¿A qué huele la leonera de Fernando León de Aranoa?

Fernando ausculta los libros de las estanterías de la librería Mistral, de Madrid, igual que un ornitólogo identifica aves en un aviario. Se desliza paciente, como si esperara cazar una presa con la que alimentar su hambre de ideas. Quizás entre alguno de esos tomos, se oculte la siguiente lección que convertir en unas lentes con las que aprender a mirar el mundo. Una realidad contradictoria y compleja, plagada de claroscuros, escombros y haces de luz lúbricos difíciles de atrapar. Una cocina salpicada de platos sucios y restos de comida, lo mismo que de suculentos manjares protegidos en un tupperware, que Fernando León de Aranoa se ha lanzado a investigar con su último libro: Leonera (Seix Barral).

El que es, sin duda, uno de los guionistas y directores más reputados de nuestro país, demuestra tener maña natural para la brevedad. Inspirado en eso que Julio Ramón Ribeyro llamó «prosas apátridas» (que no ‘apócrifas’, como pregona este entrevistador en un vergonzoso patinazo al descorche de la conversación), León de Aranoa deja que el impulso tironee la cotidianidad hacia sus bordes, rescatando el chasquido de la inspiración tal y como viene. Y de la redacción de esos ramalazos de sapiencia, nace la mirilla por la que el lector puede escurrirse dentro del laboratorio de su sesera. Algo caótica, sin duda, pero no por ello desnortada. Cabría decir incluso con un propósito mucho más claro gracias a su temeraria capacidad de perderse.

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Leonera
Fernando León de Aranoa

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Pregunta.- ¿Cuál ha sido la mayor dificultad para concebir este libro?

Respuesta.- Fue un trabajo largo y repartido en el tiempo. Empezó con la inercia del anterior libro, Aquí yacen dragones (Seix Barral, 2013), y fui encontrando pequeñas historias, casi reflexiones, algunas con una ligera vestidura de ficción. Me gusta que cada cuento tenga cierre, aunque sea de página y media. Lo más difícil fue encontrar el orden adecuado entre tantas historias. Imprimo todos los cuentos, los reparto por el espacio y trato de leerlos como imagino que lo hará el lector. Luego los cambio de lugar, incorporo nuevos, dejo algunos fuera… Ese proceso de científico-loco fue el más complicado.

P.- ¿Eres de los que escuchan el disco de primera a última canción sin saltar?

R.- Sí, totalmente. Es algo muy generacional. Aún escucho los discos enteros, en orden. Hablo de álbumes, de discos, algo que cuando se lo explicas a alguien más joven a veces ni siquiera entienden. Pero yo necesito esa narrativa, esa estructura. Siento que siempre hay una intención en cómo están ordenadas las canciones.

P.- ¿Cuándo diste por culminado el libro?

R.- Sentí, como con el libro anterior, que el viaje ya estaba hecho. Que esa necesidad de contar estaba completa. Aunque seguiré escribiendo, sentí que ese trayecto particular había llegado a su destino. Es un libro que refleja mucho de lo que me ha pasado en estos últimos diez años, casi como si hubiera llevado un diario emocional. Algunos cuentos son rastros de momentos difíciles, incluso pérdidas. El cierre tenía que ver con eso: con las despedidas, con la memoria, con el oficio. Por eso quise cerrar con una reflexión sobre imaginar y recordar, igual que empiezo en un parque, el lugar simbólico donde todo arranca.

P.- ¿Qué has contado aquí que no pudieras contar en tus películas o guiones?

R.- El cuento breve da una libertad enorme. Te permite expresar una idea o una reflexión de forma directa, sin tener que construir toda una estructura narrativa con personajes y tramas como en el cine. En los guiones, por muy libre que seas, siempre estás sujeto a una lógica narrativa. Aquí no. Aquí puedes contar algo solo por el deseo de contarlo, sin necesidad de justificarlo dentro de una historia. Aunque siento que en el libro hay siete u ocho grandes temas que vuelvo a visitar de formas distintas, con distintas edades y miradas. Me he permitido más libertad para jugar con eso.

P.- Temas que casi parecen homéricos, en el sentido de lo primigenio. Imagino que son asuntos que te han seguido siempre, ¿no?

R.- Sí, y es interesante ver cómo cambia tu mirada con el tiempo. Regresar a un tema años después te permite abordarlo desde otra perspectiva. Uno cambia, evoluciona o incluso retrocede, pero lo importante es que la aproximación cambia. También he sentido más libertad en la relación con lo que escribo. El primer impulso, el fogonazo creativo, tiene más peso. En el cine, ese impulso a veces se va diluyendo en procesos largos, lo que puede hacerte intelectualizarlo demasiado o llenarlo de precauciones.

