Adam Czerniaków, el hombre que intentó salvar a los niños del gueto de Varsovia

Empecemos por el final: el protagonista de esta historia se quitó la vida el 23 de julio de 1942. Dejó dos cartas, para su esposa y para sus colegas del Consejo Judío. Les contaba que no había sido capaz de llevar a cabo la última misión que le habían encomendado: «Me exigen que mate con mis propias manos a los hijos de mi pueblo. No tengo otra salida que morir», le escribió a su mujer. «Vinieron a verme […] y exigieron la preparación de un transporte de niños para mañana», contaba a sus compañeros, «no puedo mandar a la muerte a los inocentes niños. He tomado la decisión de irme». Y una última petición: «No lo tratéis como un acto de cobardía o huida. […] Mi acto mostrará la verdad a todos y tal vez les indique el camino».

Ese hombre que prefirió suicidarse antes que colaborar en un exterminio no aparece en los libros de Historia. No era ningún genio, no destacó, no llevó a cabo ninguna hazaña. Es más, fracasó en su intento de salvar al pueblo judío, claro que él no tuvo la culpa. Se llamaba Adam Czerniaków (Varsovia, 1880-1942), trabajó como maestro, empresario y funcionario, hasta que se involucró en la política local de su ciudad como representante de la comunidad judía. De padre judío y madre de familia asimilada progresista, él no se caracterizaba por una gran abnegación religiosa ni tenía una adscripción ideológica muy definida. Tras la invasión alemana de Polonia, en septiembre de 1939, el Consejo Judío se disolvió y muchos de sus miembros huyeron. Él se quedó y fue nombrado presidente.

También comenzó a escribir un diario, que llega por primera vez al lector en castellano de la mano de la editorial Confluencias, con traducción de Elżbieta Bortkiewicz: Diario del gueto de Varsovia. 6 septiembre 1939-23 julio 1942. Como si hubiera intuido desde el principio que estaba viviendo unos hechos de los que tarde o temprano habría que dar cuenta, Czerniaków tomó apuntes de su labor como responsable de velar por sus congéneres confinados. Llenó nueve cuadernos, de los que se han conservado ocho, reproducidos en este volumen, en una edición minuciosa, con abundantes notas de la traductora (imprescindibles para entender los entresijos del gueto y su administración) y una exhaustiva introducción sobre el funcionamiento de la comunidad a cargo de los historiadores Raul Hilberg y Stanislaw Staron.

Más que meditaciones existenciales o elucubraciones sobre el futuro, Czerniaków anota las tareas rutinarias, por lo general en un registro aséptico: «Por la mañana la Comunidad. Después fui a ver a Heilmann. Por el asunto de nuevos impuestos. Después Schubert y Auerswald por el tema de inmuebles. Compresas de menstruación.», escribía el 22 de noviembre de 1940. Este «no estilo» responde a una necesidad: él sabía que, si entraba en detalles, si opinaba, se metería en problemas; un cuaderno de apuntes sucintos era un ejercicio de astucia que, quizá, como se sugiere en el prólogo, le serviría de base para unas hipotéticas memorias. Ese libro no llegó, pero queda leer entre líneas.

De vez en cuando, hace comentarios muy significativos: «Le pedí [al comisario] que la amnistía abarcara también otras categorías de prisioneros […] me encargó un listado de prisioneros para mañana, para los que pedía la cárcel. Pedí […] un contingente adicional de alimentos para la población», consignaba el 15 de enero de 1942. Como intermediario entre las autoridades alemanas y la comunidad judía, Czerniaków tenía claro quiénes eran los suyos. Quizá su papel de gestor pueda parecer un privilegio al lado de sus homólogos recluidos –a los que les arrebataron sus negocios y sus bienes, y que subsistían a duras penas, con escasas oportunidades de empleo y un racionamiento de alimentos que nunca alcanzaba para todos–, pero tampoco es, desde luego, deseable. Tenía que interceder en favor del pueblo judío ante unos superiores que nunca pretendieron facilitarle la existencia.

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Diario del gueto de Varsovia. 6 septiembre 1939-23 julio 1942
Adam Czerniaków

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Un mediador, no un héroe

Czerniaków escuchaba las necesidades de los vecinos –que empeoraban por momentos: desposeídos, famélicos, hacinados, enfermos, en una crisis económica que se agravó con el tiempo–, libraba pequeñas batallas a diario para mejorar las condiciones de la comunidad; pedía, proponía, insistía, discutía en la medida de sus posibilidades. Sin alzar demasiado la voz, porque se la jugaba. Y su rol de intermediario –aún más: de intermediario con una preocupación real por los judíos– era demasiado precioso, demasiado necesario, no tanto para él mismo como para el bien común, como para arriesgarse a perderlo. Si él caía, quienes dependían de él saldrían (todavía más) perjudicados.

