Autoficción: la profecía de la posverdad

La autoficción, en términos literarios, se asemeja mucho a lo que desde un punto de vista geográfico es una marisma: un espacio de transición que no es por completo un medio terrestre ni tampoco tiene la naturaleza propia de un espacio lacustre. Si el diablo está en los detalles, la fascinación habita en la indefinición oscilante de las cosas y los seres que parecen ser de una manera pero, según cómo las interpretemos, pueden encarnar otra. El significado del término autoficción, de hecho, no está claro ni delimitado, cosa llamativa si tenemos en cuenta que su génesis —desde el punto de vista teórico— se remonta a hace casi medio siglo, desde que Julien Serge Doubrovsky, escritor y académico francés, publicase Fils (1977), la obra inaugural del género, si dejamos de lado los antecedentes donde podemos encontrar el polen de todas estas literaturas del espejo, a medio camino entre la ficción y la autobiografía.

Esta rara flor literaria, consecuencia de un acto de hibridación, y por tanto con los atributos de un producto de laboratorio, es una creación característica de su momentum. La narrativa francesa a finales de los setenta todavía no había dejado atrás la inercia de la nouveau roman —un experimento cuyo saldo es bastante pobre— y buscaba un regreso al origen (el individuo) explorando el ámbito de la subjetividad. De la encrucijada entre ambos caminos surgió la autoficción, que significa tantas cosas distintas —y en grado tan dispar— que muchas veces ha terminado por no enunciar nada en concreto. En el ámbito de la crítica literaria en español, paradójicamente, tenemos más y mejores estudios sobre el fenómeno que obras propiamente dichas, dado que muchas de ellas —los libros de Francisco Umbral, Julio Llamazares, Javier Marías, Enrique Vila Matas o Javier Cercas, por citar algunos ejemplos— pueden catalogarse, indistintamente, como autoficciones o ficciones a secas (aunque basadas en hechos reales).

Con la autoficción se cumple, pues, una de las máximas del difunto Francisco Rico, ilustre cervantista, que siempre sostuvo, para escándalo de puristas y compañeros de oficio, que la filología es más importante (y relevante) que la literatura y que, para entender a fondo un texto literario, es necesario conocer antes la bibliografía que la obra original, al menos desde una perspectiva académica: «Así no descubrirán ustedes Mediterráneos», decía con su sonrisa irónica a sus asombrados alumnos. De todas las investigaciones sobre la autoficción, nuestra indudable obra maestra es El pacto ambiguo, del profesor Manuel Alberca. Publicada por vez primera en Biblioteca Nueva en 2007, se trata de una obra referencial en el campo de los estudios literarios hispánicos. Sin dejar de ser uno de los títulos capitales sobre este asunto, al mismo nivel de muchas otras investigaciones internacionales, también es un libro excelente para el profano por la calidad de su escritura, la clarividencia que muestra su autor —un erudito que, como todos los sabios, practica el arte de la humildad—, su capacidad argumental y el ejemplar sentido crítico con el que analiza estas formas literarias posmodernas.

La editorial malagueña El toro celeste acaba de publicar una segunda edición (revisada y ampliada) de este glorioso ensayo de Alberca, al que se le añade ahora un prólogo para la feliz ocasión, un capítulo extra —Cuarenta años más— y una nutritiva apostilla que, de alguna manera, culmina su reflexión sobre el mayor espejismo literario de nuestra época, tras muchos años de dedicación y trabajo. Alberca esboza incluso algunos de los posibles senderos (todavía abiertos) de su imprevisible evolución. Se trata, por tanto, de un libro extraordinario.