P.- El título del libro alude claramente al caos: «La leonera». ¿Qué conviene más para la creación, el caos -el romantizado arrebato- o el orden?

R.- Creo que ambas cosas son necesarias, pero hay una cronología: primero viene el caos. Ese desorden inicial te alimenta, te da estímulos. Si todo viniera ya organizado, ¿qué harías tú como creador? La tarea muchas veces consiste en ordenar ese caos, o incluso encontrarle un nuevo sentido desordenándolo más. Luego, claro, viene el momento de ordenar, de articular. Por eso, en algún punto, extiendo los cuentos en el suelo y pienso en quién los va a leer. Pero el caos es fundamental, también en la vida. Hago muchas cosas distintas porque siento que eso me alimenta como creador.

P.- ¿Crees que es condición del artista estar un poco fuera de lugar, ser el patito feo, pero también quien tiene que estar dentro de la jugada?

R.- Creo que estar un poco desencajado está bien, siempre que no lo fuerces. A veces uno se siente como el chico raro del fondo del patio, que juega al fútbol solo para encajar. Pero llega un momento en que asumes tu diferencia y eso te da una mirada propia. El humor tiene mucho de eso: observar con cierta distancia lo que estás viviendo. Pero también tienes que tener un pie dentro, vivir lo que cuentas. No puedes ser un espectador total, un desimplicado. Hay que estar en la jugada, aunque no te guste, porque eso es lo que da sentido a lo que escribes.

P.- ¿Qué es el humor para ti y cómo lo invocas? Pienso en tu cuento sobre las presentadoras, que dirán igual de impasibles «han muerto 20 personas en un accidente», que «pásame la crema, cariño».

R. El humor aparece de muchas formas. A veces del contraste brutal, como en el cuento del que hablas. Lo cierto es que lo peor de todo es la literalidad. La literalidad en todo es agotadora. El humor es una forma de ver la realidad sin esa carga. Es una manera de sobrevivir. Durante el apagón, por ejemplo, terminé durmiendo en la estación de Ciudad Real, y ahí nos unimos varios desconocidos a través del humor. Formamos «la compañía del apocalipsis». El humor fue lo que permitió esa conexión. Es un canal muy fino de comunicación, una frecuencia compartida.

P.- ¿Dónde encuentras ese humor?

R. Depende. A veces surge de la paradoja, del drama. El mejor humor muchas veces nace del dolor, y eso lo vuelve más universal. Todos sufrimos por las mismas cosas, aunque nos riamos de cosas distintas. Por eso ese humor que nace del dolor se entiende en cualquier parte. Recuerdo presentar Un día perfecto (2015) en Sarajevo, y cómo la gente entendía el humor de la película porque, como decía Feđa Štukan, el actor bosnio de la película, durante la guerra fue cuando más se rieron, más follaron, más bebieron, más vivieron porque sabían que quizá no había mañana. Eso explica muchas cosas.

P.- En el libro pareces reivindicar mucho las contradicciones. ¿Y qué pasa con la coherencia? ¿No deberíamos reivindicar más el compromiso? Pienso en algunos políticos a los que les ha venido muy bien eso de aceptar su contradicción.

R.– A veces se usa la contradicción como excusa para justificar incoherencias. Lo ideal es que convivan ambas cosas: tener dudas, cuestionarse, pero sin traicionarte. La coherencia es importante, pero también lo es la duda. Ettore Scola escribió una frase que me marcó: «La duda de los artistas es la riqueza del mundo». Creo mucho en eso. En la creación, la duda te lleva lejos. En la política no siempre se acepta igual, pero en el arte es esencial. Cuestionarte, sin dejar de ser fiel a ti mismo, es parte del camino.

P.- Por último, empiezas con una cita de Ray Bradbury sobre dejarse llevar por lo que nos emociona, también como una forma de esquivar la despedida. P.- Citando tu último texto de Leonera: ¿Cómo se consigue que «siga siendo siempre todavía»?

R.– Es complicado, y no sin desgaste. Creo que tiene que ver con cosas que también expreso en ese cuento: el impulso de escribir puede ser una forma de resistirse al final, de hacer durar las cosas. Es una manera de ampliar el mundo cuando tiende a cerrarse, de vivir otras vidas. Como decía Joaquín Sabina, eso de «vivir otras vidas» también está presente aquí. Creo que en mi caso hay una dificultad para despedirse. Toda despedida tiene algo trágico, sea una relación, una noche, una etapa de la vida. Siempre es un tercer acto. Y sí, esa frase final del cuento habla de eso: no querer terminar. Dejar la puerta entreabierta, con la esperanza de que tal vez haya otro libro más adelante.

