Alain Finkielkraut ajusta cuentas con los fetiches ideológicos de nuestro tiempo

Me ha gustado mucho descubrir que Alain Finkielkraut también siente miedo de padecer alzhéimer cuando no da con el nombre de algunos actores y actrices. Kate Winslet, por ejemplo, a pesar de su ardiente sensualidad y sus imponentes dotes como actriz, es una de las que se complace en jugar al ratón y al gato con la memoria tanto de Finkielkraut como de quien esto escribe. En mi caso, Nicole Kidman y Natalie Portman también propenden a desvanecerse en el olvido. El pavor al alzhéimer, como consecuencia del desgaste neurodegenerativo producto de la prolongación de la vida, ha pasado a rivalizar en el ser humano con el temor a la muerte. Queremos la eternidad, pero a cambio hemos de asumir la aterradora posibilidad de prolongarnos sin identidad y sin memoria. Vivir, pero sin existencia propiamente dicha.

La reflexión sobre el alzhéimer le sirve a Finkielkraut para abrir una discusión sobre la eutanasia con Michel Houellebecq, que está furibundamente en contra. En honor de Finkielkraut hay que decir que no se facilita la tarea, y que expone con total rigor y honestidad los argumentos del novelista, que no son otros que los que suelen repetir con insistencia quienes, de forma más o menos confesa, piensan que nuestras vidas pertenecen a instancias superiores y trascendentes. Ya se sabe: el peligro de que la eutanasia se convierte en la puerta trasera para librarse de quienes no nos sirven, la presunta deshumanización que introduciría en nuestras sociedades, la posibilidad alternativa de los cuidados paliativos… Después de refutar estos pseudoargumentos, Finkielkraut concluye con contundencia: «Hay que tener un corazón de piedra para responderle que no ha lugar a una persona que no desea el anunciado alelamiento e implora que se le evite». En efecto, suele haber una infinita falta de imaginación y, lo que es peor, de compasión en quienes se empeñan en obligar a vivir a alguien que ya no lo desea.

La forma en que opera el filósofo francés en cada uno de los ensayos que componen este Pescador de perlas (Alianza Editorial), –el título, en mi opinión, es lo único objetable de este libro– es exactamente la misma que desarrolla en el texto sobre la eutanasia que hemos escogido como frontispicio. El propio Finkielkraut, en el capítulo que le dedica al MeToo y a los feminismos de última ola, expone su metodología: «Con este capítulo» –afirma– «escandalizaré sin duda a las militantes y a los militantes de una causa que se ha convertido en sacrosanta. Y como nunca busco provocar, sino únicamente comprender, no siento ninguna satisfacción. La perspectiva de la descalificación final no me entusiasma, me aterra». Y añade: «Como a todo el mundo, a mí también me gusta que me quieran. Pero no estoy dispuesto a llegar a lo que sea por conseguirlo, y cuando el desánimo asoma las orejas, recurro una vez más a Thomas Mann: ‘Servir a su tiempo, me parece, no implica la necesidad absoluta de seguir servilmente los pasos y aullar con los lobos’».

En cada capítulo, el filósofo francés se vale de una suerte de Virgilio ad hoc que lo va guiando dialécticamente por entre los vericuetos del tema que esté tratando. Así, Paul Valéry le acompaña en sus reflexiones sobre el amor; Emmanuel Lévinas hace lo propio en sus análisis sobre la pérdida de civilidad en el mundo moderno y Milan Kundera, por fin, le ilumina sobre el humorismo y sus paradójicos efectos en términos de adocenamiento de las conciencias. Finkielkraut, en tal sentido, no deja charco sin pisar.

Como en aquel fantástico desfile de moda eclesiástica en la película de Fellini, por la mirada complacida y a menudo asombrada del lector van desfilando uno tras otro los principales fetiches ideológicos de nuestro tiempo, desde el feminismo identitario, según hemos apuntado, a partir del ya muy manida Una habitación propia de Virginia Woolf, hasta la decadencia posmoderna de la educación, sin dejar de abordar los problemas del islamismo y la inmigración, la llamada cultura woke y el MeToo o una maravillosa reflexión sobre cómo la figura institucional del humorista puede devenir, como de hecho ocurre, en sumo sacerdote al servicio de una ortodoxia ideológica de obligado cumplimiento. «Hacen la vida imposible» –nos dice el filósofo– «a los viejos tópicos, sufren con los excluidos, se preocupan por el planeta, son los detractores implacables de la dominación… Pero es una impostura. Lejos de ser rebeldes o herejes y lejos también de combatir el fanatismo con las armas de la sátira, lo que hacen con sus burlas y chanzas cuidadosamente dirigidas es dar caza a los disidentes».

