Cuando en los años 90 saltó a la palestra del arte La imposibilidad física de la muerte en la mente de algo vivo, de Damien Hirst, la indignación por los 12 millones de su coste solo estuvo a la altura de la flipada que produjo. Cualquiera que no sepa de qué va esta obra, pensará que se trata de un retablo magnífico, imponente, pintado con una técnica lunática por lo ambicioso y con un palmario clamor a la revolución estética… Pues no.
Hirst metió en formol un tiburón tigre de 4 metros y se quedó bien ancho. El bicho, de imponente tallaje y fauces en posición de acometida, estaba suspendido en la solución dentro de un tanque transparente gigante. Hirst hizo de la taxidermia una empresa millonaria. Años después, el artista inglés superó su marca personal con Por el amor de Dios. La vendió por 74 millones. Esta vez, la genialidad fue recubrir una calavera humana real de diamantes. Hirst consiguió que los diamantes diesen todavía más de si en beneficios.
Damien Hirst, al igual que Jeff Koons, y otro importante número de artistas contemporáneos, no han ideado la cuadratura del círculo. Sólo han seguido los avispados pasos del gran genio de la obra artística como gadget mercadotécnico. De quien, oliendo el potencial del sujeto «arte» asociado a cualquier marcianada fetichista; a toda encarnación del narcisismo moderno o a la catálisis del objeto de consumo, hizo de la cartelería publicitaria una mina de oro y fama. Hablo, por supuesto, de Andy Warhol.
El dogma de los negocios como la forma más fascinante de arte ha encontrado su escaparate hasta el 5 de mayo en la Fundación Canal de Madrid. Por un precio poco warholiano, véase 0 euros, la fundación ofrece un recorrido por 134 carteles ideados -o asumidos apócrifamente- por el artista de Pittsburgh. Una excusa ideal para carearse con el formato que lo propulsó a las galaxias de la admiración y lo convirtieron, seguramente, en el artista con más jeta y mejor olfato de la segunda mitad del siglo XX.
Lo de Warhol, para entendernos, viene de lejos. De la infancia, como la mayoría de artistas, durante la cual sufrió el conocido como baile da San Vito. Crecer con el tembleque de la bulería por condena no es tarea fácil, estaremos de acuerdo, y el bueno de Andy, a consecuencia del ostracismo al que fue sometido, pasó largos periodos de soledad y convalecencia. Eso también le valió una inquietante fijación materna, que sumada a su arrinconamiento, dieron como resultado esa miscelánea de admiraciones hacia las estrellas, su imagen, el diseño evocador de las revistas y demás cebos ideales para la atención de quien sueña con salir de la alienación.
El mundo conoce de sobras las sopas Campbell, las caras de Marilyn Monroe como una drag queen en formato de numismática o las incesantes apariciones estelares en La Fábrica, su estudio en Nueva York. Pero, antes de todo eso, Warhol fue un joven taciturno, ensimismado, con mirada lechosa y tensión histriónica, que aterrizó con 21 años en la ciudad que nunca duerme. Sus habilidades para el diseño le valieron un lugar acomodado en el mundo de la publicidad. Sin embargo, diez años después, a Andy se le quedó corta la pampa publicitaria. No está muy claro que rayo le atravesó para confiar en sus estrategias visuales de marketing como entes artísticos, per se. Quizás la reactivación de las tesis de Duchamp sobre la muerte del arte y su obra La fuente (lo del urinario y todo aquello, expuesto en 1917), dieron carta blanca a su autopercepción. En el arte de vanguardia, se dio acertada cuenta Andy, valía más ser un digno recortador de la brava cultura pop, que un discreto y aplicado divulgador de la belleza. Algo que el galerista Leo Castelli supo apreciar, pues fue quien expuso sus primeras obras en 1964.
Volviendo a la muestra que nos atañe, la exposición de la Fundación Canal está bien asesorada. Su disposición diáfana, que permite ir transitando la cartelería de manera cronológica, es a la vez una expresión tridimensional de la visión de Warhol, como de la cultura y la actualidad desde los años 60 a los años 80. Es una de las ventajas que tuvo la visión del de Pittsburg, quien hizo del retrato un fundamento. Todos querían ser observados y serigrafiados con su mirada (50 mil boniatos cobraba por la estampita), y quienes no querían, lo fueron igualmente. Por eso, los carteles de la exposición muestran a personajes que van desde Muhammad Ali, hasta las reinas de Inglaterra o Dinamarca -a Andy le flipaban las reinas, por qué será-, pasando por homenajes a escritores como Andersen o artistas como Joseph Beuys, con quien Warhol mantuvo amistad. Lo cual no deja de ser irónico. Que un performer con un pasado como Piloto nazi de la Lufwaffe se llevara con un icono queer, da fe del poder del arte y el mercado para reunir opuestos.
Es indiscutible, recorriendo las tres estancias de la fundación, que Warhol encontró una voz visual, y la siguió sin complejos hasta el final. Su expresión cromática, siempre afincada en los colores pastel, remarcando parte de la fotografía sobre fondos o sombras de un negro intenso, le sirvió de firma desde el principio hasta su último cartel. Y la explotó que dio gusto. De la publicidad pasó al arte y convirtió su arte en toda una publicidad.