 Fernando ausculta los libros de las estanterías de la librería Mistral, de Madrid, igual que un ornitólogo identifica aves en un aviario. Se desliza paciente, como  

Fernando ausculta los libros de las estanterías de la librería Mistral, de Madrid, igual que un ornitólogo identifica aves en un aviario. Se desliza paciente, como si esperara cazar una presa con la que alimentar su hambre de ideas. Quizás entre alguno de esos tomos, se oculte la siguiente lección que convertir en unas lentes con las que aprender a mirar el mundo. Una realidad contradictoria y compleja, plagada de claroscuros, escombros y haces de luz lúbricos difíciles de atrapar. Una cocina salpicada de platos sucios y restos de comida, lo mismo que de suculentos manjares protegidos en un tupperware, que Fernando León de Aranoa se ha lanzado a investigar con su último libro: Leonera (Seix Barral).

El que es, sin duda, uno de los guionistas y directores más reputados de nuestro país, demuestra tener maña natural para la brevedad. Inspirado en eso que Julio Ramón Ribeyro llamó «prosas apátridas» (que no ‘apócrifas’, como pregona este entrevistador en un vergonzoso patinazo al descorche de la conversación), León de Aranoa deja que el impulso tironee la cotidianidad hacia sus bordes, rescatando el chasquido de la inspiración tal y como viene. Y de la redacción de esos ramalazos de sapiencia, nace la mirilla por la que el lector puede escurrirse dentro del laboratorio de su sesera. Algo caótica, sin duda, pero no por ello desnortada. Cabría decir incluso con un propósito mucho más claro gracias a su temeraria capacidad de perderse.

Pregunta.- ¿Cuál ha sido la mayor dificultad para concebir este libro?

Respuesta.- Fue un trabajo largo y repartido en el tiempo. Empezó con la inercia del anterior libro, Aquí yacen dragones (Seix Barral, 2013), y fui encontrando pequeñas historias, casi reflexiones, algunas con una ligera vestidura de ficción. Me gusta que cada cuento tenga cierre, aunque sea de página y media. Lo más difícil fue encontrar el orden adecuado entre tantas historias. Imprimo todos los cuentos, los reparto por el espacio y trato de leerlos como imagino que lo hará el lector. Luego los cambio de lugar, incorporo nuevos, dejo algunos fuera… Ese proceso de científico-loco fue el más complicado.

P.- ¿Eres de los que escuchan el disco de primera a última canción sin saltar?

R.- Sí, totalmente. Es algo muy generacional. Aún escucho los discos enteros, en orden. Hablo de álbumes, de discos, algo que cuando se lo explicas a alguien más joven a veces ni siquiera entienden. Pero yo necesito esa narrativa, esa estructura. Siento que siempre hay una intención en cómo están ordenadas las canciones.

P.- ¿Cuándo diste por culminado el libro?

R.- Sentí, como con el libro anterior, que el viaje ya estaba hecho. Que esa necesidad de contar estaba completa. Aunque seguiré escribiendo, sentí que ese trayecto particular había llegado a su destino. Es un libro que refleja mucho de lo que me ha pasado en estos últimos diez años, casi como si hubiera llevado un diario emocional. Algunos cuentos son rastros de momentos difíciles, incluso pérdidas. El cierre tenía que ver con eso: con las despedidas, con la memoria, con el oficio. Por eso quise cerrar con una reflexión sobre imaginar y recordar, igual que empiezo en un parque, el lugar simbólico donde todo arranca.

P.- ¿Qué has contado aquí que no pudieras contar en tus películas o guiones?

R.- El cuento breve da una libertad enorme. Te permite expresar una idea o una reflexión de forma directa, sin tener que construir toda una estructura narrativa con personajes y tramas como en el cine. En los guiones, por muy libre que seas, siempre estás sujeto a una lógica narrativa. Aquí no. Aquí puedes contar algo solo por el deseo de contarlo, sin necesidad de justificarlo dentro de una historia. Aunque siento que en el libro hay siete u ocho grandes temas que vuelvo a visitar de formas distintas, con distintas edades y miradas. Me he permitido más libertad para jugar con eso.

P.- Temas que casi parecen homéricos, en el sentido de lo primigenio. Imagino que son asuntos que te han seguido siempre, ¿no?

R.- Sí, y es interesante ver cómo cambia tu mirada con el tiempo. Regresar a un tema años después te permite abordarlo desde otra perspectiva. Uno cambia, evoluciona o incluso retrocede, pero lo importante es que la aproximación cambia. También he sentido más libertad en la relación con lo que escribo. El primer impulso, el fogonazo creativo, tiene más peso. En el cine, ese impulso a veces se va diluyendo en procesos largos, lo que puede hacerte intelectualizarlo demasiado o llenarlo de precauciones.