La debacle de la educación

 Con la misma contundencia se pronuncia Finkielkraut frente a otros fenómenos vigentes de la cultura, pero sólo después de haber recorrido con sumo rigor y cuidado sus principales aristas. Sobre los mal llamados estudios culturales, por ejemplo, apostilla que «no estudian, incriminan. No buscan saber, sino confirmar sus conocimientos». En relación con la inmigración se pregunta: «¿Hasta cuándo vamos a negar la evidencia y a seguir culpando, contra viento y marea, a la xenofobia de cualquier conflicto con la alteridad?». Y apunta lo siguiente sobre la debacle de la educación pública: «Eso es muy exactamente lo que hace la escuela, culpabilizada en nombre del pueblo, por Bourdieu y sus innumerables epígonos: no actúa por la elevación de nadie, sino, concienzudamente, por el abajamiento de todos». «El éxito» –añade Finkielkraut– «ha sido espectacular». 

Teniendo en cuenta, la diversidad de los asuntos tratados, así como la presunta desconexión entre ellos, alguien podría pensar que nos encontramos ante uno de esos productos de vejez en los que un autor, despojado ya de la pasión juvenil que le impulsaba a abordar proyectos de más largo aliento, se limita a recopilar retales más o menos adventicios y a publicarlos como prueba irrefutable, mayormente para él mismo, de que aún continúa en activo. Pues bien, nada más lejos de la realidad.

Bajo su apariencia heteróclita, Pescador de perlas no sólo alberga una incontestable coherencia interna, sino que, considerados en su conjunto, estos textos logran componer un retrato bastante cabal de la realidad histórica que estamos viviendo. Ello se deriva de su condición de libro eminentemente filosófico. Aunque el estilo, un prodigio de elegancia, concisión y claridad, es eminentemente ensayístico, se proyecta desde un fondo que podríamos denominar como rigurosa crítica de la cultura, entendiendo esta expresión en su sentido más noble de un análisis profundo de los fenómenos más significativos de un determinado tiempo y lugar.

Finkielkraut, de esta forma, entronca con el resto de su obra, así como con su papel de pensador liberal e ilustrado siempre a la contra. Pescador de perlas, en tal sentido, es un libro lúcido y atractivo, pero, sobre todo, valiente que comienza, de forma menos paradójica de lo que parecer pudiera, con una bellísima declaración de amor.

 Me ha gustado mucho descubrir que Alain Finkielkraut también siente miedo de padecer alzhéimer cuando no da con el nombre de algunos actores y actrices. Kate  

Me ha gustado mucho descubrir que Alain Finkielkraut también siente miedo de padecer alzhéimer cuando no da con el nombre de algunos actores y actrices. Kate Winslet, por ejemplo, a pesar de su ardiente sensualidad y sus imponentes dotes como actriz, es una de las que se complace en jugar al ratón y al gato con la memoria tanto de Finkielkraut como de quien esto escribe. En mi caso, Nicole Kidman y Natalie Portman también propenden a desvanecerse en el olvido. El pavor al alzhéimer, como consecuencia del desgaste neurodegenerativo producto de la prolongación de la vida, ha pasado a rivalizar en el ser humano con el temor a la muerte. Queremos la eternidad, pero a cambio hemos de asumir la aterradora posibilidad de prolongarnos sin identidad y sin memoria. Vivir, pero sin existencia propiamente dicha.

La reflexión sobre el alzhéimer le sirve a Finkielkraut para abrir una discusión sobre la eutanasia con Michel Houellebecq, que está furibundamente en contra. En honor de Finkielkraut hay que decir que no se facilita la tarea, y que expone con total rigor y honestidad los argumentos del novelista, que no son otros que los que suelen repetir con insistencia quienes, de forma más o menos confesa, piensan que nuestras vidas pertenecen a instancias superiores y trascendentes. Ya se sabe: el peligro de que la eutanasia se convierte en la puerta trasera para librarse de quienes no nos sirven, la presunta deshumanización que introduciría en nuestras sociedades, la posibilidad alternativa de los cuidados paliativos… Después de refutar estos pseudoargumentos, Finkielkraut concluye con contundencia: «Hay que tener un corazón de piedra para responderle que no ha lugar a una persona que no desea el anunciado alelamiento e implora que se le evite». En efecto, suele haber una infinita falta de imaginación y, lo que es peor, de compasión en quienes se empeñan en obligar a vivir a alguien que ya no lo desea.