En primer lugar, porque recoge todas las reflexiones serias sobre la materia —propias y ajenas— hasta establecer un ejemplar estado de la cuestión. En segundo término, porque no se limita a la autoficción escrita en español, que por supuesto estudia in extenso, tanto de forma general como centrándose en algunas de las obras literarias más importantes, sino que enmarca sus argumentos en el contexto de un fenómeno literario que es global, aunque presente notables divergencias según sea el marco cultural donde se observe. Otro acierto es su perspectiva panorámica. Alberca no se limita a la autoficción de este último medio siglo. Busca, encuentra y explica las raíces del fenómeno en la línea (discontinua) de la tradición, incorporando a su investigación a clásicos como El Lazarillo de Tormes, piedra fundacional de la picaresca española, y a autores como Galdós, Pardo Bazán, Clarín, Unamuno o Pío Baroja, sin olvidarse de las aportaciones de la América hispana (Vargas Llosa, Fernando Vallejo o César Aira).

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El pacto ambiguo
Manuel Alberca

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Novela e identidad

Con todo, el rasgo que hace de El pacto ambiguo el mejor libro posible sobre la autoficción, sin dejar de ser también una honda reflexión sobre los límites de la invención literaria y las apariencias y mecanismos que rigen la literatura autobiográfica en todas sus manifestaciones, desde las memorias a los dietarios, no es su riqueza, amplia y generosa, ni su conocimiento. La trascendencia del libro de Alberca reside en su capacidad para configurar conceptos, que no son exactamente ideas ni argumentos, sino una creación intelectual (en este caso, poética) que ayuda a los lectores, además de a los investigadores, a entender lo que están leyendo. Una cualidad que exige administrar con talento dos categorías a menudo enfrentadas: la sabiduría y la claridad. El ensayo de Alberca es luminoso en ese sentido. Logra una aleación ejemplar entre lo que dice, argumenta y defiende y la manera en la que hace todas estas cosas.

El pacto ambiguo nos obliga a pensar sobre la literatura (y la identidad) con una profundidad infrecuente en estos tiempos extraños. Para nosotros es uno de los libros de estudios literarios de cabecera porque descubre, y en su momento anunció, acaso como ningún otro, la diatriba entre las categorías literarias de uso más común (al margen de las taxonomías) y los hallazgos concretos de la escritura. Una autoficción, stricto sensu, es un relato en el que un narrador con el nombre de una persona real (generalmente, el mismo autor del libro) incorpora a su materia narrativa sucesos imaginarios, entreverados con hechos reales. Por un lado, obedece al famoso pacto de ficción —el acuerdo tácito entre el escritor y el lector que hace posible el milagro de la novela— y, en simultáneo, introduce dentro este mismo espacio el marco autobiográfico descrito por Philippe Lejeune, que da por segura la referencialidad de los discursos que cuentan la vida de un personaje real. Lo que en apariencia parece una antítesis se convierte, gracias al trabajo de análisis de Alberca, en una síntesis. E incluso en una poética que permite describir una parte nada despreciable de la narrativa del último medio siglo, que no se entiende sin esta voluntad de jugar con la confusión y diluir los géneros literarios ortodoxos.

La clave de bóveda está en una de las entradas del diario que Alberca intercala en uno de los nuevos capítulos hechos para esta edición: «Cuando hablamos de escritura autobiográfica nos obstinamos en ver solo una vertiente: la influencia de la vida en la escritura; es decir, la manera en que ésta recoge y vierte lo vivido en el texto. Pero hay otra, la que va en dirección contraria, de la escritura a la vida, en la cual ésta es modificada por aquélla; es decir, cuando el escritor contempla y vive su vida subespecie literaria». Todos sabemos que una novela es una mentira (verosímil) que debemos leer como verdad y que una crónica, o una autobiografía, presenta como ciertos sucesos que deberían serlo, pero que no siempre lo son. La autoficción literaria, que cuestiona ambas convenciones sin anularlas por completo, fue la primera anticipación (profética) de la actual era de la posverdad, donde ya no está claro qué es verdad y qué es mentira porque ambas cosas fingen ser justo lo contrario de lo que son.

