Anne Tyler, retrato de una mujer de mediana edad

Es probable que el nombre de Anne Tyler no les suene a muchos lectores, al menos en el ámbito hispano. Ahora bien, basta mencionar El turista accidental para que el asunto cambie: la conocida tragicomedia de Lawrence Kasdan se basa en la novela homónima de esta autora estadounidense, publicada en 1985 y adaptada al cine con gran éxito tres años después. Se trata, de hecho, de una de sus obras más reconocidas, junto con títulos como Reunión en el restaurante Nostalgia (1982), que considera su favorito, Ejercicios respiratorios (1988; Premio Pulitzer) o, entre las más recientes, El hilo azul (2015). Sus libros acumulan galardones y nominaciones a los premios literarios más prestigiosos, pero posee algo aún mejor: un público fiel, numeroso y agradecido.

Nadie sabe con exactitud qué hace que un escritor sea muy leído (y sin duda interviene el factor de la suerte), aunque hay un requisito sine qua non para ganarse el favor de los lectores: la honestidad, entendida como ofrecer el mejor libro posible, sin bajar el listón ni infravalorar al lector, con rigor, búsqueda de la excelencia y coherencia con el propio proyecto narrativo. Debe darle al público lo que espera, lo que exige de un creador en quien ha depositado su confianza. En el caso de Anne Tyler, se trata de un universo literario sobre algo tan próximo como las dinámicas familiares de la clase media.

Nacida en Minneápolis en 1941, de padres cuáqueros, comenzó a publicar en los años sesenta y ha mantenido un ritmo de publicación regular desde entonces. Afincada en Baltimore desde que se casó, sitúa allí la mayoría de sus historias; al igual que Alice Munro y su admirada Eudora Welty, pertenece a la estirpe de narradores que saben que en lo local, lo minúsculo, se puede abarcar toda la complejidad humana. En su libro más reciente, Tres días de junio (Lumen, 2025, trad. Ana Mata Buil), la protagonista es Gail, una mujer de sesenta y un años que en apenas veinticuatro horas ve cómo su vida cambia por completo: se queda sin trabajo, su exmarido le trae una gata recogida en la calle y su hija, que se casa al día siguiente, de repente duda sobre si contraer matrimonio o no.

Narrada en primera persona por Gail, una mujer un tanto huraña, con sentido práctico y carácter (tiene rasgos de la Olive Kitteridge de Elizabeth Strout), la novela se divide en tres partes, una por jornada: el día previo a la celebración, cuando los acontecimientos se precipitan, el día de la boda y el día después. Un acontecimiento como una boda, en parte un reencuentro familiar, en parte un descubrimiento de la nueva familia política, sirve de pretexto para un punto de inflexión vital: episodios del pasado mal curados (o quizá nunca canalizados) salen a flote, las transformaciones (de los demás, pero sobre todo de uno mismo) se hacen evidentes y surgen miedos inesperados (y a menudo silenciados) ante un futuro incierto. El casorio aúna frivolidad, emoción y urgencia; un cóctel idóneo para que la autora desmenuce las relaciones afectivas sin dramatismos.

Gail se enfrenta, aunque nunca lo admitiría, al síndrome del nido vacío. Las dudas de su hija propician que tanto ella como su ex se erijan en confidentes de la joven, solo que no comparten opinión. El asunto, que gira alrededor del significado del compromiso en una pareja, no importa tanto por la decisión de la hija como por la reflexión que provoca en los padres acerca de cómo confrontaron ellos una situación parecida. El reencuentro de ambos, dos divorciados que han alcanzado esa etapa de sosiego tras las hostilidades de los primeros años de separación, es otro de los temas clave, y recuerda un poco al de otra novela de Elizabeth Strout, Lucy y el mar (2022). Ambos se hallan en un momento de buen entendimiento, el hipotético despecho ha quedado atrás, se conocen bien el uno al otro y sortean la convivencia temporal con cordialidad y humor. Aun así, bajo la superficie siempre hay un runrún, y nadie como Anne Tyler para captar esas sutilezas.

La autora tiene una habilidad extraordinaria para construir personajes llenos de vida, que se revelan a través de los gestos, los silencios, las miradas, las conversaciones de apariencia trivial, sin necesidad de largas descripciones. Es en esas pinceladas donde su capacidad psicológica despunta, ahí se asoman los tormentos interiores, las rémoras, los temores sepultados en la inercia cotidiana. Tiene su característico estilo ágil, de diálogo abundante y frases cortas, esa engañosa sencillez que hace que escribir parezca sencillo, aunque esquivar clichés y no caer en intensidades emocionales no es tarea al alcance de cualquiera. Anne Tyler es una novelista con la mirada afilada, que logra una inmersión en ese reducido círculo familiar con cercanía, naturalidad y ternura.