Lo que entonces nadie sabía –aunque cabe pensar que Czerniaków lo acabó intuyendo– era que desde el principio se pretendía exterminarlos; el gueto no era más que una estación en el camino, una degradación más en la cadena de vejaciones. Él, en su calidad de mediador, estaba, por lo tanto, destinado a fracasar. Tal vez por eso su nombre no ha trascendido: no fue un «héroe» en el sentido hollywoodiense, no salvó de la muerte a la población judía ni impidió que muchos murieran de hambre. A cierto tipo de lector-espectador, le gustan esos relatos, pero la realidad suele ser más prosaica. Y el autor de este diario era, como le definen en el prólogo, más bien «pragmático» (aunque era más atento, culto, sensible y perspicaz de lo que su aspecto adusto revelaba).

Tanto interesa este diario por lo que dice como por lo que calla, por esa tensión que se respira en el ambiente. Incluso el cuaderno que falta –el quinto, correspondiente al periodo de diciembre de 1940 a abril de 1941– resulta ilustrativo: ese mes Czerniaków fue detenido y encarcelado durante unos días; salió de ahí enfermo y maltrecho por las torturas. Se cree que quizá tenía el cuaderno consigo en el momento del arresto o que se deshizo de él a conciencia. Esta ausencia –y el acierto de los editores al señalarla, no solo en la introducción, sino a modo de capítulo sin contenido, en medio del resto de entradas– es tan informativa como el propio texto: expresa lo que no se puede decir, el terror, el miedo, la incertidumbre, la censura y la autocensura; es un silencio que dice más que las palabras, pone de relieve que incluso alguien con el cargo de Czerniaków era, también, una víctima, otra más.

Victorias cotidianas

Ahí reside su valor. Jornada a jornada, desmenuza la dinámica del gueto: las jerarquías, la administración, la economía, los arrestos, la sanidad. La parte «técnica» que no se cuenta en las ficciones, pero que constituye la base sobre la que surgen las historias.

Aunque no opine ni parezca expresar emociones, se entrevé su humanidad al insistir sobre la liberación de prisioneros, al pedir financiación para abastecer a la gente, al luchar contra el traslado a los campos de concentración, al escribir frases como «Por la noche estuve dando vueltas en la cama: el gueto» (1 de julio de 1940). Era un artífice de victorias cotidianas que no incidían en las estadísticas, quizá, pero mejoraban la vida en el aquí y ahora. Un trabajador diligente que no quiso cumplir el último encargo.

Y hay que darle las gracias.

 Empecemos por el final: el protagonista de esta historia se quitó la vida el 23 de julio de 1942. Dejó dos cartas, para su esposa y  

Empecemos por el final: el protagonista de esta historia se quitó la vida el 23 de julio de 1942. Dejó dos cartas, para su esposa y para sus colegas del Consejo Judío. Les contaba que no había sido capaz de llevar a cabo la última misión que le habían encomendado: «Me exigen que mate con mis propias manos a los hijos de mi pueblo. No tengo otra salida que morir», le escribió a su mujer. «Vinieron a verme […] y exigieron la preparación de un transporte de niños para mañana», contaba a sus compañeros, «no puedo mandar a la muerte a los inocentes niños. He tomado la decisión de irme». Y una última petición: «No lo tratéis como un acto de cobardía o huida. […] Mi acto mostrará la verdad a todos y tal vez les indique el camino».

Ese hombre que prefirió suicidarse antes que colaborar en un exterminio no aparece en los libros de Historia. No era ningún genio, no destacó, no llevó a cabo ninguna hazaña. Es más, fracasó en su intento de salvar al pueblo judío, claro que él no tuvo la culpa. Se llamaba Adam Czerniaków (Varsovia, 1880-1942), trabajó como maestro, empresario y funcionario, hasta que se involucró en la política local de su ciudad como representante de la comunidad judía. De padre judío y madre de familia asimilada progresista, él no se caracterizaba por una gran abnegación religiosa ni tenía una adscripción ideológica muy definida. Tras la invasión alemana de Polonia, en septiembre de 1939, el Consejo Judío se disolvió y muchos de sus miembros huyeron. Él se quedó y fue nombrado presidente.

También comenzó a escribir un diario, que llega por primera vez al lector en castellano de la mano de la editorial Confluencias, con traducción de Elżbieta Bortkiewicz: Diario del gueto de Varsovia. 6 septiembre 1939-23 julio 1942. Como si hubiera intuido desde el principio que estaba viviendo unos hechos de los que tarde o temprano habría que dar cuenta, Czerniaków tomó apuntes de su labor como responsable de velar por sus congéneres confinados. Llenó nueve cuadernos, de los que se han conservado ocho, reproducidos en este volumen, en una edición minuciosa, con abundantes notas de la traductora (imprescindibles para entender los entresijos del gueto y su administración) y una exhaustiva introducción sobre el funcionamiento de la comunidad a cargo de los historiadores Raul Hilberg y Stanislaw Staron.