 La autoficción, en términos literarios, se asemeja mucho a lo que desde un punto de vista geográfico es una marisma: un espacio de transición que no  

La autoficción, en términos literarios, se asemeja mucho a lo que desde un punto de vista geográfico es una marisma: un espacio de transición que no es por completo un medio terrestre ni tampoco tiene la naturaleza propia de un espacio lacustre. Si el diablo está en los detalles, la fascinación habita en la indefinición oscilante de las cosas y los seres que parecen ser de una manera pero, según cómo las interpretemos, pueden encarnar otra. El significado del término autoficción, de hecho, no está claro ni delimitado, cosa llamativa si tenemos en cuenta que su génesis —desde el punto de vista teórico— se remonta a hace casi medio siglo, desde que Julien Serge Doubrovsky, escritor y académico francés, publicase Fils (1977), la obra inaugural del género, si dejamos de lado los antecedentes donde podemos encontrar el polen de todas estas literaturas del espejo, a medio camino entre la ficción y la autobiografía.

Esta rara flor literaria, consecuencia de un acto de hibridación, y por tanto con los atributos de un producto de laboratorio, es una creación característica de su momentum. La narrativa francesa a finales de los setenta todavía no había dejado atrás la inercia de la nouveau roman —un experimento cuyo saldo es bastante pobre— y buscaba un regreso al origen (el individuo) explorando el ámbito de la subjetividad. De la encrucijada entre ambos caminos surgió la autoficción, que significa tantas cosas distintas —y en grado tan dispar— que muchas veces ha terminado por no enunciar nada en concreto. En el ámbito de la crítica literaria en español, paradójicamente, tenemos más y mejores estudios sobre el fenómeno que obras propiamente dichas, dado que muchas de ellas —los libros de Francisco Umbral, Julio Llamazares, Javier Marías, Enrique Vila Matas o Javier Cercas, por citar algunos ejemplos— pueden catalogarse, indistintamente, como autoficciones o ficciones a secas (aunque basadas en hechos reales).

Con la autoficción se cumple, pues, una de las máximas del difunto Francisco Rico, ilustre cervantista, que siempre sostuvo, para escándalo de puristas y compañeros de oficio, que la filología es más importante (y relevante) que la literatura y que, para entender a fondo un texto literario, es necesario conocer antes la bibliografía que la obra original, al menos desde una perspectiva académica: «Así no descubrirán ustedes Mediterráneos», decía con su sonrisa irónica a sus asombrados alumnos. De todas las investigaciones sobre la autoficción, nuestra indudable obra maestra es El pacto ambiguo, del profesor Manuel Alberca. Publicada por vez primera en Biblioteca Nueva en 2007, se trata de una obra referencial en el campo de los estudios literarios hispánicos. Sin dejar de ser uno de los títulos capitales sobre este asunto, al mismo nivel de muchas otras investigaciones internacionales, también es un libro excelente para el profano por la calidad de su escritura, la clarividencia que muestra su autor —un erudito que, como todos los sabios, practica el arte de la humildad—, su capacidad argumental y el ejemplar sentido crítico con el que analiza estas formas literarias posmodernas.

La editorial malagueña El toro celeste acaba de publicar una segunda edición (revisada y ampliada) de este glorioso ensayo de Alberca, al que se le añade ahora un prólogo para la feliz ocasión, un capítulo extra —Cuarenta años más— y una nutritiva apostilla que, de alguna manera, culmina su reflexión sobre el mayor espejismo literario de nuestra época, tras muchos años de dedicación y trabajo. Alberca esboza incluso algunos de los posibles senderos (todavía abiertos) de su imprevisible evolución. Se trata, por tanto, de un libro extraordinario.