Hace lo de siempre (y muy bien), y sin embargo no vive ajena al paso del tiempo: en sus novelas se nota, como telón de fondo, el cambio de época, no tanto en las referencias culturales o de modas (que suelen tener fecha de caducidad temprana) como en hábitos, comentarios, detalles como, en este caso, la alusión a la mayor conciencia feminista («–Está claro que estamos ante uno de esos casos de brecha de género. / –Oye, lo que acabas de decir es insultante […]. Me niego a representar tu noción de machismo», p. 49), la desacralización de la ceremonia del matrimonio o la alusión a la pandemia en el pasado reciente. Tampoco la mujer de mediana edad es como la de antaño: Gail destaca como protagonista independiente con problemas que comparten muchas de sus coetáneas, como la sensación de que ya no la valoran en su trabajo frente a jóvenes más formadas, pero todavía se siente joven como para hacerse a un lado con resignación. La gata, esa gata vieja hecha a sus costumbres, termina siendo una metáfora de ella misma: «Los gatos no son fríos! Solo protegen su dignidad, por si los rechazan. “Yo te rechazo antes”, dicen con su actitud» (p. 183).

Anne Tyler vuelve a brindar en Tres días de junio una novela de excelente factura sobre los nudos familiares, sobre una protagonista poco «dada a los abrazos y las muestras de afecto» (p. 81) con la que consigue implicar al lector. Con su capacidad de observación habitual, concentra la acción en un acontecimiento que desencadena agitaciones de las que no se ven, aunque determinan las decisiones más cruciales de nuestra existencia. Y ahí no termina todo: como toda su obra, la novela tiene múltiples capas de lectura. Ofrece ese tipo de literatura que, por la fluidez narrativa y la proximidad de los temas, atañe tanto al lector ocasional, que busca entretenimiento, como al lector más versado y atento, que espera profundidad, que el libro le enseñe algo sobre sí mismo o le invite a hacerse preguntas. Quizá por esto no le darán nunca el Nobel, por cometer el pecado de dejarse entender con facilidad. Pero seguirá teniendo el mejor premio: sus lectores.

 Es probable que el nombre de Anne Tyler no les suene a muchos lectores, al menos en el ámbito hispano. Ahora bien, basta mencionar El turista  

Es probable que el nombre de Anne Tyler no les suene a muchos lectores, al menos en el ámbito hispano. Ahora bien, basta mencionar El turista accidental para que el asunto cambie: la conocida tragicomedia de Lawrence Kasdan se basa en la novela homónima de esta autora estadounidense, publicada en 1985 y adaptada al cine con gran éxito tres años después. Se trata, de hecho, de una de sus obras más reconocidas, junto con títulos como Reunión en el restaurante Nostalgia (1982), que considera su favorito, Ejercicios respiratorios (1988; Premio Pulitzer) o, entre las más recientes, El hilo azul (2015). Sus libros acumulan galardones y nominaciones a los premios literarios más prestigiosos, pero posee algo aún mejor: un público fiel, numeroso y agradecido.

Nadie sabe con exactitud qué hace que un escritor sea muy leído (y sin duda interviene el factor de la suerte), aunque hay un requisito sine qua non para ganarse el favor de los lectores: la honestidad, entendida como ofrecer el mejor libro posible, sin bajar el listón ni infravalorar al lector, con rigor, búsqueda de la excelencia y coherencia con el propio proyecto narrativo. Debe darle al público lo que espera, lo que exige de un creador en quien ha depositado su confianza. En el caso de Anne Tyler, se trata de un universo literario sobre algo tan próximo como las dinámicas familiares de la clase media.

Nacida en Minneápolis en 1941, de padres cuáqueros, comenzó a publicar en los años sesenta y ha mantenido un ritmo de publicación regular desde entonces. Afincada en Baltimore desde que se casó, sitúa allí la mayoría de sus historias; al igual que Alice Munro y su admirada Eudora Welty, pertenece a la estirpe de narradores que saben que en lo local, lo minúsculo, se puede abarcar toda la complejidad humana. En su libro más reciente, Tres días de junio (Lumen, 2025, trad. Ana Mata Buil), la protagonista es Gail, una mujer de sesenta y un años que en apenas veinticuatro horas ve cómo su vida cambia por completo: se queda sin trabajo, su exmarido le trae una gata recogida en la calle y su hija, que se casa al día siguiente, de repente duda sobre si contraer matrimonio o no.