Bien es cierto que, por el camino, dejó hitos previos a la viciada concepción estética que le duró más de dos décadas. El plátano de The Velvet Undergournd & Nico para su álbum homónimo de 1967 o, años más tarde, la portada de “Sticky Fingers” en el 72 para The Rolling Stones (ambos visibles en la muestra), son iconos inmortales que demuestran el valor conceptual de su expresión. Lo mismo que la revista Interview, de la que fue editor, y que se centró a partir de los años 70 en larguísimas entrevistas transcritas a pelo, casi sin edición, con celebridades de toda guisa. De la que, por cierto, también hay ejemplos muy bien conservados en la muestra.
Por último, la exposición de la fundación remata con la vertiente “política” de Andy Warhol. Un uso de los iconos comunistas, como Mao o Lenin, y una crítica irónica a Nixon con un retrato donde se presenta al presidente de Estados Unidos, y debajo el lema ‘Vote McGovern’. McGovern, ferviente opositor a la guerra de Vietnam, se presentó contra Nixon y movilizó a gran parte de los artistas progresistas para que lo apoyaran en su campaña. Pero no coló. El entonces senador perdió por goleada frente al candidato conservador, demostrando, como se viene demostrando hoy, que el cazurrismo y la incultura son pilares norteamericanos tan enraizados, como el valor de quien se opone a ellos. Huelga decir que Warhol no era, ni de broma, comunista. Seguramente fuera demócrata de remate. Pero el mercado pedía lo que pedía y Warhol, como quienes venden la revolución haciendo negocio con la imagen del Che Guevara, no tuvo reparos en dárselo con descarados beneficios en cuenta corriente y atención mediática.
En definitiva, la exposición de los carteles de Warhol en la Fundación Canal de Madrid es una oportunidad ideal para encontrarse con la obra del artista pop por excelencia. También para hacer un recorrido a través de los personajes y eventos más destacados de los años que Warhol vivió. Un ejemplo ideal de su acierto conceptual y visual, al tiempo que de su nariz de mercenario para convertir cualquier cosa en un producto de lo más cotizado. La cultura de masas se lo agradeció en vida, y lo reverencia tras su muerte. Y es normal, cabe pensar, pues nadie le ha rendido un homenaje mejor concebido que Andy Warhol.
Cuando en los años 90 saltó a la palestra del arte La imposibilidad física de la muerte en la mente de algo vivo, de Damien Hirst,
Cuando en los años 90 saltó a la palestra del arte La imposibilidad física de la muerte en la mente de algo vivo, de Damien Hirst, la indignación por los 12 millones de su coste solo estuvo a la altura de la flipada que produjo. Cualquiera que no sepa de qué va esta obra, pensará que se trata de un retablo magnífico, imponente, pintado con una técnica lunática por lo ambicioso y con un palmario clamor a la revolución estética… Pues no.
Hirst metió en formol un tiburón tigre de 4 metros y se quedó bien ancho. El bicho, de imponente tallaje y fauces en posición de acometida, estaba suspendido en la solución dentro de un tanque transparente gigante. Hirst hizo de la taxidermia una empresa millonaria. Años después, el artista inglés superó su marca personal con Por el amor de Dios. La vendió por 74 millones. Esta vez, la genialidad fue recubrir una calavera humana real de diamantes. Hirst consiguió que los diamantes diesen todavía más de si en beneficios.
Damien Hirst, al igual que Jeff Koons, y otro importante número de artistas contemporáneos, no han ideado la cuadratura del círculo. Sólo han seguido los avispados pasos del gran genio de la obra artística como gadget mercadotécnico. De quien, oliendo el potencial del sujeto «arte» asociado a cualquier marcianada fetichista; a toda encarnación del narcisismo moderno o a la catálisis del objeto de consumo, hizo de la cartelería publicitaria una mina de oro y fama. Hablo, por supuesto, de Andy Warhol.
El dogma de los negocios como la forma más fascinante de arte ha encontrado su escaparate hasta el 5 de mayo en la Fundación Canal de Madrid. Por un precio poco warholiano, véase 0 euros, la fundación ofrece un recorrido por 134 carteles ideados -o asumidos apócrifamente- por el artista de Pittsburgh. Una excusa ideal para carearse con el formato que lo propulsó a las galaxias de la admiración y lo convirtieron, seguramente, en el artista con más jeta y mejor olfato de la segunda mitad del siglo XX.
Lo de Warhol, para entendernos, viene de lejos. De la infancia, como la mayoría de artistas, durante la cual sufrió el conocido como baile da San Vito. Crecer con el tembleque de la bulería por condena no es tarea fácil, estaremos de acuerdo, y el bueno de Andy, a consecuencia del ostracismo al que fue sometido, pasó largos periodos de soledad y convalecencia. Eso también le valió una inquietante fijación materna, que sumada a su arrinconamiento, dieron como resultado esa miscelánea de admiraciones hacia las estrellas, su imagen, el diseño evocador de las revistas y demás cebos ideales para la atención de quien sueña con salir de la alienación.
