿Cómo lo manejaste? 

P.- Me fui de Twitter dos semanas y cuando volví otro estaba recibiendo los balazos. Mientras tanto, el libro llegó al número uno en ventas… y me compré una cocina nueva.  

P.- Hablaste antes de los hombres, pero ¿cómo ha reaccionado el feminismo, especialmente el feminismo más maduro, frente a un libro que también trata sobre los problemas de los hombres? 

R.- Hubo un tercer grupo que se enfadó mucho por internet: las feministas. Me decían: «Oh, Dios, eres una traidora. Ahora vas diciendo que las mujeres no tienen problemas y que estás del lado de los hombres». Tuve que explicar que no importa cuán poderoso sea el feminismo: el 50% de los problemas de las mujeres son los hombres. Hombres enojados, abusivos, que no saben hablar de sus emociones, que no van al médico, que ven porno compulsivamente, tu jefe sexista… Podemos empoderar a las mujeres, pero si no resolvemos los problemas de los hombres, no resolveremos los de las mujeres. 

P.- ¿Y qué descubriste mientras investigabas para escribir el libro? 

R.- Me di cuenta de que estaba respondiendo muchas preguntas que las mujeres siempre han tenido sobre los hombres: ¿Por qué no pueden hablar de sus emociones? ¿Por qué no lloran? Hablé con profesores y todos decían lo mismo: todo empieza a los seis años. Antes de eso, los niños y niñas se comportan igual. Lloran, se agarran de la mano, piden ayuda. Pero a los seis, alguien les dice: «Los chicos no lloran. ¿Eres una niña?». Y ahí empieza todo. Ese mensaje suele venir del niño más problemático de la clase, que a menudo tiene un padre o hermano abusivo. Desde entonces, se les programa. Les dicen todo lo que no pueden ser. Mientras tanto, a las niñas les enseñamos a rebelarse. A los niños, no. 

P.- Y eso impacta incluso en la adultez, ¿no? 

R.- Sí. Esos niños se convierten en hombres que no saben hablar con sus hijos porque nunca aprendieron a hablar entre ellos. Las mujeres, en cambio, tienen una comunidad: se sientan juntas, se apoyan, se dicen: «Si tienes un problema, ven a mí». Es fácil oír a alguna madre decirle a su hija: «Tienes que sentirte orgullosa de tu cuerpo, ¡incluso de tu vagina!». Pero nunca oirás a un padre decirle a su hijo: «¡Tienes que sentirte orgulloso de tu pene!». Es impensable. Pero si eso ha cambiado para las niñas, puede cambiar también para los niños. 

P.- Te preocupa que el feminismo esté retrocediendo por las actitudes machistas de los más jóvenes. 

R.- Por primera vez en Europa estamos viendo que los chicos se hacen más de derechas y las chicas más de izquierdas. ¿Por qué? Porque la izquierda progresista no está ofreciendo a los chicos herramientas para lidiar con sus problemas. La derecha, en cambio, sí ofrece una solución: volver atrás. Volver a que los hombres ganen el dinero y las mujeres estén en casa. Pero eso no va a funcionar. Uno, porque controlar a otras personas no te hace feliz. Y dos, porque el mundo se colapsaría si las mujeres dejan de trabajar. Esa fantasía de «volver atrás» no va a suceder.  

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