En primer lugar, porque recoge todas las reflexiones serias sobre la materia —propias y ajenas— hasta establecer un ejemplar estado de la cuestión. En segundo término, porque no se limita a la autoficción escrita en español, que por supuesto estudia in extenso, tanto de forma general como centrándose en algunas de las obras literarias más importantes, sino que enmarca sus argumentos en el contexto de un fenómeno literario que es global, aunque presente notables divergencias según sea el marco cultural donde se observe. Otro acierto es su perspectiva panorámica. Alberca no se limita a la autoficción de este último medio siglo. Busca, encuentra y explica las raíces del fenómeno en la línea (discontinua) de la tradición, incorporando a su investigación a clásicos como El Lazarillo de Tormes, piedra fundacional de la picaresca española, y a autores como Galdós, Pardo Bazán, Clarín, Unamuno o Pío Baroja, sin olvidarse de las aportaciones de la América hispana (Vargas Llosa, Fernando Vallejo o César Aira).

Con todo, el rasgo que hace de El pacto ambiguo el mejor libro posible sobre la autoficción, sin dejar de ser también una honda reflexión sobre los límites de la invención literaria y las apariencias y mecanismos que rigen la literatura autobiográfica en todas sus manifestaciones, desde las memorias a los dietarios, no es su riqueza, amplia y generosa, ni su conocimiento. La trascendencia del libro de Alberca reside en su capacidad para configurar conceptos, que no son exactamente ideas ni argumentos, sino una creación intelectual (en este caso, poética) que ayuda a los lectores, además de a los investigadores, a entender lo que están leyendo. Una cualidad que exige administrar con talento dos categorías a menudo enfrentadas: la sabiduría y la claridad. El ensayo de Alberca es luminoso en ese sentido. Logra una aleación ejemplar entre lo que dice, argumenta y defiende y la manera en la que hace todas estas cosas.

El pacto ambiguo nos obliga a pensar sobre la literatura (y la identidad) con una profundidad infrecuente en estos tiempos extraños. Para nosotros es uno de los libros de estudios literarios de cabecera porque descubre, y en su momento anunció, acaso como ningún otro, la diatriba entre las categorías literarias de uso más común (al margen de las taxonomías) y los hallazgos concretos de la escritura. Una autoficción, stricto sensu, es un relato en el que un narrador con el nombre de una persona real (generalmente, el mismo autor del libro) incorpora a su materia narrativa sucesos imaginarios, entreverados con hechos reales. Por un lado, obedece al famoso pacto de ficción —el acuerdo tácito entre el escritor y el lector que hace posible el milagro de la novela— y, en simultáneo, introduce dentro este mismo espacio el marco autobiográfico descrito por Philippe Lejeune, que da por segura la referencialidad de los discursos que cuentan la vida de un personaje real. Lo que en apariencia parece una antítesis se convierte, gracias al trabajo de análisis de Alberca, en una síntesis. E incluso en una poética que permite describir una parte nada despreciable de la narrativa del último medio siglo, que no se entiende sin esta voluntad de jugar con la confusión y diluir los géneros literarios ortodoxos.

La clave de bóveda está en una de las entradas del diario que Alberca intercala en uno de los nuevos capítulos hechos para esta edición: «Cuando hablamos de escritura autobiográfica nos obstinamos en ver solo una vertiente: la influencia de la vida en la escritura; es decir, la manera en que ésta recoge y vierte lo vivido en el texto. Pero hay otra, la que va en dirección contraria, de la escritura a la vida, en la cual ésta es modificada por aquélla; es decir, cuando el escritor contempla y vive su vida subespecie literaria». Todos sabemos que una novela es una mentira (verosímil) que debemos leer como verdad y que una crónica, o una autobiografía, presenta como ciertos sucesos que deberían serlo, pero que no siempre lo son. La autoficción literaria, que cuestiona ambas convenciones sin anularlas por completo, fue la primera anticipación (profética) de la actual era de la posverdad, donde ya no está claro qué es verdad y qué es mentira porque ambas cosas fingen ser justo lo contrario de lo que son.

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