Más que meditaciones existenciales o elucubraciones sobre el futuro, Czerniaków anota las tareas rutinarias, por lo general en un registro aséptico: «Por la mañana la Comunidad. Después fui a ver a Heilmann. Por el asunto de nuevos impuestos. Después Schubert y Auerswald por el tema de inmuebles. Compresas de menstruación.», escribía el 22 de noviembre de 1940. Este «no estilo» responde a una necesidad: él sabía que, si entraba en detalles, si opinaba, se metería en problemas; un cuaderno de apuntes sucintos era un ejercicio de astucia que, quizá, como se sugiere en el prólogo, le serviría de base para unas hipotéticas memorias. Ese libro no llegó, pero queda leer entre líneas.

De vez en cuando, hace comentarios muy significativos: «Le pedí [al comisario] que la amnistía abarcara también otras categorías de prisioneros […] me encargó un listado de prisioneros para mañana, para los que pedía la cárcel. Pedí […] un contingente adicional de alimentos para la población», consignaba el 15 de enero de 1942. Como intermediario entre las autoridades alemanas y la comunidad judía, Czerniaków tenía claro quiénes eran los suyos. Quizá su papel de gestor pueda parecer un privilegio al lado de sus homólogos recluidos –a los que les arrebataron sus negocios y sus bienes, y que subsistían a duras penas, con escasas oportunidades de empleo y un racionamiento de alimentos que nunca alcanzaba para todos–, pero tampoco es, desde luego, deseable. Tenía que interceder en favor del pueblo judío ante unos superiores que nunca pretendieron facilitarle la existencia.

Czerniaków escuchaba las necesidades de los vecinos –que empeoraban por momentos: desposeídos, famélicos, hacinados, enfermos, en una crisis económica que se agravó con el tiempo–, libraba pequeñas batallas a diario para mejorar las condiciones de la comunidad; pedía, proponía, insistía, discutía en la medida de sus posibilidades. Sin alzar demasiado la voz, porque se la jugaba. Y su rol de intermediario –aún más: de intermediario con una preocupación real por los judíos– era demasiado precioso, demasiado necesario, no tanto para él mismo como para el bien común, como para arriesgarse a perderlo. Si él caía, quienes dependían de él saldrían (todavía más) perjudicados.

Lo que entonces nadie sabía –aunque cabe pensar que Czerniaków lo acabó intuyendo– era que desde el principio se pretendía exterminarlos; el gueto no era más que una estación en el camino, una degradación más en la cadena de vejaciones. Él, en su calidad de mediador, estaba, por lo tanto, destinado a fracasar. Tal vez por eso su nombre no ha trascendido: no fue un «héroe» en el sentido hollywoodiense, no salvó de la muerte a la población judía ni impidió que muchos murieran de hambre. A cierto tipo de lector-espectador, le gustan esos relatos, pero la realidad suele ser más prosaica. Y el autor de este diario era, como le definen en el prólogo, más bien «pragmático» (aunque era más atento, culto, sensible y perspicaz de lo que su aspecto adusto revelaba).

Tanto interesa este diario por lo que dice como por lo que calla, por esa tensión que se respira en el ambiente. Incluso el cuaderno que falta –el quinto, correspondiente al periodo de diciembre de 1940 a abril de 1941– resulta ilustrativo: ese mes Czerniaków fue detenido y encarcelado durante unos días; salió de ahí enfermo y maltrecho por las torturas. Se cree que quizá tenía el cuaderno consigo en el momento del arresto o que se deshizo de él a conciencia. Esta ausencia –y el acierto de los editores al señalarla, no solo en la introducción, sino a modo de capítulo sin contenido, en medio del resto de entradas– es tan informativa como el propio texto: expresa lo que no se puede decir, el terror, el miedo, la incertidumbre, la censura y la autocensura; es un silencio que dice más que las palabras, pone de relieve que incluso alguien con el cargo de Czerniaków era, también, una víctima, otra más.

Ahí reside su valor. Jornada a jornada, desmenuza la dinámica del gueto: las jerarquías, la administración, la economía, los arrestos, la sanidad. La parte «técnica» que no se cuenta en las ficciones, pero que constituye la base sobre la que surgen las historias.

Aunque no opine ni parezca expresar emociones, se entrevé su humanidad al insistir sobre la liberación de prisioneros, al pedir financiación para abastecer a la gente, al luchar contra el traslado a los campos de concentración, al escribir frases como «Por la noche estuve dando vueltas en la cama: el gueto» (1 de julio de 1940). Era un artífice de victorias cotidianas que no incidían en las estadísticas, quizá, pero mejoraban la vida en el aquí y ahora. Un trabajador diligente que no quiso cumplir el último encargo.

Y hay que darle las gracias.

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