El mundo conoce de sobras las sopas Campbell, las caras de Marilyn Monroe como una drag queen en formato de numismática o las incesantes apariciones estelares en La Fábrica, su estudio en Nueva York. Pero, antes de todo eso, Warhol fue un joven taciturno, ensimismado, con mirada lechosa y tensión histriónica, que aterrizó con 21 años en la ciudad que nunca duerme. Sus habilidades para el diseño le valieron un lugar acomodado en el mundo de la publicidad. Sin embargo, diez años después, a Andy se le quedó corta la pampa publicitaria. No está muy claro que rayo le atravesó para confiar en sus estrategias visuales de marketing como entes artísticos, per se. Quizás la reactivación de las tesis de Duchamp sobre la muerte del arte y su obra La fuente (lo del urinario y todo aquello, expuesto en 1917), dieron carta blanca a su autopercepción. En el arte de vanguardia, se dio acertada cuenta Andy, valía más ser un digno recortador de la brava cultura pop, que un discreto y aplicado divulgador de la belleza. Algo que el galerista Leo Castelli supo apreciar, pues fue quien expuso sus primeras obras en 1964.
Volviendo a la muestra que nos atañe, la exposición de la Fundación Canal está bien asesorada. Su disposición diáfana, que permite ir transitando la cartelería de manera cronológica, es a la vez una expresión tridimensional de la visión de Warhol, como de la cultura y la actualidad desde los años 60 a los años 80. Es una de las ventajas que tuvo la visión del de Pittsburg, quien hizo del retrato un fundamento. Todos querían ser observados y serigrafiados con su mirada (50 mil boniatos cobraba por la estampita), y quienes no querían, lo fueron igualmente. Por eso, los carteles de la exposición muestran a personajes que van desde Muhammad Ali, hasta las reinas de Inglaterra o Dinamarca -a Andy le flipaban las reinas, por qué será-, pasando por homenajes a escritores como Andersen o artistas como Joseph Beuys, con quien Warhol mantuvo amistad. Lo cual no deja de ser irónico. Que un performer con un pasado como Piloto nazi de la Lufwaffe se llevara con un icono queer, da fe del poder del arte y el mercado para reunir opuestos.
Es indiscutible, recorriendo las tres estancias de la fundación, que Warhol encontró una voz visual, y la siguió sin complejos hasta el final. Su expresión cromática, siempre afincada en los colores pastel, remarcando parte de la fotografía sobre fondos o sombras de un negro intenso, le sirvió de firma desde el principio hasta su último cartel. Y la explotó que dio gusto. De la publicidad pasó al arte y convirtió su arte en toda una publicidad.
Bien es cierto que, por el camino, dejó hitos previos a la viciada concepción estética que le duró más de dos décadas. El plátano de The Velvet Undergournd & Nico para su álbum homónimo de 1967 o, años más tarde, la portada de “Sticky Fingers” en el 72 para The Rolling Stones (ambos visibles en la muestra), son iconos inmortales que demuestran el valor conceptual de su expresión. Lo mismo que la revista Interview, de la que fue editor, y que se centró a partir de los años 70 en larguísimas entrevistas transcritas a pelo, casi sin edición, con celebridades de toda guisa. De la que, por cierto, también hay ejemplos muy bien conservados en la muestra.
Por último, la exposición de la fundación remata con la vertiente “política” de Andy Warhol. Un uso de los iconos comunistas, como Mao o Lenin, y una crítica irónica a Nixon con un retrato donde se presenta al presidente de Estados Unidos, y debajo el lema ‘Vote McGovern’. McGovern, ferviente opositor a la guerra de Vietnam, se presentó contra Nixon y movilizó a gran parte de los artistas progresistas para que lo apoyaran en su campaña. Pero no coló. El entonces senador perdió por goleada frente al candidato conservador, demostrando, como se viene demostrando hoy, que el cazurrismo y la incultura son pilares norteamericanos tan enraizados, como el valor de quien se opone a ellos. Huelga decir que Warhol no era, ni de broma, comunista. Seguramente fuera demócrata de remate. Pero el mercado pedía lo que pedía y Warhol, como quienes venden la revolución haciendo negocio con la imagen del Che Guevara, no tuvo reparos en dárselo con descarados beneficios en cuenta corriente y atención mediática.
En definitiva, la exposición de los carteles de Warhol en la Fundación Canal de Madrid es una oportunidad ideal para encontrarse con la obra del artista pop por excelencia. También para hacer un recorrido a través de los personajes y eventos más destacados de los años que Warhol vivió. Un ejemplo ideal de su acierto conceptual y visual, al tiempo que de su nariz de mercenario para convertir cualquier cosa en un producto de lo más cotizado. La cultura de masas se lo agradeció en vida, y lo reverencia tras su muerte. Y es normal, cabe pensar, pues nadie le ha rendido un homenaje mejor concebido que Andy Warhol.
Noticias de Cultura: Última hora de hoy en THE OBJECTIVE