La forma en que opera el filósofo francés en cada uno de los ensayos que componen este Pescador de perlas (Alianza Editorial), –el título, en mi opinión, es lo único objetable de este libro– es exactamente la misma que desarrolla en el texto sobre la eutanasia que hemos escogido como frontispicio. El propio Finkielkraut, en el capítulo que le dedica al MeToo y a los feminismos de última ola, expone su metodología: «Con este capítulo» –afirma– «escandalizaré sin duda a las militantes y a los militantes de una causa que se ha convertido en sacrosanta. Y como nunca busco provocar, sino únicamente comprender, no siento ninguna satisfacción. La perspectiva de la descalificación final no me entusiasma, me aterra». Y añade: «Como a todo el mundo, a mí también me gusta que me quieran. Pero no estoy dispuesto a llegar a lo que sea por conseguirlo, y cuando el desánimo asoma las orejas, recurro una vez más a Thomas Mann: ‘Servir a su tiempo, me parece, no implica la necesidad absoluta de seguir servilmente los pasos y aullar con los lobos’».

En cada capítulo, el filósofo francés se vale de una suerte de Virgilio ad hoc que lo va guiando dialécticamente por entre los vericuetos del tema que esté tratando. Así, Paul Valéry le acompaña en sus reflexiones sobre el amor; Emmanuel Lévinas hace lo propio en sus análisis sobre la pérdida de civilidad en el mundo moderno y Milan Kundera, por fin, le ilumina sobre el humorismo y sus paradójicos efectos en términos de adocenamiento de las conciencias. Finkielkraut, en tal sentido, no deja charco sin pisar.

Como en aquel fantástico desfile de moda eclesiástica en la película de Fellini, por la mirada complacida y a menudo asombrada del lector van desfilando uno tras otro los principales fetiches ideológicos de nuestro tiempo, desde el feminismo identitario, según hemos apuntado, a partir del ya muy manida Una habitación propia de Virginia Woolf, hasta la decadencia posmoderna de la educación, sin dejar de abordar los problemas del islamismo y la inmigración, la llamada cultura woke y el MeToo o una maravillosa reflexión sobre cómo la figura institucional del humorista puede devenir, como de hecho ocurre, en sumo sacerdote al servicio de una ortodoxia ideológica de obligado cumplimiento. «Hacen la vida imposible» –nos dice el filósofo– «a los viejos tópicos, sufren con los excluidos, se preocupan por el planeta, son los detractores implacables de la dominación… Pero es una impostura. Lejos de ser rebeldes o herejes y lejos también de combatir el fanatismo con las armas de la sátira, lo que hacen con sus burlas y chanzas cuidadosamente dirigidas es dar caza a los disidentes».

 Con la misma contundencia se pronuncia Finkielkraut frente a otros fenómenos vigentes de la cultura, pero sólo después de haber recorrido con sumo rigor y cuidado sus principales aristas. Sobre los mal llamados estudios culturales, por ejemplo, apostilla que «no estudian, incriminan. No buscan saber, sino confirmar sus conocimientos». En relación con la inmigración se pregunta: «¿Hasta cuándo vamos a negar la evidencia y a seguir culpando, contra viento y marea, a la xenofobia de cualquier conflicto con la alteridad?». Y apunta lo siguiente sobre la debacle de la educación pública: «Eso es muy exactamente lo que hace la escuela, culpabilizada en nombre del pueblo, por Bourdieu y sus innumerables epígonos: no actúa por la elevación de nadie, sino, concienzudamente, por el abajamiento de todos». «El éxito» –añade Finkielkraut– «ha sido espectacular». 

Teniendo en cuenta, la diversidad de los asuntos tratados, así como la presunta desconexión entre ellos, alguien podría pensar que nos encontramos ante uno de esos productos de vejez en los que un autor, despojado ya de la pasión juvenil que le impulsaba a abordar proyectos de más largo aliento, se limita a recopilar retales más o menos adventicios y a publicarlos como prueba irrefutable, mayormente para él mismo, de que aún continúa en activo. Pues bien, nada más lejos de la realidad.

Bajo su apariencia heteróclita, Pescador de perlas no sólo alberga una incontestable coherencia interna, sino que, considerados en su conjunto, estos textos logran componer un retrato bastante cabal de la realidad histórica que estamos viviendo. Ello se deriva de su condición de libro eminentemente filosófico. Aunque el estilo, un prodigio de elegancia, concisión y claridad, es eminentemente ensayístico, se proyecta desde un fondo que podríamos denominar como rigurosa crítica de la cultura, entendiendo esta expresión en su sentido más noble de un análisis profundo de los fenómenos más significativos de un determinado tiempo y lugar.

Finkielkraut, de esta forma, entronca con el resto de su obra, así como con su papel de pensador liberal e ilustrado siempre a la contra. Pescador de perlas, en tal sentido, es un libro lúcido y atractivo, pero, sobre todo, valiente que comienza, de forma menos paradójica de lo que parecer pudiera, con una bellísima declaración de amor.

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