P.- El título del libro alude claramente al caos: «La leonera». ¿Qué conviene más para la creación, el caos -el romantizado arrebato- o el orden?

R.- Creo que ambas cosas son necesarias, pero hay una cronología: primero viene el caos. Ese desorden inicial te alimenta, te da estímulos. Si todo viniera ya organizado, ¿qué harías tú como creador? La tarea muchas veces consiste en ordenar ese caos, o incluso encontrarle un nuevo sentido desordenándolo más. Luego, claro, viene el momento de ordenar, de articular. Por eso, en algún punto, extiendo los cuentos en el suelo y pienso en quién los va a leer. Pero el caos es fundamental, también en la vida. Hago muchas cosas distintas porque siento que eso me alimenta como creador.

P.- ¿Crees que es condición del artista estar un poco fuera de lugar, ser el patito feo, pero también quien tiene que estar dentro de la jugada?

R.- Creo que estar un poco desencajado está bien, siempre que no lo fuerces. A veces uno se siente como el chico raro del fondo del patio, que juega al fútbol solo para encajar. Pero llega un momento en que asumes tu diferencia y eso te da una mirada propia. El humor tiene mucho de eso: observar con cierta distancia lo que estás viviendo. Pero también tienes que tener un pie dentro, vivir lo que cuentas. No puedes ser un espectador total, un desimplicado. Hay que estar en la jugada, aunque no te guste, porque eso es lo que da sentido a lo que escribes.

P.- ¿Qué es el humor para ti y cómo lo invocas? Pienso en tu cuento sobre las presentadoras, que dirán igual de impasibles «han muerto 20 personas en un accidente», que «pásame la crema, cariño».

R. El humor aparece de muchas formas. A veces del contraste brutal, como en el cuento del que hablas. Lo cierto es que lo peor de todo es la literalidad. La literalidad en todo es agotadora. El humor es una forma de ver la realidad sin esa carga. Es una manera de sobrevivir. Durante el apagón, por ejemplo, terminé durmiendo en la estación de Ciudad Real, y ahí nos unimos varios desconocidos a través del humor. Formamos «la compañía del apocalipsis». El humor fue lo que permitió esa conexión. Es un canal muy fino de comunicación, una frecuencia compartida.

P.- ¿Dónde encuentras ese humor?

R. Depende. A veces surge de la paradoja, del drama. El mejor humor muchas veces nace del dolor, y eso lo vuelve más universal. Todos sufrimos por las mismas cosas, aunque nos riamos de cosas distintas. Por eso ese humor que nace del dolor se entiende en cualquier parte. Recuerdo presentar Un día perfecto (2015) en Sarajevo, y cómo la gente entendía el humor de la película porque, como decía Feđa Štukan, el actor bosnio de la película, durante la guerra fue cuando más se rieron, más follaron, más bebieron, más vivieron porque sabían que quizá no había mañana. Eso explica muchas cosas.

P.- En el libro pareces reivindicar mucho las contradicciones. ¿Y qué pasa con la coherencia? ¿No deberíamos reivindicar más el compromiso? Pienso en algunos políticos a los que les ha venido muy bien eso de aceptar su contradicción.

R.– A veces se usa la contradicción como excusa para justificar incoherencias. Lo ideal es que convivan ambas cosas: tener dudas, cuestionarse, pero sin traicionarte. La coherencia es importante, pero también lo es la duda. Ettore Scola escribió una frase que me marcó: «La duda de los artistas es la riqueza del mundo». Creo mucho en eso. En la creación, la duda te lleva lejos. En la política no siempre se acepta igual, pero en el arte es esencial. Cuestionarte, sin dejar de ser fiel a ti mismo, es parte del camino.

P.- Por último, empiezas con una cita de Ray Bradbury sobre dejarse llevar por lo que nos emociona, también como una forma de esquivar la despedida. P.- Citando tu último texto de Leonera: ¿Cómo se consigue que «siga siendo siempre todavía»?

R.– Es complicado, y no sin desgaste. Creo que tiene que ver con cosas que también expreso en ese cuento: el impulso de escribir puede ser una forma de resistirse al final, de hacer durar las cosas. Es una manera de ampliar el mundo cuando tiende a cerrarse, de vivir otras vidas. Como decía Joaquín Sabina, eso de «vivir otras vidas» también está presente aquí. Creo que en mi caso hay una dificultad para despedirse. Toda despedida tiene algo trágico, sea una relación, una noche, una etapa de la vida. Siempre es un tercer acto. Y sí, esa frase final del cuento habla de eso: no querer terminar. Dejar la puerta entreabierta, con la esperanza de que tal vez haya otro libro más adelante.

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