El bailarín, la bailarina, se liberan de la gravedad al danzar, trascienden las funciones habituales del cuerpo, se vuelven casi irreales: devienen símbolos ígneos, espíritus visibles. «El bailarín no camina, no corre, no trabaja: danza. Se separa del mundo funcional», dijo Paul Valéry, que veía la danza como «el arte más puro y más inmediato, porque el cuerpo mismo es el instrumento y la obra». Resulta revelador que siendo Valéry un poeta hiperculto, y obsesionado por la belleza formal y la profundidad filosófica, eligiera como modelo para su reflexión sobre la danza no a una bailarina clásica como Anna Pavlova, sino a una bailaora de su tiempo: Antonia Mercé (La Argentina) en la que creyó ver una unidad sublime entre lo físico y lo mental.
Para él La Argentina, además de ejecutar movimientos arrebatadores, pensaba con su cuerpo. «La Argentina no baila, encarna la danza misma», vino a decir, y añadió que su danza era como una «escritura de líneas curvas, elipses y espirales», un entrelazado de movimientos que combinaban ciencia e inspiración. Para Valéry, el baile de Antonia Mercé era un acto de creación que iba más allá de la mera ejecución: reinterpretaba las danzas del pueblo y las elevaba a un estilo que satisfacía tanto la mente como los sentidos. Este enfoque racional y estilizado coincidía con la propia poética de Valéry, que valoraba la precisión y la construcción consciente del poema. No sólo Valéry, también otros muchos artistas de la época estimaron la síntesis que consiguió Antonia Mercé entre lo popular, lo clásico y lo moderno, apropiándose de ese modo de todo el universo de la danza.
Lo mismo que decía Valéry de Antonia Mercé diría yo de Sara Jiménez, a la que pude ver la otra tarde en el Teatro Carlos III de San Lorenzo de El Escorial, ese espacio íntimo y mágico que arropa a los artistas en lugar de aplastarlos y que se convierte en la mejor caja de resonancias para espectáculos como el de Sara Jiménez. Como ocurría con Antonia Mercé, su danza es una síntesis de múltiples culturas encuadradas en el marco de la danza española. Al igual que La Argentina, Sara Jiménez ejecuta una escritura precisa y caligráfica, llena de curvas, elipsis y espirales en la que se detectan citas de Grecia y de sus bailes (visibles en sus frisos sobre las bacantes), de Egipto, de Turquía, de los bailarines indios de Kerala, del claqué, del musical y de Pina Bausch, sin perder el fuelle flamenco y envolviendo al espectador en un remolino de emociones desconocidas.
Con ella la danza española continua su tradición de permanentes innovaciones que la convierten en una escuela siempre viva y siempre rompedora. Y ese ha sido el sistema que inició Antonia Mercé y que lo continuaron artistas como Antonio, Antonio Gades, Joaquín Cortés, Sara Baras, y ahora Jesús Carmona, Eduardo Guerrero y Sara Jiménez, y es que la danza española se nutre de incesantes apropiaciones y de un talento especial para mezclar la tradición con la modernidad y lo local con lo universal.
«Nos hallamos ante una bailarina que integra el conocimiento profundo de las danzas del mundo con su experiencia vital»
Hay que advertir sin embargo que el espectáculo de Sara Jiménez (llamado Fragmentos de la noche) no sería igual sin la conjunción que forma con la cantaora Teresa Hernández y el guitarrista El Peli: una trinidad muy bien conjugada que tendría que durar. A todo lo cual añado, con la boca pequeña y con algún reparo, que el montaje tiene momentos irregulares, y en el último tramo de la función Sara Jiménez lleva a cabo un ejercicio de deconstrucción de su propio arte y emborrona dramáticamente su figura de genio de la danza. Pero da igual, me basta con recordar lo mejor del espectáculo para advertir que nos hallamos ante una bailarina tan innovadora como excepcional, dueña de un estilo que integra, con una maestría desconcertante, el conocimiento profundo de las danzas del mundo con su propia experiencia vital.
Al verla he sentido algo muy parecido a lo que sentí cuando vi por primera vez a Sara Baras, Joaquín Cortés, Jesús Carmona y Eduardo Guerrero: desconcierto, euforia y agradecimiento. Proust y Valéry solían insistir en la naturaleza fugaz de la danza: «Bailar es escribir en el aire», cierto, pero esa escritura la puedes inhalar e integrarla en tu memoria para siempre. En los grandes artífices de la danza, cada movimiento es un gesto que quiere eternizarse en su arrebatadora fugacidad.
«Baila, baila, o estaremos perdidos» era el lema de Pina Bausch, que podría ser también el nuestro. Bailad, Bailad, le pedimos a artistas como Sara Jiménez, porque sin vosotros estamos inmensamente perdidos en este lodazal violento y desalmado, y porque vuestros trazos en el aire nos elevan por encima de la confusión y desencanto. Mientras que los políticos luchan para que nos perdamos, vosotros lucháis para que nos encontremos. Mientras ellos optan por el esperpento continuo, vosotros optáis por la revelación de una la luz tan misteriosa como nuestra, que permanece viva hasta cuando más se agrandan los fragmentos de la noche.