Narrada en primera persona por Gail, una mujer un tanto huraña, con sentido práctico y carácter (tiene rasgos de la Olive Kitteridge de Elizabeth Strout), la novela se divide en tres partes, una por jornada: el día previo a la celebración, cuando los acontecimientos se precipitan, el día de la boda y el día después. Un acontecimiento como una boda, en parte un reencuentro familiar, en parte un descubrimiento de la nueva familia política, sirve de pretexto para un punto de inflexión vital: episodios del pasado mal curados (o quizá nunca canalizados) salen a flote, las transformaciones (de los demás, pero sobre todo de uno mismo) se hacen evidentes y surgen miedos inesperados (y a menudo silenciados) ante un futuro incierto. El casorio aúna frivolidad, emoción y urgencia; un cóctel idóneo para que la autora desmenuce las relaciones afectivas sin dramatismos.

Gail se enfrenta, aunque nunca lo admitiría, al síndrome del nido vacío. Las dudas de su hija propician que tanto ella como su ex se erijan en confidentes de la joven, solo que no comparten opinión. El asunto, que gira alrededor del significado del compromiso en una pareja, no importa tanto por la decisión de la hija como por la reflexión que provoca en los padres acerca de cómo confrontaron ellos una situación parecida. El reencuentro de ambos, dos divorciados que han alcanzado esa etapa de sosiego tras las hostilidades de los primeros años de separación, es otro de los temas clave, y recuerda un poco al de otra novela de Elizabeth Strout, Lucy y el mar (2022). Ambos se hallan en un momento de buen entendimiento, el hipotético despecho ha quedado atrás, se conocen bien el uno al otro y sortean la convivencia temporal con cordialidad y humor. Aun así, bajo la superficie siempre hay un runrún, y nadie como Anne Tyler para captar esas sutilezas.

La autora tiene una habilidad extraordinaria para construir personajes llenos de vida, que se revelan a través de los gestos, los silencios, las miradas, las conversaciones de apariencia trivial, sin necesidad de largas descripciones. Es en esas pinceladas donde su capacidad psicológica despunta, ahí se asoman los tormentos interiores, las rémoras, los temores sepultados en la inercia cotidiana. Tiene su característico estilo ágil, de diálogo abundante y frases cortas, esa engañosa sencillez que hace que escribir parezca sencillo, aunque esquivar clichés y no caer en intensidades emocionales no es tarea al alcance de cualquiera. Anne Tyler es una novelista con la mirada afilada, que logra una inmersión en ese reducido círculo familiar con cercanía, naturalidad y ternura.

Hace lo de siempre (y muy bien), y sin embargo no vive ajena al paso del tiempo: en sus novelas se nota, como telón de fondo, el cambio de época, no tanto en las referencias culturales o de modas (que suelen tener fecha de caducidad temprana) como en hábitos, comentarios, detalles como, en este caso, la alusión a la mayor conciencia feminista («–Está claro que estamos ante uno de esos casos de brecha de género. / –Oye, lo que acabas de decir es insultante […]. Me niego a representar tu noción de machismo», p. 49), la desacralización de la ceremonia del matrimonio o la alusión a la pandemia en el pasado reciente. Tampoco la mujer de mediana edad es como la de antaño: Gail destaca como protagonista independiente con problemas que comparten muchas de sus coetáneas, como la sensación de que ya no la valoran en su trabajo frente a jóvenes más formadas, pero todavía se siente joven como para hacerse a un lado con resignación. La gata, esa gata vieja hecha a sus costumbres, termina siendo una metáfora de ella misma: «Los gatos no son fríos! Solo protegen su dignidad, por si los rechazan. “Yo te rechazo antes”, dicen con su actitud» (p. 183).

Anne Tyler vuelve a brindar en Tres días de junio una novela de excelente factura sobre los nudos familiares, sobre una protagonista poco «dada a los abrazos y las muestras de afecto» (p. 81) con la que consigue implicar al lector. Con su capacidad de observación habitual, concentra la acción en un acontecimiento que desencadena agitaciones de las que no se ven, aunque determinan las decisiones más cruciales de nuestra existencia. Y ahí no termina todo: como toda su obra, la novela tiene múltiples capas de lectura. Ofrece ese tipo de literatura que, por la fluidez narrativa y la proximidad de los temas, atañe tanto al lector ocasional, que busca entretenimiento, como al lector más versado y atento, que espera profundidad, que el libro le enseñe algo sobre sí mismo o le invite a hacerse preguntas. Quizá por esto no le darán nunca el Nobel, por cometer el pecado de dejarse entender con facilidad. Pero seguirá teniendo el mejor premio: sus lectores.

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