El bailarín, la bailarina, se liberan de la gravedad al danzar, trascienden las funciones habituales del cuerpo, se vuelven casi irreales: devienen símbolos ígneos, espíritus visibles.
El bailarín, la bailarina, se liberan de la gravedad al danzar, trascienden las funciones habituales del cuerpo, se vuelven casi irreales: devienen símbolos ígneos, espíritus visibles. «El bailarín no camina, no corre, no trabaja: danza. Se separa del mundo funcional», dijo Paul Valéry, que veía la danza como «el arte más puro y más inmediato, porque el cuerpo mismo es el instrumento y la obra». Resulta revelador que siendo Valéry un poeta hiperculto, y obsesionado por la belleza formal y la profundidad filosófica, eligiera como modelo para su reflexión sobre la danza no a una bailarina clásica como Anna Pavlova, sino a una bailaora de su tiempo: Antonia Mercé (La Argentina) en la que creyó ver una unidad sublime entre lo físico y lo mental.
Para él La Argentina, además de ejecutar movimientos arrebatadores, pensaba con su cuerpo. «La Argentina no baila, encarna la danza misma», vino a decir, y añadió que su danza era como una «escritura de líneas curvas, elipses y espirales», un entrelazado de movimientos que combinaban ciencia e inspiración. Para Valéry, el baile de Antonia Mercé era un acto de creación que iba más allá de la mera ejecución: reinterpretaba las danzas del pueblo y las elevaba a un estilo que satisfacía tanto la mente como los sentidos. Este enfoque racional y estilizado coincidía con la propia poética de Valéry, que valoraba la precisión y la construcción consciente del poema. No sólo Valéry, también otros muchos artistas de la época estimaron la síntesis que consiguió Antonia Mercé entre lo popular, lo clásico y lo moderno, apropiándose de ese modo de todo el universo de la danza.
Lo mismo que decía Valéry de Antonia Mercé diría yo de Sara Jiménez, a la que pude ver la otra tarde en el Teatro Carlos III de San Lorenzo de El Escorial, ese espacio íntimo y mágico que arropa a los artistas en lugar de aplastarlos y que se convierte en la mejor caja de resonancias para espectáculos como el de Sara Jiménez. Como ocurría con Antonia Mercé, su danza es una síntesis de múltiples culturas encuadradas en el marco de la danza española. Al igual que La Argentina, Sara Jiménez ejecuta una escritura precisa y caligráfica, llena de curvas, elipsis y espirales en la que se detectan citas de Grecia y de sus bailes (visibles en sus frisos sobre las bacantes), de Egipto, de Turquía, de los bailarines indios de Kerala, del claqué, del musical y de Pina Bausch, sin perder el fuelle flamenco y envolviendo al espectador en un remolino de emociones desconocidas.
Con ella la danza española continua su tradición de permanentes innovaciones que la convierten en una escuela siempre viva y siempre rompedora. Y ese ha sido el sistema que inició Antonia Mercé y que lo continuaron artistas como Antonio, Antonio Gades, Joaquín Cortés, Sara Baras, y ahora Jesús Carmona, Eduardo Guerrero y Sara Jiménez, y es que la danza española se nutre de incesantes apropiaciones y de un talento especial para mezclar la tradición con la modernidad y lo local con lo universal.
«Nos hallamos ante una bailarina que integra el conocimiento profundo de las danzas del mundo con su experiencia vital»
Hay que advertir sin embargo que el espectáculo de Sara Jiménez (llamado Fragmentos de la noche) no sería igual sin la conjunción que forma con la cantaora Teresa Hernández y el guitarrista El Peli: una trinidad muy bien conjugada que tendría que durar. A todo lo cual añado, con la boca pequeña y con algún reparo, que el montaje tiene momentos irregulares, y en el último tramo de la función Sara Jiménez lleva a cabo un ejercicio de deconstrucción de su propio arte y emborrona dramáticamente su figura de genio de la danza. Pero da igual, me basta con recordar lo mejor del espectáculo para advertir que nos hallamos ante una bailarina tan innovadora como excepcional, dueña de un estilo que integra, con una maestría desconcertante, el conocimiento profundo de las danzas del mundo con su propia experiencia vital.
Al verla he sentido algo muy parecido a lo que sentí cuando vi por primera vez a Sara Baras, Joaquín Cortés, Jesús Carmona y Eduardo Guerrero: desconcierto, euforia y agradecimiento. Proust y Valéry solían insistir en la naturaleza fugaz de la danza: «Bailar es escribir en el aire», cierto, pero esa escritura la puedes inhalar e integrarla en tu memoria para siempre. En los grandes artífices de la danza, cada movimiento es un gesto que quiere eternizarse en su arrebatadora fugacidad.
«Baila, baila, o estaremos perdidos» era el lema de Pina Bausch, que podría ser también el nuestro. Bailad, Bailad, le pedimos a artistas como Sara Jiménez, porque sin vosotros estamos inmensamente perdidos en este lodazal violento y desalmado, y porque vuestros trazos en el aire nos elevan por encima de la confusión y desencanto. Mientras que los políticos luchan para que nos perdamos, vosotros lucháis para que nos encontremos. Mientras ellos optan por el esperpento continuo, vosotros optáis por la revelación de una la luz tan misteriosa como nuestra, que permanece viva hasta cuando más se agrandan los fragmentos de la noche.
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